lunes

Saberse imbécil

          En 1989 tenía yo veintidós años y vivía en casa de mis padres. Tenía también un tío que se casaba, y me había comprado entonces un traje nuevo para ir a la celebración. Adolecía, finalmente, de una exposición de varios lustros a la irradiación patológica de mi padre, que, al igual que la transmisión del calor por convección, me había patologizado a la distancia y operaba eficientemente sobre mi capacidad de generar mis propios episodios degradantes, de manera de quedar asegurado mi pastoreo neurótico sobre diversas y repetidas situaciones estigmatizantes que había aprendido a perpetuar, ya sin la participación visible del psicópata.

          El caso es que me había comprado un traje y decidí ver cómo me calzaba en un espejo de unos dos metros de altura y ochenta centímetros de ancho que mi padre había colocado trabajosamente en una angosta ranura que mediaba entre el placard de su habitación (de unos cuatro metros de altura) y la pared. Para extraer el espejo, que pesaría unos diez kilos, debí remover la mesa de luz del lado en que mi padre se acostaba, y girarlo sin levantarlo del piso, provocando así el roce del canto del espejo contra la alfombra de vellones pequeños y duros que mi padre había pegado él mismo diez años antes en las tres habitaciones que daban al desmedido patio principal de la casa chorizo.

          Decidí que me vería mejor en el comedor de la casa; es decir, que apoyaría el espejo sobre el piso de revestimiento de cerámica que mi padre había colocado durante la década de 1970, y lo sostendría sobre la pared que en su mitad inferior se veía revestida de madera que mi padre había ensamblado y barnizado pocos años antes; y en la superior, de un llamado "salpicrée", también ejecutado por papá, que consistía en una pintura de yeso aplicada muy esforzadamente con un peine de metal, que mi padre, quién sabe por qué (los peines de metal no significaban un gasto imprudente en el contexto de la reparación de toda la casa de más de cuatrocientos metros cuadrados) reemplazó por un tenedor.

          Así fue que tomé el espejo con el fin de llevarlo hacia el sector en que estaba iluminado. Pero, desde antes de salir de la habitación, mi padre ya había advertido la maniobra que me había propuesto. Sentado a la cabecera de la mesa, comenzó a prodigar mi inutilidad diciendo estas interjecciones:

          - Ay... ay... ay... ay... ay... ay... ay... - pausadamente, en stacattos regulares; y siempre con la vista dirigida al conjunto ineficiente que conformábamos el espejo y yo.

          - Ay... ay... ay... - continuaba mi padre, mientras yo, con visible dificultad, portaba el instrumento en el que me reflejaría, sin poder advertir dónde lo apoyaría -porque la tosquedad hacía que mi perfil quedara pegado al vidrio. Papá no se acercaba a darme ayuda; solamente, sentado, repetía:

          - Ay... ay... ay... ay... ay... - en una sucesión rítmica y premonitoria, que se aceleró

          - Ay, ay, ayayayayayay - cuando coloqué el cristal sobre la cerámica de su comedor que, como todo lo patológico de aquel entramado de relaciones súbditas y afectadas de consentimiento de sus arbitrios, respondió como si fuese una cosa animada a su deseo sin fundamento, a su necesidad incomprensible propia de su psicopatía; y entonces, a pesar de que tomé la precaución de provocar un contacto suavìsimo con los cerámicos, se rajó en una esquina y desguazó una medialuna hija de puta que, además, rayó la madera barnizada.

          - Ay... ay... ay... - continuó mi padre, para quien el espejo había dejado ya de ser un medio.

          Avergonzado, comprobé que el traje nuevo calzaba correctamente, y estúpidamente dije "sí, me queda bien", y mi padre, entre dientes, masculló "qué pelotudo", se levantó de la mesa y salió murmurando hacia el fondo de la casa.

          Años después, gracias a las sesiones infinitas que tendieron casi con victoria a remediar el daño infligido por aquel erial disfuncional, descubrí que, a pesar de conocer el temperamento del psicópata (entonces ni siquiera sospechaba la existencia de esa desviación), yo de algún modo había querido que el desastre sucediera. En aquella situación, bien podría haber encendido la luz de la habitación y apenas correr el espejo de donde estaba guardado, pero, imbécilmente, consideré que la luz se encontraba donde estaba mi padre, es decir, en el comedor, en el lugar donde procuraría nuevamente una comida dentro de algunas horas, en la cabecera de la mesa, y decidí reflejarme allí de manera tal que la imagen, despedida por Su luz, compusiera una irrealidad aunque más no fuera momentánea de la dualidad padre-hijo, en la que se evidenciara que el hijo había crecido y que el padre, con la sola expectación de la escena, aprobara sanamente esa circunstancia, la dicha de la continuidad, lo buenamente esperable, el orden natural de las cosas.

          Pero la necesidad del psicópata hallaba cauce más en la ridiculización del hijo que en la confirmación de su masculinidad. Ya conté en estas páginas su reacción cuando mis manos, que papá postulaba inútiles para cualquier tarea, me habían hecho hombre que apareció en la díada conyugal y, habiéndose contradicho la imposición de su norma, se dio la condición de posibilidad del sufrimiento del psicópata; es decir, la vulneración de sus propias reglas.

          Ese sufrimiento lo llevó a denostar o minimizar mi virilidad de muchas maneras, que iré relatando desde ahora hasta mi muerte. Una de ellas consistió, como se acaba de relatar, en vaticinar la inutilidad del traje que me identificaba como hombre, y de ahí a la inutilidad del conjunto, del hombre con traje, del hombre cabal, del hombre joven que emergía para enfrentarse sanamente al mundo. Para todo ello, se valía de la captación de mi necesidad de confirmar mi status de varón, de recibir de regreso la percepción de un otro de esas características objetivamente perceptibles que me hacían hombre y que espontáneamente dirigía al mundo. Papá, por causas que sólo sé conjeturalmente, sentía la necesidad de que yo no fuese un hombre.

          Entonces, en esta anécdota, obró del modo que se relató: prediciendo la imposibilidad de que el reflejo dirigiera su fidelidad hacia su visión patológica; y, a la vez, vaticinando, a través de la ruptura de una parte, que él y yo jamás nos reflejaríamos juntos, y que mi intención de generar la unión entre el creador y lo creado era tan endeble y ridícula como la débil entereza espiritual que él patológicamente postulaba que yo tenía.

          A la vez, yo había colaborado en ese fracaso, y así atribuí por años a mi estupidez estructural toda la escena: desde la ideación de reflejarme hasta el regreso del vidrio ya inservible al lugar en que mi padre -que sólo utilizaba el espejo del botiquín- lo guardaba, y el recoger avergonzado de los vidrios rotos sobre los cerámicos iluminados del comedor.

          Es claro que no me lo perdono, y me avergüenza tanto mi sometimiento a los designios del enfermo, en una situación tan a contramano de la realidad evidente, que a veces pienso de verdad que soy un inútil, aunque en un sentido absolutamente diverso del que predicaba el finado mi padre.