viernes

Una respuesta de mamá

          Durante el año 2003 mi depresión alcanzó enormes y graves valores, impidiéndome siquiera moverme. Había dejado de dar clases para conchabarme como abogado en una empresa aventurera que montó mi tío con un estafador: a los pocos meses advertí que la firma, que se dedicaba a prestar servicios de medicina prepaga, tomaba “afiliados” para cobrarles la cuota y no otorgarle las prestaciones, sean cuales fueren las consecuencias, que nunca iban a dejar de ser el enriquecimiento de dos o tres. Si me iba, defraudaría -en el código marginal de supervivencia legitimado que a veces cultiva mi linaje- las proyecciones y aspiraciones de quienes me habían elegido para defender los intereses del grupo. Si me quedaba, en poco tiempo yo, el único abogado de la empresa, resultaría cómplice calificado del delito de quiebra fraudulenta. Me fui.

          Por los mismos días había terminado una relación de cuatro años con una mujer a la que no pude amar. Esa consciencia de hallarme negado cósmicamente para el cariño me lastimaba y me inmovilizaba.

          Me encerré en casa. Vivía de noche; escuchaba programas de radio que comenzaban a la madrugada. Cenaba a las cuatro de la mañana. Todo me había defraudado. No recibía llamados, nadie venía a visitarme. Tenía dos o tres clientes a los que les abandoné los casos. Tenía también la plena consciencia de mi inutilidad, de mi incapacidad de seducir, de mi sobrepeso, de mi pobreza.

          Un día sonó el teléfono. Era mi madre. Preguntó cómo estaba, y le contesté “muy mal”. Entonces ella respondió:


          Y bueno, Pietro, yo no puedo hacer nada.

          
          “Sí, ya sé”, casi le lloré, y ella dijo “Bueno, Pietro, chau”.

          Años después, quizás en forma crítica, una persona que también había sufrido me explicó que logró en cierto modo tolerar su desventura por el apoyo que había recibido de su familia. “A vos tendrían que haberte sacado de la soledad, llevarte a vivir con ellos por algunas semanas, ir todos juntos al psicólogo, armar toda una estructura de contención, porque si no ibas a terminar como estás ahora: con una gran necesidad afectiva muy difícil de satisfacer, y con enormes fracasos en todo lo que emprendés, ya que buscás por todas partes el afecto esencial. Además, en ese episodio, es claro que tu madre te abandonó, una vez más”.

          “Claro”, pensé, “pero dada mi historia, esa propuesta de comunión es imposible”. Y después me dije que quizás no fuera tan imposible; pero no, a poco que reflexioné me di cuenta de que el ensamblaje de esa “estructura de contención”, que fructificaba en otros devenires más sanos, era, en mi caso y en el de los que me rodeaban, realmente imposible.