miércoles

Creo que me equivoqué (III - FINAL)

          El asunto es que por falta de entereza psíquica para sobreponerme a todas esas circunstancias adversas, yo nunca pude triunfar. Hay muchas cosas más: yo trabajaba dando clases particulares, lo cual para mi viejo no era ningún trabajo, y encima las daba en el living que era de ÉL, imaginate. Pero llegué a trabajar 12, 14 horas por día en épocas de exámenes. Ya la casa no era más conocida por la casa de él, sino por “la casa del profesor” (que no era él, sino yo). El cerdo me decía que yo aplastaba el culo todo el día, que eso no era trabajar. Cuando venían las madres a felicitarme porque los hijos habían rendido bien, él decía que eran insoportables, que no lo dejaban dormir la siesta con esos gritos. Muchísimas veces mientras yo estaba dando clases se le ocurría ponerse a lavar los dos autos MINUCIOSAMENTE con un compresor de agua que hacía un ruido infernal (porque lo había arreglado él y hacía más ruido del normal), de modo que yo debía gritar unas seis horas por lo menos; o prendía la radio cerca del living mientras martillaba los autos para arreglarlos durante ponele 10 horas. Tardé 14 años en recibirme de abogado, porque no podía estudiar sino en los ratos libres de una tarea mentalmente agobiante. Imaginate lo que es ponerse a estudiar Derechos Reales después de 12 horas de clase... ¡imposible! Bueno pero nada, él decía que yo no hacía una mierda.

          Hay más, más. Durante las comidas ya no me hablaban. Se fijaba si mis amigos pisaban mierda. Criticaba las novias que tenía: una era “insistente” (porque venía a verme), la otra una “pebeta de barrio” (¡se lo decía delante de mí!), si organizaba un cumpleaños delante de todos decía que no era un cumpleaños porque no estaba mi hermano (del que él me había separado), pero que los sánguches estaban ricos (y se clavaba un sánguche con violencia); delante de mis amigos decía que todos mis amigos eran unos tarados, medio en broma y medio en serio, que le daba asco usar la tabla del inodoro después de que fueran ellos (y mi vieja hacía gesto de repulsión), que lo que yo escribía y publicaba en unas revistitas de por ahí era muy complicado; y a la par, que la novia de mi hermano (una mina que una vez me discutió que la Gimnasia que enseñan en el colegio era una CIENCIA, y que se enojaba si no decían “Educación Física”, como si tuviera que decirse “Educación Física y Esgrima de La Plata"), bueno, que esa mina era hermosísima e inteligentísima, y no sabés cómo se ponía ella cuando mi viejo el rey de la Creación le decía eso. En las reuniones familiares me miraba de reojo, a ver si yo decía algo. Todo una mierda. Te juro que hay más, pero no me acuerdo no sé por qué hay un mecanismo que me impide matar a mi padre, la vida allá era insoportable, fui denigrado y humillado tantas veces. Me acuerdo cuando a un tío se le dio por decir que se me notaban las bolas con una malla que llevaba puesta y mi vieja en vez de salir en mi defensa le preguntó a mi papá qué había que hacer, y mi papá delante de todos me dijo “andá a cambiarte la malla que se te notan las bolitas, querido, andá. Aaahí está, ahí va”, y todos hicieron ese silencio espantoso... te juro que todo tan mierda. Ya sé, ya sé, hay otros que el viejo se los viola, ya sé.

          Acuciado por sus propios fantasmas ancestrales, mi padre el psicópata me dio el mandato de fracasar, y yo como un boludo lo seguí fielmente, frente a la mirada impávida de la tarada de mi vieja, que jamás supo valorar el vínculo que la unía conmigo desde que el mono es mono, y también escuchando teorías de todos lados: mis amigos decían que yo no tenía las bolas de seguir revelándome, otros decían que no sé cómo me aguantaba vivir en una casa que a las nueve de la noche, hora en que podía empezar a estudiar después de laburar, apagaban todas las luces y que cuando me tomaba un espacio para mí (no sé, mirar un poco de televisión, un partido, algo) venían a hacerme callar o a sacarme de donde estaba; las minas me decían algunas que yo todavía seguía atado a mi padre y se iban, y otras que yo estaba enamorado de mi vieja y me daba bronca que mi papá se la haya llevado, etc. Cuando contaba esto delante de mis amigos no me daban bola. Me han llegado a decir: “Mirá, no creo que éste sea el ámbito en donde tengas que contar eso. Tenés que ir a un psicólogo, Pietro. (¡Bueeno, llegaron los chorizos...!)”.

          Paralelamente a todo eso, veía todo el tiempo florecer a tipos infinitamente más pelotudos que yo. Yo para ganarme un pantalón o un derecho tenía que subir el Himalaya y después juntar las piedritas que se habían caído mientras subía; a mi lado brotaba gente feliz, tipos que vivían plenamente, que gritaban los goles de River sin que nadie les dijera que se callaran, que exteriorizaban su alegría sin que nadie les espetara en la cara que eran unos boludos, que tenían novia y los felicitaban en vez de decirles que era una pebeta de barrio, que se sacaban un ocho y estaban orgullosos de ellos, que escribían poesías boludísimas y las madres iban y las encuadernaban, que les daban a elegir entre la fiesta o el viaje a Disney, que les compraban un auto (a mí mi viejo nunca me prestó el de él, y yo choqué el que me compré a los 24 años, a los seis días de habérmelo comprado), que los llevaban de vacaciones y sonreían al verlos cómo se les iban notando las bolas, que no tocaban ningún instrumento y los querían igual, que ensamblaban un par de oraciones y ya ponderaban su inteligencia, que iban al médico cuando tenían gripe y no porque el padre les dijera que eran esquizos.

          Así que empecé a vivir fracasando, que fue el modo que me enseñaron, incluso ancestralmente. Mi bisabuelo fracasó con mi abuela, que se le fue con uno de por ahí, el cual a su vez todas las veces que pudo también se fue. Mi abuela fracasó con mi viejo, que la combatió toda la vida y ninguno de los dos se pudo querer nunca. Y yo fracasé porque así me lo dictaminaron. Pero ojo, todos los boludos que vivieron como debe ser me dicen que yo tengo la culpa, así nomás, sin tener la más puta idea de lo que significa ser criado en un ámbito donde TE ENSEÑAN desde el período de tabula rasa que no valés un carajo, y donde las imaginaciones patológicas y mentirosas más absurdas se hacen verdad porque el mono que manda está enfermo en un sentido y los que las acatan están enfermos en otro, y todo se ensambla y complementa tan perfectamente que la vida se te hace una reverenda mierda, como me la hizo el hijo de mil puta de mi viejo, la estúpida de mi madre –que entregó su cerebro, su personalidad, su trascendencia a mi padre- y los títeres digitados de mis hermanos, que a nivel hermanos no han “servido para nada”, como dice mi viejo, pero respecto de mí solamente.

          El punto máximo ocurrió hace poco, ya con varios añitos encima, cuando conseguí un trabajo asalariado de rango menor con un jefe que era un calco de mi padre. Yo estaba muy ilusionado con ese laburo, a pesar de que el cargo era una mierda, porque era en un lugar en el que siempre había soñado estar, que es el Poder Judicial. Yo no sirvo para defender cualquier causa como hacen los abogados por guita, a mí me gusta encontrar el punto medio, como hacen los jueces, porque ese equilibrio me salva, me quita de los extremos dolorosos que me hicieron vivir los que no tenían que hacerme vivir eso. Mi padre fue la persona que más daño me hizo en la vida, y todos los que lo rodearon durante ese larguísimo período –bueno, te lo voy a decir, me lo banqué hasta los 40 años- coadyuvaron construyendo una verdad que “no era” durante TODO ese tiempo. Por eso no escucho a los que me dicen que ellos “se equivocaron”. Los errores de tracto sucesivo tienen que apreciarse con criterio restrictivo. Te acepto que los egipcios se equivocaran 4.000 años con que el mundo era plano, pero no te acepto que se equivocara Einstein con eso ni diez microsegundos. Las cosas como son. Mi viejo al darme a elegir a los ocho o nueve años cuál de los dos testículos tenía él podrido, porque esa elección le resolvía la cuestión irónica de dónde salió el “polvo al pedo” que se echó con mi vieja y del que salí yo, se comportaba lisa y llanamente como un hijo de mil puta cagado en vez de parido, y merece por eso un castigo que no se me ocurre cuál es, porque es evidente que no se estaba “equivocando”, sino que estaba ejerciendo frente al débil (claro, un nene de nueve años) su tremenda hijadeputez. Estaba siendo cruel al pedo, generando daño con voluntad de querer generarlo, no se estaba “equivocando” un carajo, y todavía está impune, sí se “equivocan” los que dicen que él obraba equivocadamente y nada más, listo, luz verde para el psicópata.

          Bueno, el caso es que entré a trabajar al Poder Judicial por un deseo desesperado de encontrar la Justicia en su estado puro, pero dio la maldita casualidad de que uno de los JUECES (no un pinche, no un vago de los que está lleno, un JUEZ) era un calco de lo que era mi viejo. Igual de hijo de puta, igual de psicópata grave, igual de pergeñador de daño, igual de autoritario, igual de anécdota-epopeya, igual de mentiroso, igual de zancadillero, igual de rodeado de gente que aceptaba y se callaba, de chupaortos que hasta adquirían su propio lenguaje, igual de hijo de mil puta. Y obviamente, fui carne de toda su mierda, pero no por rebelde, sino porque mi mansedumbre producto de mi agotamiento, mi desprotección esencial y mis fracasos le sugirió mi carácter de pez chico que podía llegar a algo. No voy a contar lo que me pasó ahí adentro porque me hace mal; baste decir que el amigo que me llevó allá dejó que las humillaciones, ninguneadas, camas, chismorreos y cagadas de parido por un vagón de putas que me hizo por temor a que mi capacidad lo excediera pasaran en silencio, sin la oposición que yo esperaba desde mi cargo de mierda pero desde la lealtad a quien creía mi amigo, igual que mi vieja cuando se callaba mientras mi viejo abusaba moralmente de mí. Así que luego de unos pocos años de vejaciones a mi dignidad de adulto y abogado, y después de una neumonía provocada por la baja de mis defensas psíquicamente condicionada que me tuvo 12 días en terapia intensiva, renuncié. Durante la internación, descubrí que toda la vida había padecido una anemia llamada “del Mediterráneo”, que consiste en tener los glóbulos rojos más pequeños que el resto de la gente, y que no era ningún “vago de mierda” como me decía mi viejo cada vez que paleaba escombros y me cansaba, cada vez que hachábamos árboles en esa quinta en la que había que laburar como esclavos, cada vez que llevaba porquerías con la carretilla para hacer no sé qué; no me cansaba a los nueve diez quince dieciocho años por una cuestión moral, como quería el cerdo, sino porque tenía los glóbulos más chicos y físicamente transportaba la mitad de oxígeno que cualquiera de mi edad, en cualquier época de la vida; hoy por hoy estoy algo mejor pero sigo transportando por la sangre tan sólo el 63% del oxígeno que cualquier tipo de mi edad, porque mis glóbulos rojos tienen un tamaño igual al 63% del tamaño normal. Por eso también llegaba último en las carreras de saltos rana de la colimba, porque te cuento que también tuve la mala suerte de que me tocara la colimba en Chubut en un regimiento lleno de veteranos de guerra de Malvinas resentidísimos y a cuatro años de la guerra, período que fue uno de los peores de mi vida pero que mi viejo venía celebrando desde antes de empezar, porque según él “me iba a venir muy bien”. O sea, la facultad no me iba a venir “muy bien”, la colimba sí, mirá vos.

          Para reponerme de todo aquello, luego de renunciar quise tomarme tres meses de vacaciones, irme al campo. Me alquilé la parte de atrás de una casita de familia en un pueblo con la intención de regresar con “pilas” y poner un estudio jurídico. Mi viejo me invitó a comer una semana antes y me dio amablemente algunos consejos: que llevara un colchón inflable, que fuera a caminar por el campo, que leyera, que estuviera tranquilo. Sin embargo, días después, cinco horas antes de que saliera el micro, fui a dejarle unas plantas para que me las cuidara y me armó un escándalo delante de mi vieja, mi hermana, el marido y mis dos sobrinos mellizos, un brote sintomático. Me dijo que yo no tenía capacidad para ganarme la vida, que él tenía “virtudes” que yo no tenía, que consistían en saber arreglar una cocina, una heladera, hacer una casa, tirar una pared abajo; que a mí –igual que cuando era chico- me seguía la espada de Damocles de que me iban a comer los piojos en cualquier momento, que para qué había renunciado, que yo era un inútil. ¿Pero cómo, no me dijiste la semana pasada que era una buena idea, que estaba todo bien, que paseara por el campo hasta que me repusiera de un año en el que casi me muero de neumonía? No, yo jamás te pude haber dicho eso, y todos callados. Después fue y se lo contó a la madre de él. Nadie dijo nada a favor de nadie; todos compraron la reacción maníaca del cerdo, que a partir de ahí siguió hablando al pedo de mí, como lo venía haciendo desde hace años con mis sobrinitos, a quienes, por ejemplo, para escarnecerme, les enseña que yo estoy todavía en la edad del pavo y que soy un tarado, cuando vuelven del colegio.

          Así que ésa fue la gota que rebalsó el vaso. A los 40 años, habiendo fracasado en todo lo que emprendí, e incapaz de encontrar una caricia, dejé todo y me fui a vivir al pueblo en el que esperaba pasar sólo 3 meses. Vendí mi casa. El que me la vendió en verdad fue mi hermano, a quien le dije como conversando normalmente que iba a abandonar todo y no los iba a ver nunca más. Mi hermano celebró la decisión y me cobró dos mil dólares de comisión por el trabajo realizado. El día que se cerró la venta de la casa, estando yo tomando el último café de mi vida con él, a los veinte minutos me dijo que se tenía que ir a llevar a la hija a su clase de violín, así que te deseo buen viaje para mañana. La boluda de la esposa me preguntó si además de estar "peleado con mi papá" me iba "por alguna otra razón", Dios mío. Mi hermana, que es psicóloga y sabe la patología de mi viejo y la de mi padre, cada vez que me manda un mail me cuenta boludeces de que los hijos tienen granitos y andan en bicicleta de aquí para allá: ya ni le contesto. Mi tía, la que decía hace años que me tenían que mandar al psicólogo, cuando le cuento toda esta historia me dice “yo de eso no voy a opinar”, como cuando a los viejos estalinistas le preguntaban si estaban bien los fusilamientos de Stalin. El otro día me mandó un mail donde me decía “pero, estar solo un poco está bien, pero ya hace más de un año, no exageres”, sin hacerse cargo para nada de la raíz del problema, o sea, "sin opinar de eso". El esposo me contestó lo mismo, que no iba a opinar. Mi abuela me dijo “sí, tu papá siempre fue un tipo difícil, pero bueno”, y bueno, dije yo, tiene casi 90 años, qué le voy a hacer. O sea, nadie nada.

          Y finalmente ahora, no sé qué carajo hacer. Para colmo me había hecho amigo de una familia que me empezó a querer, pero justo en la familia había un muerto cuyo duelo todavía no habían hecho, un chico joven que se suicidó. Entonces parece que todo ese amor que me daban era como suplantar al muerto, y una de las de la familia saltó mal y ahora, sin comerla ni beberla, no me dan más bola, porque Muerto hay uno solo y yo soy la Sota de Bastos en el mejor de los casos, pero no soy el Muerto, o sea que no me tienen que andar queriendo como al Muerto, así que me mejor que no venga más, dijeron. Una de las que iban y venían de la casa le dijo a una amiga; "Ya estaba cansada de que cada vez que entraba lo veía a ése sentado por ahí".

          Me compré una casa en la loma del orto y estoy sin laburo ni perspectivas de nada. Solo, como quería mi padre, andá, andá vos que no servís para nada, andá a que te coman los piojos. Algunos amigos de Buenos Aires me visitan como si no pasara nada. Me preguntan qué marca de café instantáneo compré, si compro Dolca porque ellos solamente toman Dolca, otro no. “No, boludo, no te das cuenta de que estoy sobreviviendo con los pocos ahorros que tengo, me estoy comiendo los ladrillos de la casa de Buenos Aires que me costó 10 años de sudor y sangre, de 12 horas de clases por día, los sábados y a veces los domingos incluidos, NO COMPRO CAFÉ INSTANTÁNEO”, pero eso solo ya parece mucho, no entienden, y rodearme de gente que no entiende es también parte del derrotero de fracaso que sigo abriendo porque mi viejo me lo ordenó, en su visión altamente patológica, en su hijadeputez absurda, en su mente enferma como la mía, pero la mía está así por culpa de él y de su mujer pasiva y de todos los que se callaron, y, por qué no, también de mí, que, como decían mis amigos, jamás tuve los huevos suficientes.

          Y aquí viene cuando desentrañamos el sentido del título. Creo que me equivoqué. Estoy a cientos de kilómetros de donde tendría que haber muerto otra vez, pero morir por segunda vez peleando, destrozando a los hijos de puta y empezando por el psicópata de mi viejo. Porque te digo que yo ya estoy muerto: por más que piense que fui el producto de una maquinación psicopática grave, no puedo gozar, no puedo amar, todo me causa una tristeza tan enorme que no le encuentro el lado placentero al mundo. Como si yo fuera un guiso terminado al que le pusieron comida podrida: es irrecuperable, hay que hacer otro. Y eso es así porque el alterado hijo de mil puta de mi padre me punzó en los registros más profundos de mi psiquismo la prohibición del placer, SABIENDO LO QUE HACÍA, y todos lo siguieron, enamorados de su carisma, temerosos de sus respuestas, con el culo abiertísimo a su tremendo pene abusador, gozando el abuso. Incluso en la casa de mi infancia todo era difícil, para que costara más, para sufrir: las cosas estaban en el cajón más bajo, o en la repisa más alta, los vasos estaban atrás de todo, lo que necesitabas estaba entre un mueble y otro, o debajo de una cama enorme y en el medio, todo era difícil, la casa era enorme pero un auto ocupaba la mitad del patio y otro todo el garaje todo el tiempo, no había lugar para abrir la puerta y la casa tenía 50 metros de fondo y casi 10 de frente; hablabas en el living y se escuchaba en el comedor y en las piezas; además no había seguridad ni siquiera de cuáles eran las paredes que en definitiva iban a quedar, cuáles se iban a salvar de la maza y el cortafierros del psicópata. Teníamos (mi papá tenía, como ya te dije que le sigue gustando que le digan) una casa que no “casaba”, no “cerraba”, no te protegía. El único que decía a quién y cuánto proteger era mi viejo. Estar protegido era ser un vago de mierda.

          Estando muerto, estando jugado, ya no puedo iniciar una nueva vida, porque la que tenía la mataron y ahora soy sólo residuo. Así que, visto este panorama, tendría que haberme transformado en un salvavidas de plomo de los que tanto mal me hicieron, y como no lo hice y me fui, me equivoqué, no me tendría que haber ido, tendría que haberlos hundido como pueda, no sé, contagiándoles algo, destrozándoles toda la casa para que vean cómo quedó mi cabeza, romper cada uno de los vidrios, los juegos de copas, los platos, los cuadros, tajear todos los muebles, romper las puertas, reventar los cajones, aplastar las jaulas con los pájaros adentro, explotarles los autos, quemar la ropa, quebrar el inodoro donde no me dejaban pajearme, llenar todo con mi sangre. Hundirme yo, muerto y hecho mierda por ellos, pero agarrado a ellos para que se hundan también, y reírme con los últimos restos de oxígeno mientras la porquería enferma que me anuló se muere conmigo y por mi culpa. Pero mis amigos tenían razón, no tengo huevos, apenas escribo. Me equivoqué, me fui al campo, mientras ellos se iban a recorrer el mundo, lo más dichosos, con la guita que en los últimos años juntó mi viejo luego de convertirse en prestamista: hace unos meses, mi vieja me envió una carta (porque le dejé mi dirección cuando creía que sólo me iba por tres meses); la carta estaba escrita sobre un papel de mala muerte arrancado de un anotador, ni siquiera había emparejado la parte en la que se notaba que estaba arrancado: el papel tendría unos diez centímetros de ancho por doce de alto. Me decía con faltas de ortografía: "Me voy a hacer un viaje por China, Kuala-Lampud [sic] y no sé qué otro lado", ni siquiera sabía adónde iba. "Sabés que estamos para lo que necesites", decía, boba de mierda, mentirosa; tenía miedo de que se cayera el avión y era como que se despedía con esa piltrafa de anotador de teléfono. La carta le salió un peso, ni siquiera pidió aviso de retorno, nada, la tiró a la buena del correo a ver si la recibía, pero ella se quedaba tranquila que antes de la muerte le había hablado al hijo, animándose a hacer algo a espaldas del psicópata, pero animándose con ese estropajo todo borroneado y más pequeño que una cédula de identidad, cagona de mierda, mala persona.

          Tendría que haberme quedado para envenenarlos moralmente durante cada segundo de los 20 años sanos que me quedan. Ahora vendrán épocas de hambre, de soledad y de miseria, y te aseguro que no me estoy haciendo el pobrecito. Hasta que tenga un mango voy a pagar Internet y seguiré publicando estos papeles fecales, pero cuando todo se me acabe será el triunfo de la porquería, la injusticia de mi muerte. Y ya sé que para la gran mayoría de la porquería me habré muerto “porque yo quise”, como si pudiera elegir. Pero créanme, no sé si es por la anemia, no sé si es porque no aguanto más psíquicamente, desde el fondo de mi corazón te digo que ya no puedo más pelear, como cuando siento que me viene el cansancio porque mis glóbulos son el 63% de lo que deberían ser. Por lo menos me vine a un lugar en el que no me pegan, o me pegan boludamente como esta tarada que porque se pensó que yo le iba a sacar el afecto de los parientes del muerto organizó un chismorreo de provincia para que no me hablaran más. Esos golpes son picaduras de mosquito, son pelotudeces de ignorante porque es cierto, te aseguro que en la provincia son muy retrasados, hacen bien todos en irse para Buenos Aires. Pueblo chico infierno grande, pero es porque acá o sos policía o sos bombero o sos concejal o sos mozo o sos almacenero, y habrá uno o dos estancieros; el resto es lo mismo que El Casamiento del Laucha de Payró, pero en vez de caballo, Fiat Uno o algún Volkswagen viejo. No sabés el asco que me da que acá las minas se mueren por los tipos con uniforme, sean “milicos” o sean choferes del Rápido Argentino, se embarazan antes de los veinte seguro y después de los 13 bastante probablemente, los padres son más que nada policías, es un asco. En ese ámbito estoy, para siempre, ahora que no me puedo volver porque no tengo guita. Y me equivoqué, tendría que haber muerto matando a los que me mataron, como hacen los hombres de verdad, como hacen esos que escupen antes de que el tirano los fusile.

          Ya sé, ya sé, hay cosas peores, ya sé. Y además cualquiera que leyó el libro de Sibila Lacan sabe de qué se trata, no es nada nuevo. Pero yo ésta no me la banqué, y te aseguro que vos tampoco te la hubieses bancado si te hubiera tocado, cuatro décadas seguidas, vos, que si no tenés café Dolca instantáneo (y no otro) no vivís. Si te hubieses quedado solo, porque nadie es mentalmente capaz de entender tu tragedia. Quiero ver qué te pasaría si no pudieras sentir placer porque tus propios padres te enseñaron que no tenés derecho, si nadie te quiere, si ninguna caricia te es suficiente porque te falta la caricia esencial o porque no podés confiar en que el que te quiere se quede, a ver cómo estarías llorando al oído de los que les interesa un pito escucharte pidiendo justicia, y no cualquier justicia, sino justicia retributiva, el Talión, el ojo por ojo, que se mueran sufriendo los que te dañaron en forma irreversible y hasta que te mueras vos. Estarías buscando un cómplice que no vas a encontrar, a ver cómo te sentirías con eso, vos que decís que lo mío son pavadas porque no me violaron, vos que te llega una boleta con diez pesos de más y saltás a llamar a los noticieros, vos que querés electrificar la cerca para que no se acerquen los negros si tuvieras que vivir con los negros.

          Así que me equivoqué, tendría que haber muerto con la causa, aunque me caiga antes de anemia o de otra cosa, por ejemplo de nuevas humillaciones. Pero bueno: así como era un niño ingenuo y me pisotearon, así como fui un joven brillante y me abusaron, así como fui un adulto triste y se nefregaron, así también seré un viejo hecho mierda y al final me voy a morir también, pero sin obra social, sin un carajo, hasta que venga el olvido y se vaya todo a la putísima madre que los parió, que es de donde lamentablemente viene toda la porquería que a lo largo de los años sólo me provocó daño y rencor.

          Por eso, por ese error inaceptable, por esa cobardía mayúscula producto de mi debilidad, no pasa un solo puto día sin que me mortifique por cada episodio en el que perdí la vida a manos del psicópata y de la complacencia de los demás; no amanece un conchudo lunes martes jueves domingo sin que me despierte proyectándome la película de mis abusos cuya única solución es la venganza material; y es por esa persistencia en la sequedad y el dolor que, si a alguien se le ocurre por ejemplo quererme como a un tipo normal, la mayoría de las veces, como un torturado que acepta el agua mugrienta del verdugo a cambio de doce mil golpes como si fuera un esplendor, me miento que ese amor puede ser la puerta para el cambio dichoso de mi vida terminada y el olvido de lo sufrido, y me da tanta, tanta alegría, que me estalla el corazón y empiezo a brindarme con intensidad inusual, como si fuera un bebé feliz, aunque para el otro todas las veces sea demasiado y se termine yendo para siempre.

martes

Creo que me equivoqué (II)

          Como se puede apreciar, mi padre construía un espacio TOTAL, fuera del cual no había nada. Producto de su psicopatía era también su autoritarismo, y entonces todo disenso importaba una “aparición” en ese mundo homogéneo, aparición que debía “desaparecerse” en seguida, bajo pena de continuación del conflicto hasta que tu propia alma se retorciera de culpa. Pero ojo, vos podías no estar de acuerdo en algo que era realmente una pavada y el tipo ya se ponía loco. Y yo también me ponía loco, pero porque todos los demás (por caso, mi madre muda, mi hermano y mi hermana) o se quedaban callados o avalaban lo que decía mi viejo, por más que fuera la mentira más absurda. Por ejemplo, un día nos pusimos a discutir sobre lo que significaba la palabra “guion” y la palabra “argumento”. Mi viejo, que había encontrado otra ocasión para mortificarme, empezó a decir que era lo mismo, sabiendo no sólo que no quería decir lo mismo, sino además que lo que él dijera iba a ser considerado verdad, aunque fuera mentira, y que como yo iba a decir otra cosa, iba a quedar como un loco que decía CUALQUIER COSA y que no había que escucharme, que tenía problemas mentales. Yo le decía: “no, mirá, papá, el guion es esto y el argumento es esto otro; el guion contiene al argumento”. Pero mi papá seguía diciendo que eran lo mismo, que yo complicaba las cosas al pedo producto de mi cerebro retorcido. “No, papá”, insistía yo, “hay diferencias entre ambos conceptos. Vamos a buscar en la enciclopedia”. “Andá vos -decía el psicópata- porque es lo mismo y yo no voy a ir al pedo hasta allá” y ahí le pedía un pedazo de queso a mi mamá, que no opinaba y se levantaba a buscar el queso que mi papá comía de postre. Yo entonces traía dos tomos de la enciclopedia: el Tomo I que tenía la voz “argumento” y el tomo creo que V o VI que tenía “guion”. Y ahí nomás me ponía a leer. Mientras yo leía mi papá subía el volumen del televisor o le decía algo a mi mamá y mi mamá le contestaba. “Eh, pará, respetá que estoy leyendo”. “Leé para vos” decía el hijo de puta, y ahí me agarraba una angustia terrible, porque ya me daba cuenta de que jamás me iba a dar la razón, y que tanto la razón como la verdad eran categorías que él construía con la anuencia obligada de los demás, principalmente de la muda. Bueno, resultó ser que justo en la palabra “guion” el artículo traía la diferencia con el “argumento”, y ahí lo leí en voz alta, mientras mi viejo ponía cara de que no lo estaba dejando escuchar la televisión. Y yo como un tarado de catorce o quince años me empeñaba en tratar de que se consolide una posición que no le importaba a nadie. Mi hermano se iba por ahí, terminaba de comer, se aguantaba un eructo y se iba, y mi hermana se levantaba de la mesa y mientras yo estaba leyendo ella también decía “chau”, y luego, mientras yo seguía leyendo, le contestaban, sobre todo mi viejo y en voz altísima: “Chau querida, cerrá la puerta y no hagas ruido mañana cuando te levantes que tu madre tiene que descansar”. Mi mamá simplemente “estaba”, sin decir nada, y miraba el televisor con cara de vaca que ve pasar los autos de la ruta. Yo decía “¿me escuchás?” empeñado en que “guión” no era lo mismo que “argumento”, mientras mi viejo se tiraba agresivamente pedazos de queso en la boca como si fuera un orangután y me daba a entender que quería escuchar lo que decía Pérez Loiseau. Entonces yo leía, por sobre o debajo de la música de las propagandas, que es donde se sube más el volumen: “Suele confundirse el guion cinematográfico o teatral con el argumento, que es la trama en virtud de la cual se elabora el libro y luego el guion, pieza que consta de diversas indicaciones de escenografía, movimientos de personajes y otras acotaciones de valor para la representación de la obra”. Y ahí él me decía: “¡Ja! ¡Ahí tenés! ¡Te maté! La enciclopedia dice lo que dije yo.” Y yo le contestaba “¡Pero no! ¿No ves que dice todo lo contrario?” “Basta –decía él- no me rompás más las pelotas y guardá la enciclopedia donde estaba”. Yo me enfurecía, le preguntaba a mi vieja cuál era su opinión al respecto y me decía “no sé, pienso que si tu padre piensa que es así, debe ser así”. “No, no, mamá –decía yo- VOS qué pensás, no papá, o sea decime si el libro dice lo que dije yo textualmente o lo que papá dice que dice” y ahí mi viejo gruñía, frunciendo agresivamente el ceño: “Mmmmmmmmm basta querido, basta, andá a guardar la enciclopedia, andá”, “No, no, porque ahora quedo como un loco yo”, y entonces mi papá le preguntaba a mi mamá en voz más baja: “¿el derecho o el izquierdo?”, que todos sabíamos que significaba de cuál de los dos testículos había salido el polvo al pedo que se había echado cuando me engendró a mí, porque en una discusión anterior me lo dio a elegir a mí así en esos términos. O sea, fijate que en todo esto mi viejo ponía en tela de juicio mi capacidad de leer, porque decía que ahí no estaba escrito eso que yo estaba leyendo, yo que tenía 10 en todo, y los demás o no les importaba o le daban la razón. Es decir que se creaba una “para-realidad” que en la percepción alocada que reinaba era la realidad misma, y la realidad “real” era en ese dibujo mi locura, y mi descripción de esa realidad “real” me calificaba como a un loco. Y todo esto es nada más que una de las millones, una que me acuerdo ahora, pero hay mucho más crueles, que por algo (quizás por defensa personas) no logro que suban al conciente.

          Ahora que lo traigo, el asunto de la locura era también un tópico especial. Porque mi viejo, que decía que había estudiado hasta tercer año de medicina y que no pudo seguir porque su madre lo obligaba a trabajar debido a las deudas que contraía su padre que se iba a jugar con amigos y a emborracharse, mi padre desde que yo tenía cuatro años me diagnosticó una esquizofrenia paranoica. Desde los cuatro años. Todo vino de una vez que yo me quería quedar a dormir en la casa de mi abuela -la que decía que yo era su mejor nieto- porque me daba el afecto que no me daban mis padres. Mi viejo, incapaz de tolerar que el afecto de su madre que él había reclamado durante más de tres décadas me lo brindara a mí, puso el grito en el cielo y me fajó. Repito que yo tenía cuatro años. Bueno, la cosa es que a partir de ahí mi padre proclamaba todas las veces que se daba la ocasión que yo estaba afectado de esquizofrenia y paranoia a la vez; y claro, si todo lo que decía él era verdad, entonces eso también era para todos aquellos enfermos la verdad absoluta. No hay que olvidarse de que mi madre no aportó jamás una opinión acerca de ninguna cosa, y el día que opinaba lo hacía del mismo modo que se lo había escuchado alguna vez a mi padre, y con las mismas palabras y la misma construcción sintáctica, idéntica (por eso hoy en día me molestan tanto los chupaculos, los mataría como no pude matar a la estúpida de mi vieja). Entonces por ejemplo nos sentábamos a la mesa a comer la comida que mi papá nos hacía saber que era suya y que la recibíamos por gracia de Él, y en cuanto yo no estaba de acuerdo con algo, comenzaba diciendo que yo tenía “los valores morales alterados”; y como yo persistía en mi posición (pero ojo, mi posición podía ser “me gusta el tenis” y que mi papá dijera “el tenis es el deporte blanco, a vos te tiene que gustar el fútbol o cualquier otro deporte”) ahí mi papá saltaba con que yo era un esquizofreno-paranoico. Además se lo contaba a otros miembros de la familia, que era la familia carnal de él, porque debo aclarar que en cuanto se casó, mi madre dejó de frecuentar a la suya, la abandonó casi completamente para dedicarse a mi padre y a su familia. Mi tía (ya nos estamos refiriendo a todos parientes que vienen de la rama carnal del psicópata) es una hueca que tuvo la suerte de casarse con un despachante de aduana que la hizo tener mucha guita en su momento, una mina incapaz de comprometerse con nada y menos conmigo, que en el discurso hegemónico de mi papá era un esquizofreno-paranoico. Entonces era el auge del psicoanálisis y mi tía, en vez de desenvolver un discurso crítico (porque era EVIDENTE que yo NO ERA ni siquiera un tipo con rasgos esquizoides de ninguna naturaleza) le sugería que yo fuera al psicólogo, y el hijo de puta le contestaba delante de mí que yo lo que tenía que hacer era ir a laburar en las vacaciones, a propósito, para escarnecerme (ojo, yo tendría unos ocho años). Me acuerdo un día en el que la tía había venido con nosotros no sé por qué y a mí me agarró un ataque tal de llanto que decidieron que me llevarían al médico para curarme la esquizofrenia, pero mirá hasta dónde llega la perversión del hijo de mil puta que ese día de angustia descontrolada me sacó una foto obligándome a reír en medio del llanto; y después decía que la foto había salido hermosa, pero que mejor había salido mi hermana porque era más sencilla que yo en su manera de ser.

          El caso es que mi mamá me agarró un día de la manito y me llevó... ¡al médico clínico! ¡Porque mi papá decía que yo era un esquizofreno-paranoico! Te aclaro que mi mamá es MAESTRA y que para recibirse de maestra tuvo que estudiar algo de psicología. Pero desde que empezó a salir con mi viejo, como ya te conté, claudicó totalmente, se dejó absorber la personalidad, y las verdades que antes provenían de los libros de texto comenzaron a emanar de los antojos autoritarios y del pene de mi padre. Bueno, así que después de como dos horas de batería de preguntas –que yo contestaba al borde del llanto- el médico le terminó diciendo, como era de esperar: “Señora, el niño no parece tener nada. Si quiere le podemos hacer un electroencefalograma”. Mi vieja por supuesto le dijo boludamente “lo voy a consultar con mi marido”, que terminó diciendo que el médico estaba equivocado, pero no me mandó a ningún otro médico ni psicólogo ni psiquiatra, y se limitó a torturar mi infancia generando culpas con cada uso de mi libertad que yo hacía, a veces sin darme cuenta.

          Entretanto mi madre iba haciendo comidas cada vez más refinadas para agradar a mi padre demostrándole que cocinaba bien, y se acentuaba día a día, mes a mes, año a año, el texto oral irrefrenable de que en casa no faltaba nada, que éramos privilegiados con respecto a otros. Mi viejo seguía construyendo ese discurso epopéyico que te conté, a veces con cuestiones absolutamente inverosímiles. Me acuerdo una vez, siempre después de comer, que había que escuchar esas historias que sin embargo te atraían por el carisma que él tenía, pero que una vez analizadas un segundo te dabas cuenta de que eran todas mentiras. Una vez, te estaba diciendo, contó que la primera casa que alquilaban o que compraron era muy pero muy pobre, y él se puso a arreglarla junto con mi vieja que estaba embarazada de mi hermano –yo ya había nacido, yo estaba afuera de la historia-, mi vieja zarandeaba escombros para aprovechar el polvo o qué sé yo qué y mi viejo ponía mientras tanto unos azulejos no sé si en la cocina o en el baño. Entonces él decía que estaba tan cansado que se cayó de la escalera, pero como no quería dejar de trabajar, A MEDIDA QUE SE IBA CAYENDO DICE QUE IBA HACIENDO RETOQUES EN LOS AZULEJOS QUE YA HABÍA PUESTO, y se jactaba de esa anécdota imposible (que él decía que era verdad) como contando una historia mayúscula, pero ese absurdo era creído por todos, que se regodeaban con el aparente martirio (mentiroso) del hijo de puta y no decían ni mu, internamente vivían el superhombre. Nuestro bienestar, entonces, quedaba forjado a partir de ese esfuerzo sin límites de mi padre, que ponía azulejos mientras se caía, que no dormía, que vivía en la mugre para que nosotros vivamos entre algodones. Yo le decía “papá, es IMPOSIBLE que mientras te estés cayendo sigas poniendo azulejos, porque hay un instinto primario que hace que te defiendas de la caída con las manos por lo menos”, y entonces mi viejo me mandaba a la mierda, mi mamá se levantaba e iba a llevar los platos a la cocina, mis hermanos decían “bueenoo” y se iban a pavear por ahí, y por consiguiente se terminaba la conversación, y mi viejo comenzaba a decirme todo lo que yo era y lo que yo no era, ahora que había comido y que tenía la panza llena.

          Y así hay miles, algún día las voy a escribir todas, como cuando me dio un cachetazo violentísimo siendo yo ya grande porque le dije algo con lo que él no estaba de acuerdo, como cuando no sé quién llamó por teléfono y él le dijo “aquí estoy, hablando con la mierda de mi hijo”, como cuando me comparaba con el hijo de un comerciante amigo de él que se había comprado una moto y yo me la pasaba sacándole el polvo a los libros y así me iba a morir, como cuando me comparaba con el perro y me decía que el perro era más inteligente que yo, porque agradecía el bocado que le daban y después se buscaba una perra, que es lo que tendría que hacer yo (lo hacía subir a la mesa y lo acariciaba como a un hijo, sonriendo levemente), como el día que por no pegarme a mí partió el teléfono de un sillazo, como las veces que trató mal a mis novias, a mis amigos (mi padre no quería que yo tuviera amigos, porque dice que le hacían acordar a los amigos del suyo que había que mantenerlos mientras ellos se morían de hambre, porque mi abuelo se los llevaba a dormir a la casa por largas temporadas, parece). La violencia moral era tan grande y persistente que me horadó el cerebro y jamás pude llevar una vida normal. Mis hermanos sí, porque el que sintomatizaba por todos era yo, y además mi viejo lanzaba su furia psicópata solamente sobre mí, por todo lo que te conté de las cuestiones con su vieja. Mi hermano, por ejemplo, era visto por el enfermo como víctima de una injusticia que consistía en que todos se fijaban en mí porque su madre lo decía y porque era inteligente. Entonces, lentamente, comenzó a ensalzar la figura del hermano del medio, mi viejo comenzó muy de a poco a alentarlo –como jamás me alentó a mí- en pavadas tales como mirá qué bien que clava los clavos, mirá este chico sin estudiar tanto las notas que se saca (acordate de que yo me sacaba diez en todo, también partiendo de la nada y con un marco anímico adverso), seguía con que mi hermano era por lo menos un macho de verdad porque se agarraba a trompadas en la plaza, un tipo que ponía empeño para tocar el piano y al final sacaba la pieza (aunque carecía de talento: fijate que mi hermano empezó estudiando piano y terminó vendiendo pianos), seguía con que mirá qué buen comerciante que es cómo se fija en todo (no te olvidés de que mi papá era también comerciante de muebles) y así se fue forjando una unión enferma (tampoco te olvides de que mi viejo tiene atrofiada la esfera afectiva de su estructura psíquica, así que no lo podía querer) que tuvo su pico máximo, luego de muchas injusticias que no vienen al caso, un día de hace muchos años en que mi hermano se fue a vivir con la novia a una casa que se compraron juntando los sueldos y pidiéndole guita a él. Te voy a contar la historia porque es grotesca y muy dañina.

          Resulta que a mi hermano el padre de la novia lo había echado de la casa, porque le gustaba más el novio que tenía antes la chica. Así nomás. La mamá de la chica esta había supuestamente apoyado la decisión. Así me lo contó mi hermano la noche que lo echaron, llorando. Bueno, yo juré que el día que llegara la ocasión iba a tomar alguna medida contra ese deshonor que le habían hecho. Ese día llegó como tres años más tarde, precisamente cuando escrituraron la casa. La vieja de la chica vino a brindar con nosotros y el padre no vino porque estaba recaliente que la nena se le iba con el gordo asqueroso que es mi hermano. Así que yo brindé así nomás y me fui. Al día siguiente le dije que había brindado así nomás y me había ido por lo que le habían hecho a él en esa casa y por lo que le había prometido fielmente aquella vez en que él me lo contó llorando. Bueno, para qué. Fogoneado por la preferencia de mi padre y agrandado como sorete en kerosén porque se había comprado una casa con la novia, comenzó inconscientemente a sintomatizar del modo que mi viejo le había ordenado: me dijo que qué me metía en su vida, que qué carajo tenía que andar diciendo y que si no quería brindar que no brindara y que me fuera. En un punto me dijo: "mirá, mirá lo que sos", porque yo todavía no tenía ni guita ni casa, yo daba clases particulares por dos mangos la hora. Al mismo tiempo, mi papá iba intercalando frases como “qué lección de amor”, “mirá cómo lo está revolcando al otro”, “mirá este hijo de puta –por mí- cómo le está arruinando el día al hermano” y nada que ver, yo le decía que yo qué sé, me parecía bien que se hubiera comprado una casa, pero que yo no iba a estar en la misma mesa con gente que le había hecho mal a él; yo cumplía mi parte del pacto que él me había pedido muerto de angustia. Pero no hubo caso, el concubino se la pasó gritándome, yo me puse a llorar y mi viejo aprovechó la movida para meterse en la conversación sin que nadie lo llamara, a favor de mi hermano. Nos peleamos tanto que esa noche yo dormí adentro de un auto que tenía, estacionado en la vereda. En tanto, se selló la alianza entre mi padre y mi hermano, que es la otra persona que antes te contaba que se lleva perfectamente con él, porque es un beneficiado relativo del orden total que impone el hijo de puta. No sabés hoy en día cómo le alaba la mujer, los hijos, y si vos los ves, mirá... qué sé yo, será que me da asco la mediocridad también, pero eso ya es un problema mío. Al regresar de dormir en el auto mi viejo me echó de la casa (hay que aclarar que un discurso recurrente en él hacia mí era “si no te gusta lo que hay acá, te vas; en esta casa se hace lo que yo digo, y al que no le gusta, viejito...”; y no te olvides que desde chico me enseñó que fuera de esa casa yo me iba a morir de hambre, porque no tenía capacidad para ganarme la vida. Una encerrona de hijo de mil puta). Yo no me fui porque no tenía adónde, y entonces el tipo no me habló como por seis meses. Con mi hermano no, con mi hermano por ese problemita estuvimos 11 años sin hablar, sin que ni mi viejo ni mi vieja se metieran en nada para solucionarlo, porque así le parecía a mi papá que las cosas estaban bien, y por supuesto la tarada de mi vieja no iba a decir otra cosa que no fuese ésa; en realidad no decía nada, ahora vas a ver.

          Me acuerdo que en ese momento yo tenía una novia que me decía: “Escuchame, no te habla nadie en tu familia”, y yo no sabía qué decirle. Se lo dije a mi vieja: “che, hasta mi novia me dice que ustedes no me hablan, cualquiera se da cuenta de lo que están haciendo”, y la imbécil me contestó (estaba planchando, me acuerdo): “mirá, cuando haya que decirte algo se te va a decir”. ¡Hija de mil puta! Claro, mi papá le había dado la orden de no hablarme, ¡y ella, la madre, no me hablaba! ¡En psiquismos normales y en esa situación, la madre lo manda al carajo al padre! Pero esta tarada no. Bah, a veces pienso que no es ninguna tarada, que así arrastrándose en el lodo de mi viejo conseguía su propia supervivencia, y que ésa era la forma de sacar la cabecita por el río de bosta que le había deparado la providencia, ahí tan cerca de Parque Chacabuco en los ’40 y los ’50, con un padre tosco y privado de capacidad de amar y una madre despojada de casi todo. Hasta me da pena a veces, te juro, pero mientras tanto me sigo cagando en mí, sin saber otra cosa qué hacer.

          Y mirá el daño que me habrá provocado ese episodio que ni siquiera cuando se dieron las oportunidades de que me hablen me puse contento. Porque mirá: lo primero que me dijo mi viejo después de no decirme nada por un montón de meses fue “llevame al hospital que me pegaron un tiro”, porque lo habían asaltado y le dieron un tiro en el brazo. Creo que en ese entrevero él mató al ladrón y, por eso, otro que venía con él le disparó, pero él alcanzó a desviar la bala con el antebrazo. Ni se murió ni fue en cana ni nadie le preguntó nada, mirá qué invulnerable que es el hijo de puta. En cambio mi hermano lo primero que me dijo 11 años después del quilombo ese, 11 años durante los cuales no me habló y se regodeó en mi caída, fue “Escuchame, estoy medio nervioso, porque pasó una desgracia hace media hora... no sé cómo explicarte... un juego del parque de diversiones del Abasto le quebró dos o tres vértebras a mi señora y no sé si va a volver a caminar... quiero que te hagas cargo del juicio”. Mirá vos cómo la necesidad tiene cara de hereje. Ahí mi viejo tomó una participación activa, me llamó por teléfono y me dijo: “tenemos que estar todos unidos por tu hermano... lo tenés que ayudar porque lo que está pasando es terrible...” Seis meses después, cuando le conseguí una indemnización de miles de pesos, mi hermano decidió no decirle nada a nadie, no sé por qué, muy probablemente guiado por su enorme egoísmo. Entonces lo llamé a mi viejo y le conté, sin decirle la cifra, que ya estaba solucionado lo de mi hermano, y que aquella solidaridad que me había pedido, a pesar de las diferencias de criterio que teníamos desde hacía 11 años (por otra parte, por culpa de él), había funcionado a la perfección y estaba todo resuelto y la esposa curada. “Ah, no sé”, me dijo el hijo de mil puta, que jamás iba a reconocer que yo hacía algo bien, “no sé, eso es algo entre tu hermano y vos, a mí no me interesa”. La reputa madre que te re mil parió.

          Y en la próxima y última entrega vas a ver por fin por qué creo que me equivoqué.

lunes

Creo que me equivoqué (I)

          Te voy a contar mi historia, aunque ya sé que a la larga me vas a decir que hay peores y que yo sufro de nada y que sin ir más lejos lo que te pasó a vos fue peor. Tengo un padre psicópata grave, cuya madre es psicópata grave, hija a su vez de un psicópata muy grave, un tipo que era inmigrante y se hizo pasar por judío para que le dieran una fracción de tierra en Santa Fe hace unos cien años. Como la víctima con la que un psicópata se ensaña más suele ser otro psicópata, mi abuela (o sea la mamá de mi papá) lo mandó a la mierda por un millón de cosas que le hizo, lo dejó todo y, ya con dos hijos, se fue a la Gran Ciudad a llevar una nueva vida. Era la década de 1940 y Perón enamoraba a todos: vos para la década del ’80 abrías el armario en la casa de mi abuela y aparecía la foto del General del brazo con Evita.

          En resumen, y para no ahondar en detalles de hace tantas décadas, mi abuela victimizó principalmente a dos personas: una fue mi padre (a quien por razones que sería muy largo contar acá le hizo pagar las culpas del exilio, ya que era el primogénito) y la otra fue mi abuelo, es decir, su marido, que no era un psicópata pero era un bohemio, y así una vez por ejemplo se fue no sé cuántos años a Miramar, abandonando a todos. Con decirte que mi abuela se puso la familia al hombro según se dice ahora y cosía, criaba gallinas para venderlas, cagaba a palos a los hijos, juntaba pesito tras pesito, los escondía para que mi abuelo no se los jugara a la quiniela, limpiaba casas ajenas, etc., una mierda. En su puta vida le hizo una muestra de cariño a mi papá, que así fue construyendo su psicopatía -en razón de que su esfera afectiva, con un padre que además de bohemio y abandonante era alcohólico y una madre más dura que el granito que le hacía doler cuando lo peinaba y no le hacía una puta caricia, su esfera afectiva vino siendo menos cultivada que un potrero de Palestina desde el mismo momento de su concepción-.

          Mi papá se peleó un millón de veces con mi abuela, porque tenía los mismos huevos que ella y entonces le reclamaba afecto peleándose. Y mi abuela le daba afecto llenándolo de comida y exigiéndole (según él) el sobre completo con el sueldo, que ya empezó a cobrar tipo a los once años porque mi abuela según esta versión epopéyica (propia del discurso psicopático), lo mandaba a trabajar forzosamente porque si no nadie comía, o sea que para mi papá él empezó a mantener la casa desde los once años. Por eso cuando conoció a mi mamá tardó siete años en casarse, cosa que antes no se hacía. Ya constituido como psicópata grave, mi papá no sufría ninguna culpa de todas las que le echaba mi abuela día a día (no hay que dejar de tener en cuenta que mi abuela veía y sigue viendo en mi padre a un reflejo del suyo: para mi abuela su padre era un hijo de puta y su hijo lamentablemente le había “salido así”, lo que nunca va a saber es que los tres sufren de la misma alteración psíquica y por eso se ven como objeto de sus actitudes psicopáticas, salvo mi papá con su abuelo, con quien se alió para matar a su madre, metafóricamente hablando). Mi viejo, además, tiene una contextura física privilegiada (como también se da en muchos psicópatas), una inteligencia muy desarrollada y un ámbito volitivo desproporcionadamente hipertrofiado: entonces, como es típico de su sintomatología, construía y destruía todo el tiempo. Por ejemplo, se compró un terreno y lo desmontó y construyó una casa entera; trabajaba acarreando muebles de lunes a sábados (muebles que él vendía por su cuenta) y los domingos se iba a hacer la casa, y mientras tanto en nuestra casa (bueno, a mi padre le sigue gustando decir que es nada más que de él) por lo menos durante veinte años había que pisar arena porque por ahí te levantabas a las siete de la mañana con los martillazos de que mi viejo había tirado una pared entera para construir otra y revestirla de madera que él cortaba, previo hacer toda una instalación eléctrica adentro de la pared nueva, porque supuestamente los caños de la pared vieja estaban todos podridos y un día “tu madre” se va a electrocutar, decía el culpógeno hijo de mil puta vestido con un overol lleno de portland y con la cara cubierta de polvo de escombro.

          Mi madre es un caso aparte. El papá de ella no tenía las tremendas carencias afectivas del de su marido, pero no estaba muy lejos. Hijo de un inmigrante italiano iletrado que lo hizo trabajar de albañil antes de los diez años, llegó hasta cuarto grado y habló toda la vida (hasta los 64 años en que murió del corazón, reventado de laburar como un caballo de calesita) con un cocoliche mejorado, a pesar de que él sí era argentino. El tipo también tenía un insoportable vigor enfermizo que lo llevó a instalar una ¡fundición de bronce en el jardín de la casa! O sea que nunca más jardín y para siempre olor a incendio, olor a fierro derretido; las manos de mi abuelo no podían acariciar porque estaban hechas mierda, así que a mi mamá tampoco la acariciaron, porque mi abuela materna padece de una abulia abismal que le impide manifestar cualquier cosa, sea placer, dolor, hambre, asombro, etc. Creo que antes de tener que decir "tengo miedo" elige mearse encima y no contárselo a nadie. Para colmo, unos parientes de no sé dónde a quienes los habían echado de la casa por no pagar el alquiler, le pidieron prestada por tres meses a mi abuelo una habitación de la suya, hasta pasar la tormenta; pero dicha tormenta terminó durando ¡catorce años!, muy pasada la adolescencia de mi vieja, a quien decían que un día iba a volver con el bombo y esas cosas. Además mis abuelos maternos eran bastante sucios: mi mamá siempre se quejaba llorando de que la mamá no le compraba bombachas y que ella tenía que ahorrar moneda sobre moneda y limpiarse ella las dos o tres que tenía, y que cada vez que venía de la calle con una bombacha nueva los “vecinitos” parientes murmuraban que a alguien seguramente se la quería mostrar.

          O sea que se las querría mostrar a mi papá, porque mi mamá lo conoció a los quince años. Te imaginás lo que fue para mi vieja que alguien la quisiera (lo mismo que es hoy para mí que alguien me quiera, no sabés cómo lo vivo), y lo que fue para mi papá que una mina se le entregara devotamente, con la caricia que la madre no le había dado nunca, pero apreciada ahora solamente desde el punto de vista sexual. Este año se cumplen cincuenta años de que se conocieron y yo jamás escuché que mi vieja le dijera que no a mi papá, salvo que mi papá dijera antes que no, entonces mi vieja repetía (y sigue repitiendo): “no”. Fácil es deducir que para mi mamá fue y es mucho más importante el vínculo con mi papá que el vínculo con los hijos, como debería ser normalmente. Esto también es parte de su patología.

          Y ahí es donde vengo yo. Resulta que vengo a ser el primero de los nietos de mi abuela la mamá de mi papá, que es la que más importa en esta historia. O sea, soy el que inicia la nueva generación. Yo, fruto de ancestros con la esfera afectiva recortada, debería padecer de la misma psicopatía que mi abuelo paterno, mi abuelo materno, mis abuelas y mi padre. Pero no, La verdad es que tengo una esfera afectiva sobredimensionada, una inteligencia algo más de lo normal y una esfera volitiva decididamente menor a las otras dos. El destino negro de esta combinación explosiva (vago, llorón y con labia) se potenció el mismo día de mi nacimiento, en que mi abuela paterna comenzó a manifestar por mí el cariño que jamás le dio a mi padre. O sea, la primera vez que mi papá percibió a su madre como “madre afectiva” fue cuando yo nací, y hasta capaz que la vieja lo hizo para joder a mi papá, es decir, al viejo de ella. Y como es una psicópata grave, lo hizo durante muchísimos años, diciendo a los cuatro vientos que yo era su “nieto preferido”.

          Te imaginás la revolución psicogenética de mi papá. Durante todo lo que siguió de su vida, a la par de tirar paredes y reconstruirlas, de romper lo que no estaba roto, arreglar lo que rompía y destruir lo que arreglaba, hizo lo mismo pero conmigo. Como yo le había arrebatado su amor esencial, comenzó a apreciarme como una especie de ladrón de lo que nunca tuvo; y como esta apreciación la realizó solamente con su parte intelectiva y su enorme voluntad de King Kong deforestador de selvas y desprovisto de miedo (fijate que se le animó al Empire State), es decir, sin nada de afecto o con el poco que tenía, no dudó en reaccionar como reaccionaría un tipo inteligente con una voluntad de hierro que no siente culpa de sus propias actitudes ni del eventual daño que provoque. Así es que, desde mi más tierna edad, me denigró de todas las formas posibles, a salvo las delictivas, ante el silencio de mi mamá. No te voy a dar ejemplos, pero para resumir y que no suene tan terrible te cuento que me enseñó con minuciosidad, paciencia y trabajo de días y años que yo no tenía ninguna capacidad que “sirviera”, que las capacidades que yo tenía (leer, razonar, charlar, escribir, concentrarme, hallar soluciones a problemas de razonamientos, tocar instrumentos musicales, jugar al tenis, enseñar, explicar simplificando los fenómenos complejos en partes simples, adquirir vocabulario cada vez más crecientemente, conocer los fenómenos del universo, hacer especulaciones filosóficas, aprehender las esencias, aprender idiomas, resolver ejercicios matemáticos complejos, imitar personajes famosos, cantar, ganar en los juegos de mesa siguiendo las reglas y sin acudir a ardides, enfrentarme ingenuo a cualquier relación humana) eran todas de vagos cagatintas que no hacían un carajo, y que por eso yo estaba condenado a que me “comieran los piojos”, que yo “no estaba para las grandes cosas”, que yo era un “vago de mierda” y todas cosas por el estilo. Cuando pasé a la adolescencia, él preguntaba a los gritos qué carajo estaba haciendo yo en el baño, nada más que para humillarme. Mi inmóvil madre contestaba "No sé". Cuando se dio cuenta de que tenía condiciones para tocar el piano, me compró un piano y me mandó a estudiar, pero mientras yo practicaba los ejercicios ponele de Czerny, las escalas de sol menor y si bemol mayor una y otra vez, él también pasaba una y otra vez pero con carretillas llenas de escombros, producto de alguna construcción o destrucción, y me miraba con gesto de reivindicación, tipo “hijo de puta, yo te compro un piano y vos no me ayudás con los escombros”, pero cómo iba a cargar escombros si después no podía tocar el piano. A los parientes les decía que yo “ejecutaba la fría página del pentagrama”, a pesar de que me sacaba 10 en todos los exámenes, además de sacarme 10 en todas las materias del primario y del secundario. De más está decir que abandoné piano, ¿no?

          También había otras formas de humillación y de opacamiento de mis capacidades. Por ejemplo, no me daba un mango nunca, no porque no tuviera, sino porque claramente y a la vista de todos me decía que no me lo merecía; o cuando me daba había que agradecerlo como si fuera un sacerdote franciscano que se encontró una sandía enorme y con eso come tres meses entre rezo y rezo y se flagela la espalda con un látigo de siete puntas. Mi viejo había sido pobre pero él, gracias a su inquebrantable psicopatía neurótica obsesiva y libre de culpas, había hecho guita. Vivíamos en una casa enorme, pero no se podía jugar porque a la tarde dormía la siesta, o se ensuciaba todo lo que “tu madre con el sacrificio de que nadie la ayuda limpió para vos y para tus hermanos”. Porque, a pesar de que tenía plata, pagaba solamente una mujer para que viniera a limpiar una vez por semana la casa multidimensional y elefantiásica una mañana; el resto lo hacía todo mi vieja y con gusto, porque se lo decía mi papá.

          Por otra parte, había que agradecer todo. Pero todo es no solamente “gracias”, sino “gracias papá por el dulce”, “gracias por la manteca”, “gracias papá por traernos a comer”, “gracias por las vacaciones, papá”, “te agradezco que me hagas estudiar, papá” y así. Yo desde chico me rebelé a todas esas cosas, y ahí firmé mi sentencia de muerte, porque además mi viejo es un líder carismático y todo el mundo lo sigue, convencido de que lo que él dice es verdad. Por eso tal vez tengo tanta inclinación a mortificarme con lo que les pasó a los judíos en Alemania y tanto asco y miedo por toda clase de autoritarismo. Entonces yo me rebelaba y mi mamá ahí sí reaccionaba: se ponía a hablar sin parar dando razones de por qué mi papá era lo mejor que hay, como una autómata adoctrinada por el Kremlin, como una monja medieval, recitaba el decálogo de su devoción hacia el psicópata una y otra vez, “no te das cuenta de que las sábanas son de él, la comida que comiste recién es de él, los cubiertos son de él, esta casa es de él... tendrías que estar agradecido por todo eso, desde la miga del pan hasta las vacaciones, el auto” entonces yo le decía “bueno, mamá, pará” y ella llorando seguía: “el auto, la casa rodante, tenés cortinas en las puertas, tenés una habitación para vos y para tu hermano, tenés un living, una casa quinta que la hizo tu padre, y ¿sabés lo que él me dice cuando todos ustedes están durmiendo, después de cenar, bien comidos, sabés qué me dice? Me dice yo no quiero nada, todo es para ellos, me dice....” y lloraba creyéndose todo eso, y yo también entonces me largaba a llorar, tanto a los seis años como a los diez, a los trece, a los veinte, a los veinticinco. Sentarse a la mesa, con él en la cabecera, era garantía de que algún despelote iba a haber. Quiero aclarar que toda la supuesta guita que juntó se la está gastando ahora en viajar por el mundo con mi madre, la única persona que lo aguantó sin chistar. Bah, no es la única, hay una más, pero eso lo voy a contar más adelante.

          A mi vieja le gustaba, y le sigue gustando, esa sumisión, porque es un código de ese afecto que jamás habían tenido antes y porque la víctima del psicópata és también su "complementario", como dicen los psicólogos. La víctima "complementa" el impulso psicopático dejándose psicopatear (por ejemplo, dejándose humillar cuando el psicópata quiere humillarla), y esto también es producto de una patología: andá a saber si mi mamá no estará repitiendo esa invasión del jardín de su infancia, en el que en el lugar de las flores, las mariposas y algún perro simpático y travieso el hombre había encasquetado un horno de fundición que trabajaba día y noche quemándolo todo, y ella ahora lo repetía aceptando incondicionalmente la acción perversa de un tipo que también trabajaba día y noche y que le licuaba con el fuego de un aparente cariño la personalidad y el alma, y con ellas su autodeterminación. O quizás, como mi viejo es un psicópata carismático y ella es mujer, le encantaría ser sometida por alguien con tanta fuerza. Si algún día iban al cine, al día siguiente comentaban la película en la mesa, pero el estilo discursivo lo imponía mi papá. Por ejemplo, mi viejo decía “entonces él urde una trama para vengarse”. A los dos días vos veías que mi vieja recibía a mi abuela que venía de visita y decía: “No sabe la película que vimos el otro día con su hijo (y la contaba, y cuando llegaba a la parte en que mi papá había dicho “entonces él urde una trama para vengarse” mi vieja decía:) “claro, entonces él agarra... y urde una trama para vengarse”, y mi abuela no entendía nada, aunque estaba igualmente subyugada por la historia, porque mi mamá hablaba subyugada porque la había a su vez subyugado mi viejo cuando se la contó, a pesar de que la habían visto juntos. O sea, de la salida al cine a mi mamá le había gustado mucho más el hecho de salir al cine con mi papá, y la historia de la película la vivía plenamente recién cuando al otro día mi papá se la contaba, como si ella no hubiera ido con él.

          Otra cosa que pasaba era que mi papá la podía hacer llorar a mi mamá como quería, por diversión. El método que él usaba era una pavada: contar hasta tres. Decía “Mirá: uno... dos... tres... “ y chasqueaba los dedos. Entonces mi mamá lloraba. Cuando le conté esto a la psicóloga, la mina se entró a cagar de risa. “¡No puede ser!” me decía, creyendo que era una fantasía, un delirio producto de las múltiples patologías que me generó esa familia disfuncional. Yo le decía “no te rías, para mí es terrible” y ella me contestaba “ya lo creo, pero tenés que ver que es un juego entre personas enfermas”. Sí, pero mirá qué justo, eran mi papá y mi mamá. Y yo me enojaba con los dos cuando pasaba eso: mi viejo me decía que no me metiera y mi mamá, llorando, me decía “no te metás en las cosas que son de tu padre y mía”.

          Ya se hizo muy largo, así que voy a continuar en el próximo, dentro de uno o dos días, y ahí vas a ver por qué esto se llama "creo que me equivoqué".

viernes

LO DIJO ARS URBA

Todo ex PC que se precie, evoluciona a Greenpeace.


          ¡Y es verdad, boludo, es verdad! ¿Por qué no se mueren TODOS?


Y más adelante se me ocurrió otra de menor valor, pero que creo que no deja de ser cierta:


A cada pelotudo que le gusta Ricardo Arjona, le corresponde una simpatía por Ismael Serrano.


          ¿Viste que es cierto? No hay futuro. Hay mierda.

martes

Para que veas de verdad que la porquería es mierda, y acepta sin chistar el estado de cosas que la transforma en mierda.

          Mirá lo que hizo la clase media en Flores. Si querés llorar, llorá.






          ¿Ves por qué quiero que se vayan todos a la reputísima madre que los re mil reparió?

domingo

Dar vuelta la cara

          Ya sé que no estoy descubriendo nada, porque todo ya está descubierto; y esto, a la vez, tampoco es ningún descubrimiento. O sea, podemos llegar a combinar lo que ya hay y sacaremos algo como resultado que provendrá de esa combinación, como ser si agarro y cambio los muebles de lugar y después arranco una flor de algún lado, la pongo en un florero y meto el florero en el espacio libre que me quedó después de cambiar todo de lugar. O si le pongo más sal a algo que no me gusta y queda “rico” así como por arte de magia, porque tampoco la mayoría de la porquería se pregunta cómo puede ser que cambie el gusto, químicamente hablando, se contentan con que así está mejor y punto. Pero cosas nuevas nuevas, la verdad que no. Quiero decir algo así como que el agua está implícita en el hidrógeno y también en el oxígeno; que de “Todos los hombres son mortales” y “Sócrates es hombre” ni siquiera es necesario decir que Sócrates es mortal porque con las dos anteriores ya bastaba (y de esto también se dieron cuenta hace unos setecientos años, más o menos).

          O sea que, aplicando al caso concreto, que yo venga acá a decir que la porquería va a inventar cualquier cosa cuando no te quiere dar más bola, incluso los silencios más pérfidos y las mentiras que se le ocurran, tampoco es ninguna novedad. Pero bueno, pasa. Y tampoco es importante que pase, pero es así. Las cosas pasan, todo fluye y al final todo pasa y desemboca.

          La verdad es que el tema da para muchísimo, pero está tan trillado que en cuanto al tema específico, no van a ser muchos más párrafos. Lo cierto es que a veces uno mismo es un fenómeno demasiado complejo para la porquería, entonces la porquería –que solamente tiene escrúpulos para simular lo que no es- la porquería te aparta, aunque sea echando mano de animaladas sin razón. ¡Me ha pasado tantas veces! Desde tipos que pensaban que solamente “siendo” yo los iba a sacar de no sé qué lugar que ellos pensaban que tenían o que podían llegar a conseguir (porque ellos creen que, igual que en el ecosistema del pastizal, los lugares “se consiguen” o "se ganan"); desde pelotudos enamorados que en su enfermo paradigma les venía que yo les iba a sacar las minitas; desde minas uterinísimas que en un punto no me vieron nunca más como mancebo de sus gónadas y entonces chau; hasta ínfimos tipos y enormes boludos que pretendían no sé qué pequeña cosa y me la escondían cuando de alguna maneran lograban tenerla (ojo, un auto, una casa o un empleo, pero podía llegar a ser un pedazo de tarta, un cuaderno, un pisapapeles; me pasó con un pad para apoyar el mouse). Así entonces, sea por haber conseguido lo que querían (no lo que “deseaban”, sino lo que querían en ese momento), o por alguna otra razón por la que entendían que yo no les convenía más, de buenas a primeras me daban vuelta la cara, sin que yo les hubiera hecho nada, y yo ni siquiera encontraba argumentos para hacerle entender a nadie que eso estaba mal, porque por otra parte me convencía de que el sorete de persona estaba actuando en plenísimo uso y consciencia de su libertad, lo cual me parece que hay que respetar en todos los casos. Y de ese modo perdí muchísima compañía y con ella fui perdiendo al prójimo, aunque después trataba de consolarme diciéndome que en realidad no los había tenido nunca (ni a la compañía ni al prójimo); esas cosas que los psicólogos te enseñan y que es un mecanismo que se llama “racionalización” y que consiste en hacerse una versión peliculada, inofensiva y consoladora de lo que en verdad es una gran cagada que te pasó, porque si no tu psiquismo no lo toleraría y empezarían las fantasías suicidas.

          Y ahora que me acordé de ese ejemplo, te voy a contar el asunto del pad del mouse porque fue especialmente execrable. Resulta (esto fue hace mucho) que yo trabajaba en una oficina donde había mucha gente, y ahí había una especie de rata (porque hasta cara de rata grande tenía), una mujer espantosa que tenía el color pardo de las ratas y ¿viste cuando ves correr a una rata, pero la ves de atrás, o sea las ancas de la rata? Bueno, tenía esas ancas gordas asquerosas también. Bueno, la cosa es que era de éstas que venían haciendo silla desde hacía décadas. Yo recién entraba (aunque ya no era joven), y desde el primer día me di cuenta de que la mina era una ventajista de supermercado, de esas a las que alguien a cambio de un favor futuro o para cagar a algún otro les pasa el dato de que cuando se acabe el último de los dos jabones en polvo que quedan en la batea van a poner mil paquetes de oferta de mejor marca, pero ella una vez que se enteraba no te lo decía, se lo decía solamente a otros que no hacían tampoco un carajo y que eran tan mierda como ella, pero con menos capacidad de hacer daño. En definitiva venían a formar parte del ejército de pobre gente de que se rodeaba, porque la banda, la pandilla, es una condición constitutiva de ellos, que solos y por sus propios talentos son abiertamente ineficaces. Para los jefes ella también era una mierda inculta e incapaz, pero como conocía tanta gente la dejaban. ¿Viste que a veces se rompe la impresora y si hacés las cosas reglamentariamente tardás veinte días en que quede reparada? Bueno, esta porquería era de las que conocen a uno que a la vez es amigo del jefe de mantenimiento –y que a la vez es tipo el sobrino, pero lo saben ella y algún inservible más, porque no se lo cuentan a nadie-; y venía también dotada con tal desfachatez que lo que le pedía a ese amigo del amigo no era que viniese él a arreglar, sino que le diera el teléfono del propio jefe de mantenimiento por un “problema que tenemos acá en el quincuagésimo piso” (que es donde todo el mundo sabe que se toman las decisiones). Entonces se ponía a hablar con el tipo -yo la escuché- como si estuviera en la cola del supermercado; cada un minuto y medio se iba cagando de risa de algo que le contaba, le hablaba de cualquier cosa y después lo entubaba en el medio de la dicharacha con que por qué no mandaba a alguien diez minutos a arreglar la impresora y después la seguimos que nos estamos muriendo de risa, o yo voy para allá, se lo pedía como un favor especial no para ella sino para [Bufarrette] que estaba desesperado, por hoy y nunca más, se lo juraba y se lo volvía a pedir por Bufarrette. ¡Y el tipo en persona venía, capaz que aunque sea para hablar tres o cuatro minutos con Bufarrette y ver qué ventaja podía sacar!

          La cosa es que viene un día y me dice, así, aparentemente gratis: “Che, cómo podés escribir en la compu con eso”. Claro, yo donde apoyaba el mouse tenía solamente una tira de goma eva cinco por dos que era donde tenía que girar la bolita: los demás tenían unos pads medio gastados pero que servían más que el mío. “Sabés que en No Sé Dónde tienen guardados como cinco mil desde hace tres años que mandaron a comprar”. “No, bueno, pero yo igual le puedo poner una hoja blanca al mío, que anda lo mismo”, le dije. “Ja, ja”, dijo ella, como diciendo “ya sé que sos un pelotudo”; pero lo que en realidad quería era extender su estatus de mina que no es cualquiera ahí adentro, que algún día iba a llegar a no sé qué lugar que todos querían llegar, y que mientras tanto me andara cuidando porque conocía a todo el mundo y tenía más influencia que muchos de los que se dicen “grandes”. Así que sin que yo le pidiera nada, y como si fuera la amante de Papá Noel, me dijo “quedate tranquilo que para la tarde te traigo uno nuevo, así no tenés que escribir más así”. “Bueno, muchas gracias (le dije ingenuamente), pero si no, no te molestes, está todo bien”. Se fue sonriendo como una hija de puta que algo tenía escondido.

          A la media hora apareció con un pad medio viejo pero que estaba embolsado como de fábrica. “Tomá, me dijo, acá tenés”, y mientras yo le volvía a decir gracias y los demás miraban cómo yo desembolsaba el supuesto tesoro, rápidamente se puso a hablar boludeces con alguien que la venía acompañando, alguien que le venía pidiendo desde hacía más o menos cuatro años a ver si no había un lugarcito en la oficina de al lado, que se ganaba más o menos igual pero que no era tanto lo que se ganaba sino el clima de trabajo que supuestamente en donde yo estaba era insoportable. Y la rata en vez de contestarle siempre le decía “Vení”, y se la llevaba con ella ponele al cuarto piso, de donde la habían llamado de favor porque había un zócalo medio salido que el otro día pasó Monedetti y se raspó y eso no podía ser.

          Los días pasaron y en un momento a alguien se le ocurrió que había que cambiar todo: computadoras, mouses, pads, cables, pantallas, discos rígidos, diskettes, enchufes, hardware, software, protectores, botones, teclados, programas, la puta, la hija y la manta que las cobija. O sea bien, pero cuando terminaron de repartir todo, nos dieron unos pads que eran una mierda y se quedaban pegados al mouse. “¡Eh! ¡Esto no sirve!” decían todos y yo también, porque cuando me adapto a las cosas soy buenísimo en esa adaptación, y ya me había transformado en uno de ellos, en uno de esos tipos que si no le das todo armado no saben o no pueden. Pero por una gracia de Dios, alguno de los que habían venido a instalar las computadoras -y que sabían que el material nuevo era una poronga- había dejado justamente en el cajón de mi escritorio el pad viejo para disimular y después llevárselo, pero había sido tan pelotudo que se lo olvidó. Así que lo empecé a usar sin decirle nada a nadie.

          Para qué. Viste que en las oficinas las boludeces más infantiles adoptan un estatus de verdad absoluta que, en la calle, te daría vergüenza. Me refiero a esas idioteces de que la impresora esté cerca de tu escritorio y no del otro, a que si vos llamás a un lugar que te traen una comida mucho mejor por mucho menos plata, a si te sentás cerca del despacho del jefe, a que si tu ventana da al río o al basural, etc. Bueno, acá, después del mega canje que se mandaron los jefes, tener un pad que te permitiera desplazar el mouse sin quedarse pegado era una de esas ventajas comparativas que te hacían yo qué sé. Pero a mí me importaba un carajo, en parte porque como ya dije poniéndole una simple hoja abajo el mouse funcionaba lo más bien, y en parte porque en cierto modo me había favorecido que el viejo me había quedado en el cajón por el otario que se lo olvidó, así que le regalé el pad nuevo pero inservible a alguien que quería tener dos en vez de uno, porque por lo mismo que ya conté se sentía mejor teniendo dos cosas que no sirven para una mierda, que teniendo una sola como todos los demás. Entonces vino la rata esta y le preguntó: “¿Por qué tenés dos vos?” Y el imbécil, en vez de contestarle “qué carajo te importa”, le dijo “porque él me regaló el de él”. “¿Y vos, me dijo, vos qué usás?” “¿Qué te importa?”, le contesté; pero ella me retrucó “¿A ver?”, y me agarró la mano que tenía en el mouse y la levantó. “Ah, vociferó la harpía como si fuera la jefa de personal, pero no tan alto como para que llegara al jefe, ah no, acá todos usan el mismo o si no nadie usa nada. Además, esto es mío, te lo di yo porque lo conseguí yo”. Se imaginan que yo estaba entre reputearla y llorar por haber caído en ese pozo miserable a cambio de un sueldo. “Bueno, llevátelo”, le dije, deseando interiormente su muerte y la de su prole, ya que le conocía los hijos que eran horribles y muy muy mediocres. Pero la hija de puta, a la pasada, ¿saben lo que hizo? Se lo regaló a otro que estaba sentado un poco más allá. “Tomá, le dijo, te lo regalo”. ¡Y el pelotudo aceptó! ¡Le dijo “gracias”! Claro, qué iba a esperar solidaridad en ese ambiente enfermo.

          Entonces, ¿qué pasó? No me habló como por un mes. No me habló. No me hablaba, yo qué sé. Y los amigos de la chupasangre encubierta tampoco. Pero no me hablaba nada, eh. Y cuando le preguntaba algo a la porquería que yo sabía que algo le debía o algo le iba a deber, esa porquería me contestaba utilizando la menor cantidad posible de palabras. Qué tal. O sea, pensaba yo, primero que yo jamás le pedí nada a la rata, ella sola se ofreció a traerme esa cosa de no sé dónde. Segundo que yo tuve un acto de bondad y generosidad en ese marco patológico, que consistió en entregar un elemento mío para que el otro tuviera más, lo cual lo edificaba como persona, en esa paupérrima cosmovisión de la que él estaba convencido como un filósofo. Y tercero que no le hice ningún quilombo cuando se lo quiso llevar: cuando tiró el “es mío” como si fuera el último churrasco del mundo después de la bomba bacteriológica, yo le dije "bueno, lleváteló", sin embarrar más la cancha. Pero la tipa no me habló más, y sus amigos tampoco. Recién después cuando fue el cumpleaños de una calienta sillas vino a pedirme si no ponía yo también para el regalo, y cuando vio que puse me dijo un par de pelotudeces como si nada hubiese pasado. Así se comporta el 99% de la porquería, quieras o no. Y así se sigue comportando, aunque creas que estás a salvo porque encontraste igual que en la televisión “tu lugar en el mundo” al lado de tu mujer que tantos se ha culeado antes o durante vos y de tus hijos que tan iguales son a los demás, y todo eso te hace sentir tan realizado que comprendo plenamente por qué estoy solo.

          Igual me ha pasado peor, eh. Me ha pasado con mi padre, que es un psicópata grave y cuando se dio cuenta de que conmigo fue un hijo de puta peor que cualquier mercader resolvió no hablarme más (y la mayoría de mis parientes lo siguió); me ha pasado con alguna novia que no se le ocurrió decirme nada más nunca y no se me ocurre qué pito le pasó, salvo haberme cagado o haberme dejado de querer; me pasó con gente que me pidió con urgencia de desesperado que lo ayudara porque yo sé algo de las leyes y el tipo estaba empantanado hasta pasando las bolas y después cuando me vio por la calle, ya solucionado el problema, se hizo el boludo y no me saludó porque yo no era “de ese palo”, yo no era un hijo de puta cagador como los de su laya; me pasó incluso con gente que necesitaba mi sola compañía y cuando no la necesitó más, no me habló nunca más. Lo que sí, no sé qué haría si un día me estafan peor, como si me dieran un cheque sin fondos, o me cagaran en una escritura o algo así, como pasa todos los días. Yo te digo que prefiero que me maten, porque desgraciarme yo por reventarlos es lo peor que me podría pasar. Pero bueno, los caminos del Señor son misteriosos, y si existe toda esta mierda por algo debe ser.

          Y debe ser por algo que justo el otro día estaba pensando: si no existiera la mierda, los psicópatas, por ejemplo, estaríamos todavía en la Edad de Piedra. Porque alguien tiene que cagarse en todo, a alguien le tiene que importar un bledo matar el árbol para hacer un mueble, estrangular al pollito para comérselo, mover toneladas de cosas traídas de los confines de la tierra para hacer un edificio y que ahí viva la porquería; a alguien le tiene que importar un carajo el científico que se desloma estudiando para usarlo en el mejoramiento de las cosas que se venden, el chino preso que fabrica las camisas, el que pule metales dieciocho horas por día en un galpón clandestino para que otros tengan bien hechas las piezas de no sé qué aparatos; a alguien le tiene que importar un carajo cagar a golpes a la gente para que se descubran los delitos, matar a algún inocente para que los demás vomiten de miedo y haya orden social, violarse al violador para que aprenda; a alguien le tiene que importar un carajo chuparse la vida del prójimo para que haya fábricas y organismos del Estado, etcétera. El día que veas cómo se mata una vaca no comés más carne, dice la totalidad de la porquería y en eso lamentablemente tiene razón; el día que veas cómo torturan a los animales para hacer cosméticos no te volvés a delinear los ojos en tu puta vida como si fueras una núbil de Malawi; el día que veas lo que hace tu jefe con la parte del sueldo que no te paga, dejás de laburar; el día que tengas que vivir como un albañil, vas a empezar a pensar qué pelotudez era eso de que la cocina esté mejor allá y bajemos un poco el techo y en vez del lavadero acá hacelo más allá; el día que tengas que hacer vos un ascensor, vos y todas tus incompetencias y falta de entrenamiento en el sufrimiento, ahí vas a querer usar la escalera todos los días, pero tampoco vas a poder, porque hacer una escalera de ésas que no querés usar es una de las cosas más difíciles que hay.

          Pero bueno, todo eso tampoco es ningún descubrimiento.

lunes

FÚTBOL DE SEGUNDA

Los partidos contra los mediocres se pierden SIEMPRE.
.
(Acotación de Plica Plica: "Será por competencia desleal").

domingo

Muchas veces cuando como

          Yo nunca quise estar solo, pero ha sido tanta la insistencia de la porquería que mi cerviz orgullosa doblé. Me entregué luego de batallar de mil formas y de perder todas y cada una de las batallas, exhibiendo el cuello a la risa legitimada del ejecutor, incluso sin que siquiera se me haya reconocido la dignidad del que pelea por lo que cree. Contra la mediocridad de la inmensa multitud de vivientes somáticos no se puede: no puede la “mitad sana”, no puede un puñado de elegidos y mucho menos puede la sola voluntad individual, por más que venga impulsada por la elevación más intensa del espíritu. En el campo de los hechos, el líder no será juzgado por su iluminación o sus condiciones intrínsecas, sino por los beneficios o perjuicios concretos que prodigue a la carnalidad exaltada: si con las “reformas” ganan plata lo aplaudirán, y si no, buscarán la manera de echarlo a patadas, como ha sucedido tantas veces. ¿A quién le importa hoy en día la presidencia de Marcelo Torcuato de Alvear, que se extendió desde 1922 hasta 1928 y que aportó nunca hasta hoy resucitadas construcciones culturales en todas las ramas del arte? Todo el mundo recuerda a Perón, el dador gratuito de cosas a los obreros, el último carismático de Latinoamérica cuya sola invocación produjo tantas muertes que los hipotéticos descendientes de esos tristes difuntos alcanzarían hoy para mandar a poblar con éxito las Malvinas y conquistarlas para siempre y por las buenas, cosa que a ningún gobierno le dio las bolas de hacer.

          Pero no es de política que quiero hablar, sino de las neo-realistas consecuencias de mi cíclica soledad. La ausencia del Otro me puede todas las veces, porque entre los miles de rostros afectados por el devenir desviado del plan de Dios no encuentro un puto prójimo. Tanto valdría buscar en la batea de tres por diez pesos de Pompeya a ver si se coló algún Armani: no hay, no busque porque no hay. Hay lo que hay: hay mierda, hay minas culeadísimas, hay firmadores de cheques, hay mentirosos –todos-, hay gritadores de estupideces, hay cogedores compulsivos o televisivos –monos de ciudad, monos de campo-, hay autoritarios de quinto hache, hay asesinos al volante, hay boludos, hay intelectuales subidos a la cresta de la ola de la ficción, hay despiadados con cualquier cosa débil, hay nenes llorando por todos lados o rompiendo sistemáticamente las pelotas, hay cagones, hay pizzeros, cocacoleros, embarazadas satisfechas, porquería que espera la hora de salida, porquería que espera que la llamen para entrar, porquería que llora para entrar y después caga a alguien de adentro, hay gansos que jugaron a la felicidad mientras Bucay se llenaba de guita, hay místicos de luz en el fondo del túnel, hay vendedores de pirulines y de nada más que pirulines y no los saqués de los pirulines, hay empleados, hay boludos contentos, hay porquería tan aparentemente buena que sólo se justifica su bondad como tributaria de su pelotudez. Es decir, no hay.

          La trascendencia, ciega en el presente y despojada hoy de porvenir por la tozudez de la porquería, no tiene más alternativa que ir y venir por el tiempo buscando un hueco en el que clavar su raíz prestigiosa, pero todos los huecos están en el pasado remoto y ahí se instala como una gorda a la que le cediste el asiento por educación fingida; y así ahora con alguna claridad podemos ver las consecuencias de ese desajuste, que consisten en tener que acordarnos de más o menos treinta tipos que algo hicieron, algo que jamás harán ni los que conocemos ni los que conoceremos; ni tampoco nos importa. Pero a nadie tampoco le importa un pito pasar a la historia, razón por la cual esos arquetipos no son seguidos por nadie, salvo un par a los que todos catalogan de locos y condenan al ostracismo, porque son así de vagos y de mierda.

          En esa barahúnda de caminos cerrados me hallo todos los días, sintiéndome solo sin remedio frente a cualquiera. Cabe aclarar que tampoco encajo en los cánones de belleza deseable ni tampoco tengo un mango, razones ambas que me echan sin más a la fosa común en la que el vulgo sepulta a los que no nacieron para el Puente de Avignon, lugar en el que todos bailan y yo también. Mucho más en mi imperdonable caso, que consiste precisamente en haberme bajado de ese puente. Sí, yo me bajé del Puente de Avignon, y eso la porquería no me lo va a perdonar jamás: en el mejor de los casos, y superada la etapa del desprecio, se limitará a imaginar que estoy en la Arcadia, en pelotas y haciendo lo que quiero, pero con la conciencia plena de que todos los “Arcades” son todos unos tarados (dirán, filosofando estilo Tinelli o hablando como dormidos o como borderlines: “yo no quiero para mis hijos que tengan que andar desnudos por ahí, en todo caso cuando sean grandes que elijan, pero si es por MÍ... no”).

          La cosa, sin embargo, revierte un poco muchas veces cuando como. Porque ahí incorporo el Universo en forma concreta. No me meto dentro de nadie –como cuando cogemos-, no hurgo en la Humanidad al pedo –pues no aparecerá el Armani en la batea de oferta-; solamente tomo la pitanza y me la meto en la boca y la mastico. Pero ahí viene la cuestión temible y mística: cada paladeo acciona secretos mecanismos que activan de algún modo mi sobredimensionada esfera afectiva, llevándome con lentitud pero con contundencia a la irrefutable certidumbre de que ese placer de comer es tan mío y tan único que constituye la prueba más acabada de que estoy enteramente solo. Mi ruta del disfrute se desanda nada más que comiendo, porque no puedo gozar del encuentro con el prójimo, porque no hay prójimo. No puedo incorporar al Otro, porque el Otro no quiso ser más Otro y se transformó en otra cosa, en monstruo que repite, en garantía de decadencia, en porquería, y lo que incorporo con el resto de los sentidos –por ejemplo, con la visión-, es nada más que más de lo mismo: la confirmación de la inexistencia del entorno virtuoso. Entonces me entran deseos de llorar mucho y de comerme también las lágrimas, mientras como lo que estoy comiendo.

          Así me sucedió recién. Venía de clavarme tres panchos caseros, de esos de salchicha gruesa revestida en piel, tipo alemana. Les mezclé salsa barbacoa de Dánica y una mayonesa barata, y previamente tosté el pan en una asadera que tenía grasa de tiempos precámbricos, material que quedó incorporado en vetas dionisíacas a las paredes amarronadas de La Salteña Pan de Viena. Después quise algo dulce y salí por ahí a buscar pochoclo de carrito, sorteando el efecto marea de cuando salís de tu casa y te tenés que enfrentar a la mierda. Pero no había ningún vendedor de pochoclo y entonces ya que estaba entré a un locutorio a levantar los mails. Chatié con alguien a quien le corté la conversación de golpe por la inusual densidad de imbecilidades y abreviaturas que despedía, y cuando me dispuse a pagar el gasto frente a la mujer del locutorio los vi. Mil, dos mil caramelos de goma de eucalipto, prismas triangulares idénticos llovidos de granos de azúcar y tocados de esplendor. La que atendía, adormecida desde que terminó la primaria y rodeada de atributos de supermercado mayorista, ni siquiera sospechaba el aura irradiada por el balón hermoso en el que se agolpaban las delicias, cuánto están, son de eucalipto en serio, quince centavos, dame quince pesos, ¿eh?, que si no me podés dar quince pesos de caramelos de eucalipto. Por supuesto que me puso cara de ortísimo, primero porque le costó darse cuenta de que quince pesos significaban en su fenicia relación nada menos que cien gomitas; y segundo porque no sólo tuvo que hacer quince pesos dividido quince centavos (o sea, categoría versus sub-categoría), sino que ahora tenía que contar hasta cien de uno en uno. “No, no te voy a llevar forros, tarada”, pensaba yo; “quiero cien gomitas de eucalipto, que son mejor”. Y te vas a la putísima madre que te parió.

          Casi se va a buscar una bolsa de basura para que entraran. Cuando iba por el treinta y siete, abiertamente sacada –porque soy gordo, soy feo y soy débil y estaba frente a ella- me dijo “no sé si hay”. Yo no le contesté. Seguramente no se pondría así frente a su bebé cagado. Por dentro deseaba su muerte y la del crío. Al final me entregó el despropósito que se me ocurrió, todo verde y manchado de azúcar por todos lados, a la voz de “diecisiete con cincuenta”, habiendo sumado horriblemente quince de gomitas y dos con cincuenta de Internet, mientras uno que desde la vereda venía gritando “párliamen” también me puteaba en silencio más o menos desde el setenta y uno.

          Ya despojado de vergüenza, caí en la cuenta de que mi único acercamiento al goce, la única plenitud que me había sido deparada para siempre –un trueque aleve al estilo Fausto, una hijadeputada tipo Shylock- era aquella concreta dulzura y nunca jamás otra de distinta naturaleza. De a dos, de a tres; probé de a cinco también: mi boca se enardeció de eucalipto, como si todos los bosques de la Arcadia se me metieran amablemente y sin dolor en la humanidad castigada por las culpas de los demás, por las costumbres de los demás, por la tiranía glacial de los demás. Masticaba sonriendo, matando mis ambiciones imposibles –la imposibilidad de la metáfora, la imposibilidad del Otro- en la viscosidad de la gelatina húmeda, sintiendo una nueva oleada de redención, placiendo. Entonces pasó lo que pasó, el silogismo perfecto, la petite mort. Si aquella era la única fuente de placer, lo era –en tanto única y distinta- en prescindencia del prójimo, ergo, estoy solo. Y quise llorar y no pude, porque también se llora para. Hice fuerza, mientras me introducía porciones plurales de gomitas, los dedos invadidos de azúcar, la boca azucarada. Cruzaba las calles queriendo llorar entre los eucaliptos, pero no.

          Porque hasta el niño que fui me acababa de robar los caramelos comiéndoselos, y lo que ahora soy no llora. Habla, dice pavadas, quiere cagarse en todo, pero no llora, porque no hay de qué –ya que si es irreversible es como si hubiera sido así siempre- y, además, como ya dije, tampoco hay para quién.