miércoles

La necesidad es tirana y tiene cara de súplica

          Hoy es el cumpleaños de mi abuela. Cumple 90 años.

          Hoy se reúnen todos en alguna casa, probablemente la casa de mi tía, la que dice que soy tóxico. En este punto, le doy la razón: hace unos meses, en estas páginas, escribí que era "una hueca que se casó con un despachante de aduana". La verdad es que estuve muy adolescente. Pero me encontraba solo de toda soledad, sin que a mi familia le interese un pito de mí y muy rencoroso por sus abusos, habiendo vendido mi casa e instaládome a 500 km de donde fui infeliz, bajo amenaza de otra sombra de infelicidad, con el recuerdo de mi madre que, junto con mi padre, recorrió el mundo (su último viaje fue a China), pero no le dieron las bolas para tomarse aunque sea ella sola el Plusmar de cien pesos para venir a ver cómo estaba. Así son las esposas de los psicópatas.

          Así que a mi tía tengo para decirle: tía, te entiendo y me entiendo.

          Otro tío, meses antes, me había dicho por teléfono: "Bueno, Pietro, espero que estés bien. No te voy a visitar porque no tenés casa, ja ja". Pensar que lo había llamado en un arranque de nostalgia. Por supuesto que no lo llamé más. Entre paréntesis, ese tío me debe un sueldo de cuando trabajé para una empresa fraudulenta (no en la forma, sino en la intención de sus directores, uno de los cuales era él), empresa que había montado con un socio que después lo estafó junto a otras veinte mil personas: se trataba de una sociedad anónima de ¡medicina prepaga! (mi tío no terminó el secundario y se desempeñó toda su vida como mecánico de autos, mechando durante cuarenta años esa actividad con cuanto negocio delictivo se le cruzase, entre ellos el contrabando, la falsificación ideológica y de rúbrica de cheques y pagarés, la simulación fraudulenta y la defraudación a las compañías de seguros). Resulta entonces que quizás no tenga casa por meterme en esas andanzas -llevado seguramente por mi codicia- de las que resulté yo también perjudicado. ¡Mirá si me faltara justo ese sueldo para comprarme la casa! La culpa la tendrías vos, tío, que comés asado todos los días porque la plata la conseguís mitad laburando y mitad delinquiendo, y a veces -vos lo sabés mejor que yo- alguna de esas mitades termina siendo más grande que la otra, y así también quebrás la ley matemática; pero claro, la rata que no tiene un mango soy yo.

          El asunto es que hoy se reúnen, con cara de felicidad todos, a celebrar el cumpleaños de la verdadera pionera. Mi abuela tiene más huevos que la suma de todos ellos juntos. Es la única persona frente a la cual la psicopatía de mi padre dobla su cerviz orgullosa. A los 23 ó 24 años abandonó su provincia de la infancia y se vino a la gran ciudad, sin nada (miento, con dos hijos), y domó a bastonazos a todos: hijos, maestras, directoras, autoridades, vecinos, comerciantes, a todos. En el cincuenta y seis se llevó a su casa para alimentar y educarlo al hijo de una hermana que había muerto cuando dio a luz: el padre vivía en la villa y nunca más se ocupó del niño, que murió de tristeza cuarenta años después. En los años setenta evitó que desaparecieran a mi tío el delincuente, que, ausente de todo límite, puteó borracho o drogado tipo tres de la mañana a unos policías que venían en Falcon. El método fue gritarles en plena calle, como si fueran perros. Quince años antes, se había ido a Córdoba a decirles a los militares de la escuela de aviación que trataran bien a mi otro tío, el segundo hijo, porque le había mandado una carta diciéndole que estaba mal; y los militares del sesenta lo empezaron a tratar bien, e incluso le dejaron verlo aunque el tipo estaba en el calabozo. En los ochenta se perdió en el aeropuerto de Houston, y cagó a pedos a un policía que no le sabía explicar nada en castellano ("escúcheme, esto es un aeropuerto, tiene que haber alguien que hable español... lléveme con alguien que entienda, hágame el favor. ¡Y cómo quiere que no me pierda con la cantidad de escaleras que hay acá!"). Cuando venía a casa a visitarnos, dos o tres amigas la rastreaban y la llamaban, aun pasados los ochenta años. Su padre le dejó un trauma irreversible, una seguidilla de actos autoritarios que intentaron sin éxito anular su ímpetu, recuerdos de cuando no la dejó estudiar más del sexto grado, de cuando golpeaba a sus hermanos para hacerles entender no sé qué cosa, de cuando no se le podía elevar la voz más del susurro, de cuando a propósito le hacía pasar con la mano bosta de caballo a los pisos del rancho de provincia, siendo el tipo más o menos pudiente. Mi abuela prefírió la pobreza, prefirió alimentar a sus hijos con cascarilla y biznaga, antes que continuar sometiéndose al tirano, aunque después tiranizó a todos los demás, quizás como compensación racional a su odisea de los años veinte y treinta. De familia judía, se casó con un goy. Su padre se opuso; ella se plantó contra la puerta de la habitación en la que discutían y le tiró en la cara "Matame, pero yo me caso y me voy con él", y al primer hijo, o sea a mi padre, le puso el nombre de su amado. Ahora se usa poner a los hijos nombres de moda, tipo Jeremías o Matías o Nicolás o Micaela o Felipe o Agustina, nombres en serie que "están bien" porque todos los boludos de oficina les ponen así a los hijos para sentirse parte; mi abuela le puso el nombre de la persona que amaba: no dudes de que si mi abuelo se hubiera llamado Rigoberto o Rocatagliatta, mi viejo en este momento se estaría llamando ponele "Rocatagliatta Alberto" o algo así, y a joderse mi viejo, que tendría otra razón para sufrir racionalmente, como sólo lo hacen los psicópatas.

          No sé cuánto más disfrutaré de saber que está viva. Su madre -que debió casarse con el tirano, quien se la compró a principios de siglo en un campo de por ahí- murió a los 106 años; espero que ella viva todavía muchos más.

En tanto, mi pobreza espiritual va encaminada solamente a pensar que hoy en la reunión de mí no se va a hablar -como si ni siquiera fuese un recuerdo-, o bien se va a hablar mal. Todos desenvolverán su hipocresía, excepto mi abuela, la que vale más que la suma de todos ellos, la que se sentirá profundamente defraudada por mi silencio y mi denuncia injuriosa hacia la familia que ella formó a pesar del dictador de su padre y de la pobreza que les deparó a todos; la que, noventa años después del parto de su madre comprada -con la que ella se solidarizó explícitamente, valientemente, toda la vida- debe resistir que un boludo de cuarenta y pico como yo aparentemente le mezquine cariño. Pero sabés que no es así, abuela.

          Yo sé que hoy vas a decir cosas como "Delante de mí no hablen mal de Pietro, eh", y todos se van a callar porque en el fondo son unos cagones: te tienen respeto, pero también te tienen miedo. No van a saber qué hacer cuando te mueras. Bastante bien los sacaste, pudieron haber sido delincuentes todos, no solamente el más chico, si no hubieras criado gallinas en el fondo para venderlas ni hubieras limpiado casas de familia ni te hubieras puesto a coser noches y noches para sacar un mango. Y siempre comprometida con lo que pensabas: si había que cagar a pedos, entonces a cagar a pedos; si había que tener una foto de Perón aunque sea escondida, entonces a ponerla detrás de la puerta del aparador. Ninguno de los tuyos salió así: me alegra, porque todo lo que se fastidian cuando me escuchan habla de ellos. La prueba más contundente de esa madera terciada la da mi viejo, que se buscó para casarse a una autómata que hace lo que él le dice, porque es incapaz de tus rebeliones, a pesar de que, desde el discurso, haga alarde de que nadie le pisa el poncho.

          Así que, aun desde la clandestinidad y toda la estupidez que me toca como parte esencial, desde aquí levanto mi copa, abuela, augurando alguna vez volverte a ver, para que vuelvas a decirme a los ojos que soy uno de tus nietos preferidos y que ese solo mensaje a los demás, mi viejo incluido, les retuerza toda la compleja estructura de susceptibilidades y súplicas de la que yo no tuve necesidad para entender tu amor.