sábado

Soretes

El que me negó ayuda cuando estaba muy mal.

El que me dejó porque estaba muy mal.

El que dijo que, como yo había crecido sin afecto, no podía dar afecto a nadie.

El que invitó a un amigo y le habló pestes de mí.

El que, para no comprometerse, sigue relativizando la psicopatía de mi padre.

El que logró que estuviera de su lado y luego volvió al lugar de donde venía.

El que me dio su amor, y porque no lo correspondí tomó represalias.

Mi madre, a quien el psicópata dijo que estoy muerto, y entonces no me reconoció.

El que me ofreció su mano para trabajar par a par, y después no trabajó.

El que consideró que, desde una evaluación de costo-beneficio, mi presencia no convenía.

El que me quiso estafar.

El que tiene pensado estafarme, pero no todavía, porque según su visión "no es el momento".

El que me cambió por otro que le redituaba.

El que no quiso entenderme, porque no le convenía la verdad.

El que relativizó mi verdad, a partir de mis aparentes "problemas".

El que dejó que otros se contaminaran con su misma dejadez ausente de solidaridad.

El que, a espaldas de mi apoyo, volvió a besar la mano que lo quiso matar.

El que consideró que mi apoyo no tenía valor porque soy un hombre débil.

El que, para no entenderme, dijo que yo "pongo una barrera" entre ambos.

El que me alentó aun sabiendo que las razones de mi desaliento son las mismas que a él lo encumbraron.

El que, para prevalecer sobre sus miserias, sostuvo que no soy inteligente, sino "leído".

El que no dudó en desplegar acciones tendientes a sepultarme, en cuanto creyó que había una oportunidad.

El que me comparó con un viaje en taxi, y luego me dijo que "si el chofer conduce mal, yo ME BAJO".

El que intentó que mi novia me dejara.

El que me olvidó luego de que me fuera.

El que hoy pasa Navidad sabiendo que estoy solo en algún lado, y no le importa.

El que me envió un correo colectivo de augurios de Felices Fiestas sin el menor interés por dirigirme un saludo personal, porque entiende que ese saludo personal le demandaría un esfuerzo superior al beneficio que le reportaría mi devolución.

El que legitimó con su opinión y sus actos a todos los anteriores.



Hoy es mucha la mierda que festeja.-


viernes

Críticas de cine para la clase media


Freud (John Huston,1962)

          Una película como para si querés de pronto ver algo un poco "más", pero te tiene que gustar; si no, no: eso lo tenés que tener en cuenta a la hora de sentarte, porque ojo que hay que sentarse y ver la película tranquilo sin nada y sobre todo nadie que te moleste ni nada. Montgomery Clift se nota que era realmente un verdadero galán de los de antes, pero en la vida real estaba enfermo en ese momento (con decir que, mientras se hacía la película, la productora parece que le hizo varias veces juicio porque no podía ir a filmar a la hora que tenía que ir o los días que tenía que ir).

          Todos actúan muy muy bien, se nota que actúan bien. Sirve sobre todo para saber no solamente el nacimiento de lo que sería la Psicología y demás, sino que también uno termina dándose cuenta que es muy posible estar y ver durante dos horas una película que no tiene nada del otro mundo con respecto a todo lo que es efectos especiales ni nada de eso. Si bien es en blanco y negro y casi no tiene música, es increíble cómo se pasan volando las dos horas, porque te digo que te atrapa. Yo a mí por lo menos me encantó, me la devoré como me pasó con el Caballo de Troya, pero ahí era el libro, algo similar.

          Con Luciana mi mujer buscamos por Internet y vimos que un filósofo que vimos cada uno por su lado en el Ciclo Básico que no viene al caso pero es más que interesante saber que es nada más ni nada menos que "Sartre" escribió el primer guion de la película, pero que lo rechazaron por ser demasiado largo, y que hete aquí que la protagonista sacando Freud para él (o sea, para Sartre), tenía que ser Marilyn Monroe, mirá, pero se ve que tampoco lo dejaron porque aparece en realidad otra muy distinta.

          Después la verdad terminamos de buscar porque si bien era viernes, ya era tarde, no dábamos más y habíamos dicho de ir al supermercado el sábado antes del mediodía ahora que el auto anda bien.


Más o menos de qué se trata: Es la vida de Freud. Bah, una parte.

Calificación: Y, para ver con los chicos no es. Más que nada porque se aburren, no por otra cosa. Y también tenés que estar descansado y con ganas, porque te perdés muchas cosas si no.

Precio de la entrada: Depende, porque no la dan en todos lados. Tenés que agarrar el momento que la den en algún lado, porque además por el año es vieja, no es una película de ahora y ponele la firma que en un cine común no la vas a encontrar, ni siquiera uno de barrio si es que queda. Por ahí quizás en algunos lugares así selectos se puede alquilar, no sé, o quizás bajar de Internet, pero para bajar algo de Internet hay que tener cuidado y por sobre todas las cosas hay que saber. Nosotros la vimos de casualidad empezada por el cable; yo iba a cambiar pero Luciana me dijo "perá perá, éste es uno que le gustaba a mi tía Aurelia, ¿cómo se llamaba?"; yo te digo igual nunca lo había visto en mi vida, pero mientras tanto que ella pensaba sería quizás lo que no había propaganda, no sé, la cosa que nos terminamos enganchando y casi ni comimos, pero la verdad que bien, valió la pena. Igual terminamos un poco cansados, de a ratos se hace un poco densa.

jueves

Impresiones de un par de hijos de puta

          Parece ser que, cuando me enojo, se me afina la voz y entonces hablo con alguna afectación de clase alta o algo así. No digo, por ejemplo: "La reconcha de tu hermana, sorete, salí de acá porque te hago cagar". Digo, con muchos picos de entonación ascendente y matiz de flauta traversa: "Pero, ¿cómo puede ser? ¿De dónde es que elucubrás esa idea? ¿Realmente ése es tu pensamiento? ¡Dios mío!", y a continuación me persuado -por poner un caso- de que haber dicho "elucubrar" fue en ese contexto un acierto de construcción oracional y hasta una verdadera agresión a mi interlocutor.

          Claro que a los pocos minutos caigo en la cuenta de que nada de eso causó ni el más mínimo efecto de deterioro en la entereza espiritual del primate que, todas las veces, termina pisando el campo mancillado de mi dialéctica vencida.

          Hay por lo menos dos personas que, a la manera inmunda de la sobremesa, me han hecho notar esta inutilidad de mi condición.

          Una, por supuesto, es mi padre, para quien esas chillonadas ilustradas siguen siendo un signo evidentísimo de mi vulnerabilidad. Los elementos que componen la verdad emitida de esta crueldad son también dos: su carisma y el caso consecuente que le hacen los demás, que completa el proceso de legitimación de ésta y muchas otras de las incontables barrabasadas a las que su orientación mórbida lo aficiona.

          El otro es un hijo de re mil putas que, a través de los años, se manifestó como un oportunista inteligente y refinado, que de todo hace evaluación "costo/beneficio", minimizando costos y alejándose permanentemente de toda ética a favor de la obtención de quantums de placer. Este sorete que hoy cuenta billetes de estafa me dijo una tarde: "vos pisás débil, y por eso cada vez que vas con una mina los tipos le gritan cosas"; y otra: "yo sabía que te iba a tocar la colimba un año antes del sorteo, porque vos tenés cara de hacer el servicio militar". "No es que no tengas razón; en realidad no importa si tenés o no tenés razón: lo que interesa es si te hacés valer o no, y vos no". Este modelo terminado de amo hegeliano cree que todos los demás, salvo algún dotado que lo llena de placer, son unos pelotudos, y que como castigo hay que exprimirlos para alimentarse de su carne, de su dinero y de su trabajo de pelotudo que trabaja. A las mujeres, por ejemplo, les dice: "Yo solamente quiero coger con vos"; y muchas se dejan garchar ahí nomás, ya que les clarifica las cosas, y le entregan el orto que él les hace nada más que para lograr una humillación completa, iluminada por los soles del goce ingenuo de la puta o la entregada. Como es una mierda, probablemente si lee esto le tire un virus a la página. Si hace eso le voy a desear que se le prenda fuego la casa, porque me di cuenta de lo sorete que es. Desde hace poco, como débil que él me enseñó que soy, le estoy deseando también la muerte. Vas a ver, hijo de puta, yo no voy a hacer nada y te vas a morir como un perro con sarna avanzada. Los negados de la mano de Dios matamos con el pensamiento.

          Tanto el psicópata de mi ex padre como esta mierda a la que me acabo de referir se llevaban bien en su tiempo, y hasta el día de hoy se ponderan esplendores de supervivencia el uno al otro, y en la mutua consideración y la distancia también se respetan, porque cada cual tiene su carácter y en todo caso es Pietro el que no tiene las bolas para imponerse.

sábado

Cositas de papá (XIII) - El perfume que lleva al dolor

          Durante mi adolescencia, uno de los expedientes a que echaba mano mi padre para menoscabar mi masculinidad –además de las denigraciones injuriosas explícitas- era el de señalar de viva voz y delante de mi madre y de mis hermanos que mi cuerpo despedía en todo momento olores genitales y de transpiración.

          -Cuando uno llega a cierta edad –enseñaba papá, en la mesa del almuerzo, poniendo cara de repulsión- las bolitas empiezan a jeder, ¿nocierto?, y entonces nadie tiene por qué andar oliendo; nadie tiene por qué sentarse a la mesa y comer tratando de tragar la comida con el olor a pito que vos largás. La próxima vez te vas a bañar o no sé, comés en otro lado. Porque ni tu madre ni tu hermana ni yo tenemos por qué sentarnos a la mesa con un tipo al que las pelotitas le transpiran y viene y se sienta a la mesa igual que el resto que lo tiene que oler.

          Mi madre no me defendía.

          Entonces, por varios días, se instalaba en casa el tema del olor de los genitales de Pietro, hasta que sucedía alguna otra cosa o mi padre orientaba el discurso general hacia otros tópicos. Entretanto, no era improbable que, al cruzarnos en el ampuloso patio de la casa chorizo en que vivíamos, papá murmurara onomatopeyas de repulsión al pasar junto a mí.

          Una vez, a mis más de veinte años (es decir, ya superada la pubertad), pasábamos una de esas temporadas en que la cuestión de las emanaciones testiculares se hallaba vigente, aun durante aquel fin de semana en que se celebraba no sé qué reunión en el jardín de casa. Mi padre, que influye en las ideas y opiniones de los demás y que genera adhesiones incluso cuando sus comentarios alcanzan extremos disparatados, improcedentes, desinformados y hasta directamente discriminatorios, xenófobos y racistas, algo había estado diciendo a la familia. Promediando la tarde, mi tía, condicionada por la retórica del psicópata, no quiso expedirse sobre mi olor a pelotas (que era tema del líder); pero sí advirtió a los demás que ese día yo tenía olor en el pelo, y que la prueba de la seriedad de su enunciación consistía en que poseía una enorme capacidad olfativa ("a mí no me digas que no, porque yo tengo la nariz muy afilada"). Recuerdo la cara de mi padre en un rictus retorcido que encontraba consenso en los demás; y la pregunta de mamá acerca de si no me había lavado el pelo cuando me bañé, durante el postre excesivo de la platea familiar.

          La paradoja de esta impronta de hediondez se daba precisamente cuando mi padre advertía que, haciendo caso de su propuesta de saneamiento aromático, yo había utilizado en consecuencia algún perfume, para no oler mal. Entonces el discurso viraba hacia el lado de mi torpeza, de mi camino desordenado bajo el signo de la inmadurez despreciable en el ámbito de los que saben hacer; y así también lanzaba monosílabos terminados en j, evidenciando que el perfume que me había puesto era excesivo, y también preguntas retóricas del tipo qué hiciste con el frasco, ¿te lo vaciaste encima?.

          Aún hoy compro aerosoles de desodorante del tamaño más grande, y luego de bañarme o antes de salir de casa me aplico mucha cantidad en las axilas, en el pecho, en el abdomen y en toda la espalda. Para el cuello, detrás de las orejas, las mejillas y las muñecas, utilizo lociones. Mi perfume favorito es el Polo Clásico, pero temo que la combinación con el mucho desodorante que ya viene llevando mi torso genere una entremezcla finalmente nauseabunda, o que el perfume intenso resulte molesto para los demás, y a esa divagación la consuelo convencido de que en solamente pocos minutos cualquier exceso se compensará con las supuraciones inmundas de mis bolas o de alguna otra parte de mi cuerpo, porque sigo siendo así, sigo despidiendo olores que los demás no tienen por qué soportar.

domingo

El Péndulo de Carabobo

          Resulta que, como sufrí cuarenta años de daño psíquico, la única alternativa al problema es que me someta a sesiones muy caras de psicoanálisis por los próximos cuarenta años, a razón de dos y a veces tres por semana. En ese espacio surgen verdades incontestables que más o menos me van compensando con cierta sensación de algo parecido a la Justicia de segundo nivel los enormes agujeros de desorientación y angustia que me genera día a día mi biografía, mis enormes posibilidades clausuradas para siempre, el absoluto de mi mediocridad inducida, mi necesaria concepción del Otro inexistente como medio de defensa frente a los deterioros ocasionados por quienes fueron mis primeros “otros” y tuvieron bajo su esfera de responsabilidad enseñarme la noción de Otro y ejemplificarla en forma originaria; mi inevitable certeza imaginada de que el Otro lastima, ejerce alguna forma de tiranía, calla frente a lo injusto, juzga injustamente, impone reglas, compite y no reconoce. A veces –como todos los psicoanalizados- pienso que la profesional que me atiende está repodrida de mis relatos que sólo trasuntan angustia y de mi tendencia a la permanente derrota, huida y encierro, y que más le interesa mi dinero –estoy pagando las sesiones con lo que obtuve de la venta de mi casa- que mi (doctrinariamente imposible) “curación”. Entonces trato de racionalizar los encuentros y su enorme costo con amagos de convencimiento acerca de mi destino en el cual no hay interlocutores válidos, dotando a mi psicóloga de ese carácter (interlocutor válido), y así vivo las sesiones como una fiesta, porque son los únicos momentos en los cuales verdaderamente hay Otro que recibe el mensaje y elabora una respuesta valiosa de la que emana el interés por el intercambio y la riqueza de su construcción, y en esa dialéctica en la que sólo expongo la cosecha de mis miserias sembradas tomo un cuerpo de existencia que jamás se me concedió en los horrores psíquicos de la que fuera mi familia; y, aun bajo la forma subalterna de tipo que paga para conversar, mi ser en el mundo alcanza una forma de completitud que a veces me hace llorar.

          El caso es que el consultorio de la profesional de la salud mental queda en el antiguo barrio de mis dolencias. La casa que, también comiéndome mi viejo departamento, alquilo por una cifra que me da vergüenza –su dueña condescendió a cobrarme un poco menos de lo que se exige en esta ciudad de piedra- está a unos diez kilómetros de tejido urbano; siempre me retraso aunque intente las más imposibles combinaciones de todos los medios de transporte público que confluyen en la llamada Plaza Flores (tren, subterráneo, muchas líneas de colectivos y también taxi). La experiencia indica que no hay manera de que no llegue tarde a mis onerosas sesiones, y esa demora es también interpretada por mi psicóloga: dice que responde, entre otras cosas, y frente a la ausencia de dotación de carga narcisista originaria, a una necesidad de que alguien me espere.

          La estación final del subte, que queda a cinco cuadras del consultorio, se llama simbólicamente “Carabobo”. Fue inaugurada hace pocos años; también como símbolo -pero esta vez de exhibición ante la clase media barrial de un aparente progreso- le han provisto un ascensor que lleva a la superficie. A la clase media de más de cincuenta años le gusta tomarse este ascensor. Yo lo utilizo porque, en líneas generales, llego psíquicamente vencido a las sesiones. Cuando me queda alguna reserva de tolerancia, miro las caras de los pasajeros y de los “ascensorados”, y extraigo conclusiones terribles. Ese día no me quedaba reserva, pero era tal el ruido de arrastre de pies que me dije: “voy a esperar a que cierre la puerta para ver si en los gestos se refleja lo que estoy pensando”. Yo camino mirando hacia abajo; a veces, de los zapatos de los demás también emanan ideas; así que, a la espera de que el aparato empezara a moverse, me fui fijando en los pantalones y el calzado de los otros tres que habían ingresado. Tanto me perturbaba la correspondencia entre los modelos, el ajetreo que presentaban –la clase media le otorga a los zapatos una muy larga vida media- y la pertenencia a una pseudo-ideología de criterio pequeño consumidor, que quise levantar la mirada para advertir una vez más su estampa en los rostros, como cuando me siento a contemplar mórbidamente y sufriendo escenas del Holocausto.

          Entonces vi a mi madre.

          Ella también me advirtió, pero luego giró involuntariamente la cabeza, sin variar el gesto de transeúnte y dirigió la mirada hacia el tercio superior del ascensor, como hacen casi todos.

          -Mamá.

          Mi madre me mira. No sabe quién le está hablando.

          -Mamá.

          Mi madre me escruta, como queriendo reconocer con esfuerzo al que se le está acercando en el ascensor. De pronto, se le intensifica un mínimo el escaso brillo, y dice:

          -Ah… Pietro… no te reconocí por la barba.

          Yo pensaba: “hace cuatro años que uso barba, aunque hace tres que casi no nos vemos”.

          -Mhm –dije.

          -¿Cómo estás… estás en Buenos Aires?-. Una señora a mi lado, la tercera de los cuatro ocupantes del aparato, se ríe.

          -Sí, sí… estoy acá… ¿vos, cómo estás?

          -Pero qué… -continúa la pregunta - ¿te quedás o te vas?.

          La señora vuelve a reírse. Para ella, el hijo que vive en la ciudad se encontró con su madre, que también vive en la ciudad. Es decir, para ella se trata del encuentro del hijo y de su madre.

          -Estoy viviendo acá, acá estoy... –digo, sonriendo un poco.

          - Ah… -dice mi madre, y la señora vuelve a reírse.

          Se abre la puerta del ascensor; llegamos a la superficie; hay muchos bocinazos y ruidos de acelerones; mientras salimos, mamá pregunta, como soñando:

          -¿Adónde vas?

          -A la psicóloga.

          -Ah… ¿queda por acá?

          -Sí, queda por acá, a pocas cuadras...

Entonces mamá dice:

          -Bueno, nosotros estamos en el lugar de siempre, tenemos el mismo teléfono de siempre, estamos donde siempre, podés llamar, venir, cuando quieras… -y ahí se queda, no sabe qué más decir. No sabe qué hacer. No está mi padre para decirle qué tiene que hacer. Su reacción y los gestos de esa reacción exponen un grotesco de desorientación. Necesita que vaya yo hasta su casa, adonde está papá, para que él acomode dicursivamente esta realidad que se le ha trastocado, confiriéndole significado y obligándola también simbólicamente a que se lo induzca.

          -¿Vos bien? –yo tampoco sé qué decir. Estoy llegando tarde, no quiero encontrarme con mi madre, que mira como para de alguna manera hallar en espacio la esquina de Carabobo y Rivadavia, a la que conocía hasta hoy desde hacía sesenta años, una superficie iluminada por el caos de los millones.

          -Más o menos. Tengo mal acá, la palanca del hombro.

          ¿La “palanca del hombro”?, pienso. Debe ser terminología de mi padre. Para mi madre, por haberlo escuchado de mi padre, debe entonces existir una palanca del hombro. Gracias a los pocos años de psicoanálisis, en seguida advierto que los menudeos médicos sobre su cuerpo son otra de las formas de emergencia de su masoquismo.

          -Ahá –digo.

          -¿Tenés teléfono? –pregunta, como para preguntar alguna cosa. Está aturdida.

          -Sí –entonces hurga en el bolsillo y saca un celular más o menos viejo.

          -No sé, yo no entiendo estas cosas. No sé manejar este teléfono. Escribime vos tu número.

          Mientras escribo, mamá mira hacia otro lado. Quizás esté confirmándose que ésa es la esquina de Rivadavia y Carabobo.

          -Estoy apurado, acá te dejo mi número. Llamame y te va a quedar grabado.

          -Bueno –dice mi madre, mirando el celular.

          -Bueno, me voy, un saludo –podría haber seguido unas cuadras por Rivadavia, acompañarla, que me contara alguna cosa, algo, ya que iba a continuar mi terapia mental: la reparación del daño vendría ahí nomás, en muy pocos minutos.

          -Chau, Pietro –mi madre se queda mirando todavía el teléfono, viendo cómo se hace para guardar el número sin gastar en llamadas. Yo cruzo Rivadavia y no me vuelvo hacia atrás; estimo que mi madre cierra la tapa del teléfono sin enviar el llamado y el número que le ingresé entonces se pierde.

          En el trayecto hasta el consultorio, me ilumina un único pensamiento: hace poco más de un año, mi hermana había rescatado como positivo (en sus términos) el dictamen del psicópata en relación a mi muerte, ocasionada por el efecto de estos papeles que tienen frente a la vista y también por el de mi rebelión a sus verdades de enfermo. Para ella, que asombrosamente también es psicóloga, sería saludable esto que se da que ni él quiera verte ni vos quieras verlo. Pero el psicópata, que requiere rimbombancia, ha expresado su idea patológica sentenciando que estoy muerto.


          Entonces mi madre, aun en el estrecho ámbito de un ascensor ocupado sólo por cuatro personas (una madre, un hijo y dos más), no supo quién era yo. La muerte, en los espacios totales, es el no-ser; así mi madre en ese lastimoso episodio me dirigió una nuda mirada, como se hace frente a lo que no es, concepto que incluye el no haber sido, porque el que no es no tiene existencia alguna, ni aun como recuerdo.

          Por ejemplo, para todos ustedes (y aun para mí) el Perjápulo no es, como así tampoco la Rubla del Estenglocino; no son siquiera conceptos porque no denotan ninguna cosa. Pero sí al menos están expresados, como lo estaba yo en aquel ascensor, y de ese modo estos no-conceptos alcanzan un mínimo estado de ser en tanto expresión, aunque nada más, porque, de hecho, la capacidad que tenemos de percibirlos se agota en la sola lectura. No sabríamos qué más hacer con estas nuevas herramientas o cosas que se dan sorpresivamente en el mundo de los hechos: el Perjápulo y la Rubla del Estenglocino, y al instante quizás las olvidaríamos. Así también mi madre podía verme, percibirme como algo que estaba en ese ascensor, pero nada más; y luego volver a colocar la mirada en el tercio superior del espacio. Más adelante, cuando tuvo que hacer algo con ese Perjápulo que se le erigía frente a sí, experimentó la misma desorientación que tendrían ustedes si yo les pidiera que se manifestaran con cierta responsabilidad acerca del valor, practicidad o detalles de la Rubla del Estenglocino.

          “En primer lugar, qué bueno que no te perturbó tanto”, me dijo luego la psicóloga. “En otros momentos no me lo habrías contado riéndote, y, además, esto habría sido materia de varios encuentros. Pero por suerte llevás cuatro años en este espacio”. “Sí, a costa de mi casa”, pensé y no dije.

          “En segundo lugar, entiendo que no es necesario que te diga que esta anécdota es producto de un comportamiento patológico. Una madre reconoce al hijo aun cuando lo encuentre con barba de sesenta años, con el rostro cambiado por los años, con cuarenta kilos menos… lo reconoce... ¡por el olor! Si tu madre no te conoció, tengo que decirte que es muy probable –no es mi paciente, pero a través de tu relato puedo ver algunos detalles- es muy probable que esté sufriendo una patología… seria. Tu padre también, pero en cuanto a seriedad, parecería ser que, reitero, no es mi paciente, pero es… una madre… es algo muy serio. Desde ahí lo tenés que tomar… Veo que algo de eso hay, porque de hecho no estás angustiado, te estás riendo; esa risa la entiendo como liberadora, y es muy bueno que te rías a sólo diez minutos de ocurrido el episodio que contás. Pero siempre tomando como base este aspecto patológico que no tiene nada que ver con vos, ¿eso lo tenés claro? Porque vos creciste en una especie de bocina permanente en la que el discurso hegemónico te identificaba como el enfermo, tu padre decía que tenías esquizofrenia paranoide… es importante que veas que la realidad es otra.”

          “Ya sé que es importante, pero todavía no puedo”. “Ya vas a poder”, y así seguía la sesión.


          Mi madre, como dije alguna vez, es un péndulo que oscila entre la pelotudez y la hijadeputez, de modo que sus acciones vitales sólo se desarrollan al calor de una onda mórbida que desgrana pétalos mustios de una flor deshonrada y binaria:

                              pelotuda / hija de puta;
                              pelotuda / hija de puta;
                              pelotuda / hija de puta;
                              pelotuda / hija de puta;
                              pelotuda / hija de puta;
                              pelotuda / hija de puta;
                              pelotuda / hija de puta,

y así siguiendo, de modo tal que cuando no es una pelotuda, es una hija de puta
, y siempre por omisión (es decir, callando); aunque, excepcionalmente, se desempeña con cierta actividad para lograr resultados, como por ejemplo a través de la comisión de pequeños delitos con el solo fin de ser castigada; pero esto lo contaré más adelante, algún día de los que compondrán los treinta y pico de años que por delante quedan de mi psicoanálisis.

          En ese ascensor, por algunos segundos, mientras un Virgilio riente de clase media destrozada nos conducía a la superficie mancillada del barrio de mi infancia, el Péndulo de Susana Carabobo se detuvo en el medio. Pero tenía que seguir funcionando (acechaba la muerte); y entonces, al decirme que no sabía manipular el teléfono celular, comprendí casi científicamente que había decidido darle impulso hacia el extremo “pelotuda”, y que volvería a detenerse en “hija de puta” unos minutos después, cuando le contara a mi padre el episodio y éste le ordenara revisar si se había borrado mi número de teléfono y ella le hiciera voluntario caso, ahora sí, comprendiendo cómo se hace.

          En éstos y otros pensamientos me distraigo, mientras algunos concluyen que estoy mal de la cabeza y un puñado me aconseja, como acariciando a un animal, que no me haga tanto problema.

martes

Cositas de papá (XII) - Idi i smotri

          Cuando mi opinión sobre cualquier tema comenzaba a tomar cuerpo y a evidenciar alguna coherencia, de forma tal que la suya quedaría rendida en el campo de la razón, mi padre echaba mano de algún insulto solapado que sólo tenía por finalidad minar mi voluntad. El más común era el siguiente:

Vos no sé qué hablás, si sos el más débil de la familia.

          Y continuaba explicando con verba de tipo de barrio avezado: "Acá tus hermanos todos demuestran que pueden ganarse la vida de alguna manera. Vos sos un inútil con las manos y lo único que sabés hacer es sacarle el polvo a los libros. Tené cuidado con lo que decís, porque el día que te coman los piojos vamos a tener que salir a ayudarte yo, tu madre y tus hermanos".

          Con ese tenor de respuestas, mi padre aventaba toda posibilidad de "perder la discusión" -como le gustaba ponderar de dos que intercambian ideas-, a la vez que me enseñaba mis imposibilidades e incapacidad, que sólo existía en su criterio y en el de los que encontraban en él un líder carismático que protegía sus pequeñeces.

          Solamente yo veía absurda esa respuesta que, como un acto de locura, aparecía repentina y dictaminante en la mesa, y se esparcía con la autoridad del tirano en el entendimiento de los demás, quienes, en silencio, a la vez de aceptar y gratificarse, asignaban imaginariamente roles en ese ámbito insano en el que viví más de treinta años.

          Es cierto que esas respuestas me fueron dadas desde muy niño, y que finalmente hoy de verdad me comen los piojos, porque estoy quebrado y la mayor parte de mis ahorros -la venta de mi casa- se la lleva mi psicóloga. Y es cierto también que estos hijos de puta siguen ganando.

          Me consuelo pensando que es seguro que se van a morir, pero también me angustio cuando alcanzo la certeza de que para entonces tendré setenta o setenta y cinco años, y que me quedarán cinco o seis para disfrutar de una vida que ha ido tan a contramano de mi complexión y mi entereza psíquica que hasta me da a pensar que alguien debería venir y matarlos a propósito. No yo, porque no voy a seguir desgraciándome con la cárcel; ni tampoco, por lo mismo, nadie que yo mande; pero sí alguien de ésos que aparecen aleatoriamente: un ladrón, algún otro hijo de puta, un violador de viejas, un psicópata gravísimo, un iletrado drogadicto.

          Es una fantasía que tengo: que alguien los mate queriendo matarlos, que una vuelta de la casualidad les haga ver por última vez la autocracia del más fuerte de la manera más contundente. Como esa otra en la que imagino que le destrozo la casa al hijo de mil puta de mi padre, rompiéndole los vidrios, tirando abajo las estanterías y esos "modulares" de mierda de los setenta en los que le gusta acumular vajilla barata y pelotudeces de ferretería, moliendo a palos los televisores, quemando las camas, reventando a fierrazos los inodoros en los que no me dejaban cagar ni masturbarme y llenando de mi propia sangre las puertas y las paredes; y al finalizar la tarea tomar al cerdo de los pelos o de la mandíbula (arrastrarlo tomando lo incisivos del maxilar inferior) y decirle: "Mirá este paisaje: así dejaste mi cabeza, la reputísima madre que te recontra re mil re parió. Así me dejaste la cabeza, hijo de puta".

          Pero a no desesperar, que sabemos que el neurótico planea lo que sólo el perverso ejecuta.

viernes

Cositas de papá (XI): La noche del 20 de junio de 1981

          La noche del 20 de junio de 1981 vi mi primera película "prohibida para menores de 14 años". Gobernaba el país el General Videla; entonces, pretender la entrada a pocos días de cumplir la edad reglamentaria era una aventura que me provocaba miedo. Mi amigo Fabiolo, que se cansó por décadas de enseñarme la vida sin que yo la aprendiera, me instaba a no ser boludo, a que si me pedían los documentos se los mostrara y listo. Fuimos a la función de trasnoche y apenas se vio una teta por pocos segundos: como un anuncio de lo por venir, esa primera vez no significó nada.

          A no ser porque, al día siguiente, al hurgar en el cajón de la ropa interior antes de ir a bañarme, encontré que mi madre había dejado un calzoncillo muy sucio entre los limpios: el que me había quitado la noche anterior, antes de ir al cine. El calzoncillo era blanco y estaba manchado con muchas vetas de caca. En silencio y atiborrado de vergüenza, lo tomé y lo lavé en la ducha. Desde ese día, la efectividad del método del psicópata hizo que, cada vez que marchara a bañarme, fregara también el calzoncillo que había usado durante el día, hasta pasados los 30 años, cuando pude comprarme un lavarropas propio. Papá, en cambio, continuó dejando los suyos usados, secos y en el estado en que estuvieran, en la pileta del lavadero.

          Días después de ese episodio, discutí con mi hermano, quien me mandó a que aprendiera a limpiarme el culo.

          Cuando mi padre lo amonestó ordenándole que se callara la boca, comprendí que todos sabían todo.

jueves

Susana Cuatro Casas

          Resulta que hace poco se murió otro hombre bueno: mi tío el hermano de mi madre. Papá lo despreciaba por un problema neurológico que tenía; de él ponderaba que era "un tarado". Su padre (el que extirpó el jardín para instalar una fundición de bronce), lo había educado en la mugre rudimentaria de la clase obrera que apenas arañaría la dignidad; pero a la vez le compró enciclopedias y libros para compensar su cuarto grado y su cocoliche mejorado de "masa disponible" hija de la inmigración. No le encendían todas las luces, pero, como dije, era un hombre bueno: la genética de su lado familiar fue más fuerte que su disfunción mental, como pasa en todos los casos (sé de enfermos mentales que delinquen a propósito; es decir, queriendo hacerlo). Tuvo una sola mujer, a los 49 años: una señora de Paraguay que llevaba un hijo trigueño de ningunos talentos al que mi familia, junto también a la mujer y a mi tío, despreció solapadamente (culparon a mi abuela de haberse puesto celosa y por ello no haber permitido la relación, que finalizó al poco tiempo). Era torpe, sucio, pobre, débil, feo, miope, enorme, oloroso, desgraciado y tomado en sorna por los demás; vistió siempre lo elemental, comía pizza de cartón y pollo de rotiserías de segunda, se aficionaba como mi madre a la compra de ofertas de tercera categoría y nunca participó de una conversación. No tenía modales en la mesa. Se tiraba pedos. Quien lo viera, recordaría siempre su porte ridículo, su nariz horrible, sus anteojos verdes de culo de botella, su panza de Sancho devaluado y su andar trabajoso de tipo con esbozos de problemas motrices. La evolución de su dolencia le terminó deparando un Parkinson que al final de sus días hasta le impidió deglutir, cagar y respirar.

          Pero carecía de toda malicia, y era tan amigable y generoso como su madre. Me regaló la primera calculadora cuando intuyó que me gustaba la matemática. Lo último que le dije fue "Adiós", hace ocho o nueve años: nos despedimos a la salida de un teatro. Le dije "Adiós", y no sabía.

          Con todo, mi tío, que se desempeñaba como Ayudante de Laboratorio en un colegio secundario municipal, logró comprarse a crédito una casa en un barrio rayano en la indigencia, a 35 kilómetros de la ciudad.

          Esa casa, por línea sucesoria -si es que no ha desaparecido- pertenecería a partir de esta muerte a mi madre, quien ya tiene otras tres: el caserón de Flores, el departamento en la Costa y una "casa-quinta" en el suburbio más o menos pudiente del Oeste.

          Mi madre, cuya vida es un péndulo que va de la estulticia a la crueldad pasiva, es ahora Susana Cuatro Casas.

viernes

Comportamiento de mi hermano en el funeral de un hombre bueno

Todo lo que sigue es inútil, insuficiente, y sobre todo ineficaz.

          En el cuento XVII de Pago Chico hay un muchacho Pancho, aprendiz de payador, que, solazándose por la noche en el pasto con otros de la estancia y con el fin de conquistar a una Petrona cualquiera, acude al expediente de hablarle de las luces que echan las almas de los muertos, y así comienza a subyugarla comentando como quien no quiere la cosa:

-Las ánimas de los angelitos son las más lindas. Parecen de luz más... más caliente. Por eso se baila en los velorios p'a festejarlas.

          Hace dos días me tocó ver a otro Pancho, esta vez de cuádruple embutido, en el funeral de quien fuera un hombre bueno: mi maestro de sexto y séptimo grado. No quiero detallarles esta muerte: baste decir que tampoco esta vez la totalidad de mi congoja, al igual que ninguna de mis acciones en general, fue suficiente. Se había ido un hombre bueno, como dije; y con el éxodo del bueno, habíamos quedado los malos.

          Tanto así, que sorprendí a este múltiple Pancho, que llegó antes que yo, alardeando de su situación de padre/homo económico/legitimador de conductas/filósofo de salón con claros lineamientos sexuales. Debo por razón de justicia aclarar que el Señor Pancho había sido discípulo del muerto, y que también es mi hermano: un monstruo al que el Psicópata coronó contra-natura hermano mayor, decretando mi muerte en una misse en scéne grotesca hace ya casi dos décadas. A partir de entonces, Pancho pudo progresar sobre todo psíquicamente -en tanto el Creador del Tiempo y del Espacio lo entronizaba en el Tiempo y en el Espacio-, y en paralelo fueron prodigándosele billetes, la mayoría conseguidos con mucho esfuerzo, pero al margen de por lo menos la mitad de todas normas legales vigentes (por supuesto, no del Código Penal: en esas previsiones de supervivencia radica también la astucia material de la clase media porteña). Como un zorro ni igual ni peor que otros zorros, ha seguido el acierto de ir haciendo migas sólo con otros más mediocres que él, de manera que su quizás mucha mediocridad resultó opacada por las loas que recibió de los inferiores; y así mi hermano Pancho es hoy una salchicha engrosada, con automóvil y casa grande, con hijos y amigos, con dos o tres o cuatro conocimientos nada técnicos que lo han llevado a despreciar las complejidades más profundas a favor del saber lo que hay que saber en la vida y, al igual que mi padre -pero por distintos motivos-, ha desarrollado una estrategia de interacción según la cual, al establecer sólo relaciones desiguales, la ilusión no es la de la legitimación de su mediocridad -como así me parece- sino más bien otra entronización grotesca, que sus interlocutores practican a veces por no complicarse la vida, y otras -aunque me da risa creerlo-, por temor reverencial.

          Digo que mi hermano Pancho es un monstruo, porque, queriendo emular a mi padre -de quien ha imitado sus gestos, su tono de voz, sus excesos, la conformación de su núcleo familiar, el tipo de casa, la cantidad de autos, las lecturas aparentes y el criterio general de clase media-, pero sin los beneficios de la dolencia que aqueja al Psicópata -sobredimensión de la esfera intelectiva, mayor desarrollo de la voluntad, incapacidad de culpa, capacidad de liderazgo carismático aun sobre las mentes más capaces que la propia, hípercapacidad de evocación, manejo de las emociones, digitación de las emociones del Otro, talento para la ejecución de instrumentos musicales y en especial para el canto, poder de convicción aun en relación a ideas complejas, construcción de sentido de premiación y castigo, construcción de sentido en general, crueldad- queriendo emular a mi padre, digo, pero dotado de menos herramientas, fue guiado por su propio sufrimiento en un "día a día" de décadas de estrategia, mezclando y agitando primero con torpeza y después con determinación elementos urgentes para extirparse definitivamente la medianía de la que era consciente, y así fue incorporando ya sin pruritos dualidades inaceptables en un hombre cabal, como el ejercicio de la soberbia y también de la mística, la piedad de barrio y el sentido de sacrificio, los conocimientos de calle y algunos inciertos párrafos de autores desconocidos para otros; eyaculaciones de anécdota y polvos de epopeya familiar, centavos cambiados por pesos y pesos cambiados por dólares, adhesiones vaginales y adhesiones kiosqueriles, reconocimientos de los injustos y nociones de ejercicio legítimo de la propia injusticia; suciedades válidas y limpiezas de ocasión; cuentas bancarias y plata en el colchón; puchero de entre casa y oro impuro en casa de papá. Mi hermano, rey de papel de cuete, ejerce con amplitud de sinvergüenza e ímpetu de mediocre ensalzado, el reinado del tuerto. A veces me cuesta esfuerzo entender su éxito relativo, y otras no me cuesta ninguno.

          El caso es que Pancho, el triple Ancho, cayó con su inmoral burguesa al velatorio y sepelio de nuestro maestro de primaria, que le había enseñado todo lo contrario. Antes de mi llegada ya estaba Cholita, la única mujer honesta de la que me jamás me enamoré: con Cholita éramos novios a los ocho años. No haberla visto durante treinta y uno fue quizás lo más sabio de mi destino ingrato: mi padre habría trabajado sobre esa relación para ridiculizarla, censurarla y finalmente deshacerla de la manera más ejemplar para sus propios ciegos. Pero en fin, no sé si Pancho sabía o no que Cholita era mi novia; lo que sí sé es que en pleno velorio le dijo tantos piropos que hasta le dio vergüenza a uno de sus antiguos camaradas, un simpático estructural que entonces lamenté no fuera compañero mío. Cholita, que como dije es la mujer más honesta que conozco, lo paró en seco, aclarándole que él sabía muy bien que soy la novia de tu hermano, y que entonces algo así como para qué preguntás. Cholita sabe lo sorete que son todos: yo le conté y por suerte percibe la verdad de lo que digo, y también por suerte, por única vez en la vida, alguien toma incondicionalmente partido por mí.

          Lejos de acusar el golpe, Pancho Chancho continuó con sus requiebros y miradas. Por ejemplo, cuando Cholita iba, el Pancho la seguía con la vista, desoyendo al que le hablaba, quizás mirándole el culo de mina de veinticinco años que tiene a los cuarenta y pico, el porte de mujer, la seducción de su estar. Vendría queriendo relojear en qué había fallado yo al elegirla, una cosa de ésas de las que él aprendió a obtener ventaja relativa. Le preguntó si tenía hijos, pues -pensaría-, si así era, no serían míos: ahí, por ejemplo, tendríamos un punto de crítica. En mi antigua familia carnal está mal visto que uno tenga una novia o una esposa con hijos de otro, y por extensión, también están mal vistos esos niños (a veces, una forma de despreciarlos consistía en darles algo de comer como a cualquier niño y acercárselo con un gesto que indicaba algo indefinido, que mal traduzco yo ahora: "no quisiera estar ofreciendo este plato a este chico, que ni siquiera tendría que estar acá; pero es un niño como cualquiera y a los niños hay que ofrecerles algo de comer; todo esto podría haberse evitado si J... hubiera tenido un poquito más de criterio y hubiese sido capaz de conseguirse una mujer en serio; pero qué criterio va a tener este enfermo).

          Cuando llegué a la casa de velatorios, saludé a unos cuantos que reían, y en seguida le pedí a Cholita que me acompañara al cajón. Pancho Gancho de Carne, que milita del lado del Psicópata y que por dos mil dólares me ayudó a vender la casa para que me fuera a la mierda hace tres años, me fue presentando gente que yo ya conocía ("acá tenés a Lucía... Marta... Danielito...), y al llegar a Cholita, como para que yo supiera que se había enterado de la cosa, dijo, con la misma entonación que venía utilizando en la enumeración de personas/cosas: "...tu novia...". Cholita me miró mordiéndose el labio inferior.

          Fuimos entonces a ver el cajón cerrado dentro del cual yacía nuestro maestro, muerto hacía ya dos días y cuyo cuerpo venía de sufrir una autopsia. Con Cholita llorábamos abrazados. Un empleado de la cochería sellaba con estaño la tapa. Recordé su bonhomía, su hermosa vocación que desarrolló durante más de cuarenta años. Su transpiración de padre, su austeridad. Un hombre sencillo que, quizás por eso, se hallaría inmunizado contra la maldad. Un tipo sano y digno, con diez o doce pensamientos claros que lo hicieron un hombre fuerte, y así enseñó a ser fuerte y a expresarse con claridad, también a los que, en adelante, sólo pudieron manifestar claramente los reflejos de su individualidad egoísta, pormenores de lo que su difusa dotación les hacía ver como emergentes de un principio del placer construido solamente desde el apetito. Frente al cajón, mis deseos de reconocimiento, transformados en soberbia, me hacían imaginar una escena de discurso con motivo del entierro, llorando como lo estaba haciendo en ese momento, y finalizando la locución con intenciones que, a pesar de mi neurosis, se me ocurren verdaderas: "Se va un hombre bueno, que nos ha enseñado a ser buenos. Ojalá hayamos podido aprender..."

          En tanto, el camarada simpático del Salchichón recordó que el pseudoburgués de mi hermano carnal había comenzado a estudiar piano en sexto grado. Le sugirió una reunión, a ver cuándo nos vemos y te tocás algo, pero el Ungulado, sonriendo como un Cerdo de Cheshire, desgañitó que por qué no les decimos que vengan a todas estas chicas que están acá, como si la reunión fuese en verdad una romería. El amigo reconoció la desubicación cerrando los ojos y tomándose la parte superior de la nariz con el índice y el pulgar. No obstante, "consiguió" en aquella antesala algunos números de celular, bajo promesa de que le avisaran cuando se hiciera la fiesta.

          Una vez sellado el féretro, despedimos en la vereda al automóvil que lo condujo hasta el cementerio. Yo no uso anteojos de sol, pero ese día no sé por qué me dio vergüenza que me vieran llorando, en especial la Señorita Repetto, otra alma buena que lo va a sobrevivir todavía mucho tiempo. Hasta que partió el cortejo, mi hermano siguió saludando colegas como si se tratase de una Convención de Ex Alumnos, riendo siempre.

          Don Pancho Lleno no siguió el acompañamiento hasta el momento de la sepultura. Con Cholita tomamos un taxi y seguimos llorando el responso y el entierro.

          Luego me enteré de que, a la vista de más de una libertina, mi hermano dio el aspecto de ser una persona simpática.

sábado

Una tarde en el cementerio de Balcarce

Hace tres años estaba muy solo.
Todas mis producciones eran despreciadas.
Ahora la cosa varió un poco; pero de aquella época traigo este recuerdo, que ya publiqué en otro lugar.
La muerte tiene tantas otras formas.



Al fondo de la calle 39 se erige el Cementerio de Balcarce, Art Deco futurista entre la palmaria ignorancia.



Letras Metrópolis del Arq. Francesco Salamone, bizarría pampeana nacida de la inconmensurable corrupción del gobernador Fresco



Traspuesta la fachada, la serranía muerta preside las tumbas blanqueadas a la cal, muchas abandonadas.



Bóvedas de pequeños arrendatarios que hacia el Oeste enfrentan a los sepulcros terrosos de los desposeídos, un escalón más arriba.



El mismo Ángel de la Opulencia que se repite en Recoleta, esta vez despojado de toda mística. Miedo de los concurrentes de que se le caiga eso que tiene en la mano.



Las tumbas serán sanas y limpias, para descanso y no para castigo de los cuerpos retenidos en ellas.
En todo lado se cuesen ava.



Campeón burgués de la moral, muerto en 1923. Habría cumplido a la fecha 150 años, junto a su fiel esposa y a sus amadas hijas, inmersas también todas en un irreversible estado ficcional.



Dust to dust, ashes to ashes. Lesson eleven: The Dust and the ashes are on the coffin.



Más adelante, descubrimos que en todo espejo plano la imagen se forma en la intersección de las prolongaciones de los rayos reflejados.


Un gran jardín de infantes en el que predomina la calma.
Se ha muerto mi niño, mi niño, mi niño, mi niño hermanó.




Ángel de la Erosión y del Olvido



Cara de Ángel que ha muerto con su protegido. Prodigios de la fauna y flora cadavéricas.



Obviously, Fangio.
Despreciado por sus coterráneos, la calle que lleva su nombre en Balcarce es la 13.


Al final de la travesía, abandonamos la necrópolis, dando a nuestros nuevos amigos las seguridades de un pronto regreso... ¡Post tenebras spero lucem, adiós!

domingo

Hombre Araña: Retrospectiva de la construcción de significantes en el cancionero popular de la Guerra Fría. Una visión desde el Tercer Milenio.



Hombre Araña, Hombre Araña
tiene todo lo que puede tener una araña
teje una red de cualquier tamaño
captura ladrones como moscas,
¡mira!, ahí viene el Hombre Araña.

¿Si es fuerte? Mira, Bud, tiene sangre radiactiva.
¿Si puede colgarse de un hilo? Mira hacia afuera...
¡Ey, allá! Aquí viene el Hombre Araña.

En el frío de la noche, a la escena del crimen
como un rayo de luz él llega justo a tiempo.

Hombre Araña, Hombre Araña, buena vecindad, Hombre Araña.
Él ignora la riqueza y la fama:
la acción es su recompensa.
¡Mira! Ahí viene el Hombre Araña.

Hombre Araña, Hombre Araña, buena vecindad, Hombre Araña.
Él ignora la riqueza y la fama:
la acción es su recompensa.
Para él, la vida es un gran Big-Bang:
dondequiera que haya algo para colgarse
¡encontrarás al Hombre Araña!

viernes

Sin embargo, el latín los dignifica

          Pocas veces vi tanta desvirtud como cuando fui empleado público. Funcionarios, empleados y magistrados construían y compartían en antros regenteados por el Erario Público modos de vida aberrantes que elevaban entrecerrando los ojos al rango de filosofía, en tanto degustaban en carácter de asignados por la Providencia los placeres y posibilidades más refinados y aun inmundos de la lógica burguesa. Platos gourmet a la hora del almuerzo obrero para otros, vacaciones caribeñas, sexo a polla en alza y ojo avizor del culo, jardines de infantes/palacios, licencias por resfríos, camionetas 4x4 para recorrer sólo el uptown bailoteaban al borde de lo temible en aquel salón del horror presidencial, y una notoria predisposición de ninguneo del presente doliente de los demás era entremés corriente entre aquellos dueños de la casta vaga que la distribución del ingreso nacional había perpetrado. Una mujer de las que allí trabajaba me espetó el desiderata de su concepción de vida un día, sin el menor empacho: "Ok, te acepto que soy permeable a la perversión, pero eso no te habilita a juzgarme".

          Entre las actitudes menos dignas de las que fui testigo, figuran sin duda las actuaciones impúdicas de los empleados de menor rango, quienes, al ritmo del ejercicio de la obsecuencia más vergonzosa, ganaban sus bizcochos inmerecidos echando mano sólo de lisonjas, lamidas de ojete y adulaciones escasamente justificadas en el horror al vacío de regresar a sus vidas ajenas a la teta de la Administración o procurarse culpablemente la indiferencia de sus jefes, posibilidad ésta que los llenaba de horror, porque les daba escozor en el criterio la sola posibilidad de que aquéllos a quienes dirigían su falsa idolatría no los consideraran especialmente.

          Sus actitudes ruines llegaban, incluso, a la delación.

          Preocupado por la legitimación que los demás le asignaban a las conductas infames de los chupaortos (llevar infusiones al despacho de los jerarcas, reírse de sus bromas, manifestar a los gritos el más pleno acuerdo con las arbitrariedades o las mancillas al respeto que sin filtro desgranaban los de más alto rango en perjuicio aun de los propios compañeros de tareas); consternado digo por la vigencia de tales actitudes antihumanas y ajenas a la solidaridad más elemental, me aficioné a la investigación de la conducta cotidiana de los que menos pueden; y así descubrí un latinismo que resume la sabiduría esencial del espíritu romano, que todo lo advirtió y glosó. Dice la frase:

si bene te tua laus taxat sua laute tenebis,

          que quiere decir "quien se humilla, será ensalzado", locución que es también un palíndromo y anuncia por ello un ciclo irreversible; y entonces entendí que esta parte horrible de la Historia de la Humanidad es también constitutiva de cierto grito genético ancestral que, aunque nauseabundo y generador masivo de adhesiones, es al mismo tiempo una inmundicia que también conforma la esencia aun de la porquería evolucionada; y por todo ello me dieron ganas de morirme por mis propios medios.

miércoles

          ...sí, sí, sí; pero hace veinte años estoy seguro de que NADIE iba a convencerte de que fuéramos al cine en vez de ponernos a coger; hace quince, diecisiete años ni por las tapas habrías cambiado una tarde de pelotudeo por una tarde de lectura; hace veinticinco años olías feromonas masculinas babeándote la entrepierna a los gritos -y ni qué hablar si el tipo trabajaba en una empresa con un sueldo seguro y en lugar de casa se compraba un auto- hace diez años tenías pendiente el ser madre y Maceió, no tenías pendiente Don Quijote, Fitzcarraldo, American Psycho, la ruta de Salamone, los Trópicos, Godard o Rayuela -vaga noticia de que se puede leer de muchas maneras-; sentías -según la exaltada cosmovisión en la que retozabas con la comodidad que da el saber que todos los que están sanos y se quieren a sí mismos hacen y piensan del mismo modo- sentías con fervor de mujer que pisa firme en el terreno que le dijeron que está bien, sentías digo que no entiendo qué te pasa, Pietro, no entiendo cómo te molesta tanto que yo quiera tener un hijo y cómo le das tanto valor a esas cosas que qué sé yo, no te das cuenta de que sí, como todo, el libro lo leés y ahí quedó, vos a mí me parece que te gusta todo lo que está muerto y no te das cuenta de que yo amo la vida, no te das cuenta ¿no entendés?, y llorabas y empapada en moco hace dieciocho años me enrostrabas tu modelo legitimado de empleada junior full time sueldo por depósito bancario a cambio de mi afición de vieja clase media al conocimiento autodidacta y hoy veo que al pedo igual; te arrojabas con ansia de sujeto pasivo de salvataje heroico a los pozos decolorados de la tragedia más doñarrosa mientras te escuchaba desgranar lo que decían era el Mundo desde tu diccionario colectivo afectado de parálisis, y entonces yo creía que nadie iba a quererme nunca y así pasó, hasta hoy mismo dieciocho veinte años, hoy presente desconsolado en que, mientras postulan mi locura, desean poder entender lo que yo entiendo pero qué lástima por mí y qué bueno y quizás a la vez qué pena por él, él tuvo la suerte de no tener que educar y alimentar y todo a dos tres hijos y tiene tiempo para eso, yo también si tuviera tiempo claro que me gustaría sentarme a leer un libro, pero vos, Pietro, no te das cuenta de que no todos pueden vivir como vos, principalmente porque vos no estás casado ni tenés hijos. Vos dame a mí llegar y no tener nada que hacer y ahí te leo todo lo que quieras, te miro todas las películas que quieras y me siento a hablar no sé qué que querés que me siente a hablar con vos, Pietro.

domingo

Individualismo y referencias exofóricas barriales

          La porquería, aunque pareciera caótica y desmembrada, guarda sin embargo en su imaginario algunas normas de locución repulsivas, pero que gozan de aceptación y que también obran de elemento de asentamiento de lo que para ella existe, y de legitimación para que continúe existiendo.

          Una de ellas es la remisión permanente al individualismo más mediocre, que va y viene desde y hacia el egoísmo sin vergüenza, sin contemplación del Otro y sin esperanzas de reversión. La clase media porteña cacarea mierdas como ésta: "Yo a mí mirá, no me vengan con cosas que no; a mí dame como tiene que ser, y si a vos te gusta de otra forma, allá vos, pero a mí las cosas como son". Cuando los veo en esta confirmación de sus pobrezas, pienso que el que así habla se regodea en la contemplación de los frutos que ha querido sembrar. Una mañana recordé unas diez actitudes de esta clase; iba en el subte y debí bajarme forzadamente en una estación a vomitar; de las tripas sólo salió aire; yo hubiera querido llenar el canasto con todas esas inmundicias.

          Otro código horroroso de dicción es la permanente omisión de conceptos y de elementos descriptivos, que el hablante decadente exige a su interlocutor que sepa y comulgue, bajo pena de considerarlo un pelotudo. Para la clase media porteña, que no explica nada, hay ciertas cosas que deben saberse, igual que esas consignas no escritas de los delincuentes y que el protocolo de la clase alta, que resultan más fáciles de adquirirse, porque la consciencia de clase misma los va transmitiendo. Pero la clase media es una mierda que, como me enseñó una amiga, se cierra por abajo por temor a la indigencia; y como la clase alta también se cierra por abajo, entonces rebota todo el tiempo, como un enorme shit-shake de aquí a la eternidad, también irreversible, porque no viene dotada de vocación de cambio, pues, si cambiara, ya no estaría en la mitad que tanto le agrada. El único cambio que pretende la clase media es tener más plata.

          Hace minutos, el noticiero informó que dos automóviles chocaron en una bocacalle, y que uno de ellos, descontrolado, arrolló a un peatón inocente que por ahí pasaba. En la imagen apareció un testigo de los hechos, que dijo con soltura de ignorante pleno:

Yo esto acá ya hace varias veces.

          Con eso quiso significar que en esa esquina hubieron muchos accidentes de tránsito.

sábado

Trillado, pero igualmente me sucede

          Alguno de la porquería vez a vez me asegura: "Pietro, vos sos un tipo que vale mucho".

          E inmediatamente pienso: "Ah, entonces es que nadie quiere pagar".

domingo

Coincidencia

          River Plate, mi equipo, se fue a la "B".

          Yo hace rato que también.

sábado

A la debacle de hoy

[Gallinas.jpg]


Exiguas almas, faltas de coraje,
presas del tedio y de los millones
devastadoras de los corazones
indignas de pasión y de homenaje:


¡si despertara de la fría tierra
el artillero máximo, Labruna,
para gritarles desde la tribuna
que el fútbol es lo mismo que la guerra...!

¡Que la virilidad campea en ambos,
que ambos ponen a prueba a los varones,
que aquel a quien le bajan los calzones
debe dejar la vida sobre el campo!

¡Y no entregar el pabellón glorioso
ni abandonar el barco como ratas
ni como un animal abrir las patas
para que el enemigo pase victorioso!

Que peor que la muerte es la memoria
de sin luchar tenerse por vencido
y cacarear y regresar al nido
como aquella otra vez de nuestra historia.

¡Toquen degüello a aquella cobardía,
bajo la sombra de Ángel Amadeo!
Que aquel a quien se dio en llamar “El Feo”
¡jamás vistió plumaje de gallina!


Publicado en doblecontrasencillo el 9 de mayo de 2008.