viernes

Se me escapó

          A las 7:50, el subterráneo estaba lleno como un vagón a Treblinka, rebasado de clase media conforme y apiñada, de parejas de coito de alborada a televisor encendido, con el pelo mojado. Yo me descubrí con cara de repulsión en el reflejo del vidrio sucio.
          Entonces el tren se detuvo y le pregunté a una que estaba a 4 cm de mí:

"Perdón, ¿esta mierda es Medrano?"

          "¿Qué?", dijo, estúpida. No concibe que le puedan preguntar alguna cosa mientras va al trabajo en el subte, salvo que lo hagan por celular.
          "No, si esta estación es Medrano".
          "No sé", contestó, porque también me pasa eso, nadie sabe un carajo de nada nunca, y creen que con no saber nada están a salvo.
          Tampoco saben todavía que están condenados (yo también), y que me cansé de ellos y que no hay solución: son tantos, tantos.

domingo

Cositas de Papá (XVI) - El perfume que lleva la posibilidad del dolor

          Limitaban el comedor de la enorme y espantosa casa de mi infancia unos muros revestidos en madera barnizada, que habían sido modificados por mi padre en otra de sus arremetidas obsesivas contra las paredes. Un día de semana, poblaron el patio de baldosas de bloquera decenas de listones de varios metros de longitud; tachos de lata inflamables que albergaban sustancias resinosas y de brillo, pinceles, herramientas desperdigadas como roedores deshonestos, una máquina de carpintero de la que emergía una sierra circular poderosísima, temible e inepta para imbéciles como yo, aserrín, cosas indeseables como ésas. Por varios días nuestros pasos -los de mamá también- molestaron en la mansión, denigrados frente a los estrépitos de martillazos, a los chillidos interminables de la madera condenada al corte, al gorgoteo del motor eléctrico cuyo cable pelado cruzaba la espesura en procura del enchufe dispuesto por mi padre; de la radio AM presente y desgastante, de las mediciones insoportables de las tiras, de las pruebas de color descerrajadas a ceño fruncido y reivindicación permanente del esfuerzo, del culto del esfuerzo, del enrostro del esfuerzo, del despliegue sádico del esfuerzo, la resignación sodomita del esfuerzo, el sueño inmóvil de la recompensa.
          Los primeros meses se nos prohibió acercarnos al entablillado. La madera nueva era el resultado del trabajo de uno solo para el goce de todos; papá se hallaría reventado de trabajar, tendríamos derecho de mostrar la casa cuando viniese alguno de esos amigos que siempre traen, etc.
          Frente a ese panorama, resultó impredecible el momento en que papá interrumpió el camino de mi madre desde la cocina hacia el baño arrojándole de punta un cuchillo que se clavó en el tendido de madera con que el psicópata había forrado trabajosamente las paredes.
          "Ay, Roberto", dijo mamá riéndose y mirándolo con aire de camarada en el deseo. Papá rió, tomó otro cuchillo y lo arrojó también frente a mamá, quien esta vez se asustó bastante, porque golpeó cerca de su cara con el mango sobre el revestimiento y cayó también de punta cerca de uno de sus pies. Abarcado de goce, nos contó que, de novios, uno de los divertimentos de la pareja había sido precisamente el de emular el número del lanzador de cuchillos del circo: mamá pegaba la espalda a una plancha de madera de su tamaño y papá le daba de cuchillazos cercanos al cuerpo. Incluso lo hacían delante de sus suegros.
          Desde entonces, y hasta que abandoné el lugar, cada tanto papá le continuó vez a vez disparando cuchillos de mesa a mamá, con la intención arbitraria de detener su marcha o de matizar una conversación desarrollada a distancia echando mano de un acontecimiento violento, repentino e imprevisto, luego del cual se instalaba la idea de que mi padre había tenido desde siempre el control completo de las situaciones, de que el riesgo que había puesto en marcha de ejecución era un riesgo querido, preconcebido, desenvuelto según sus directivas y dominado hasta las consecuencias bajo el ala de su direccionamiento tutelar, como todos los demás aspectos de la realidad.
          Algunos años después de que mamá entrara en la menopausia, una colonia de hongos atacó la madera de las paredes. En pocos días, y a través de un proceso que sufría aceleraciones impulsadas por principios aleatorios y ocultos, se fueron generando lamparones progresivos, vetas verdes y blancas, mapas de carcoma en las superficies y formas perversas desprovistas de lógica, islotes cancerosos que sin razón desaparecían y dejaban ver las dos o tres manos de pintura de la pared también padeciente que los prodigaba; y así fue que, en la expectación de la madera enferma, de sus degradaciones y desprendimentos mórbidos, del holocausto de su esencia, me estremeció una sospecha de terror que sólo viró en desánimo días después, cuando papá intervino nuevamente sobre sus paredes pegándoles más o menos geométricamente una centena de mosaicos de cerámica espantosa.