viernes

Se me escapó

          A las 7:50, el subterráneo estaba lleno como un vagón a Treblinka, rebasado de clase media conforme y apiñada, de parejas de coito de alborada a televisor encendido, con el pelo mojado. Yo me descubrí con cara de repulsión en el reflejo del vidrio sucio.
          Entonces el tren se detuvo y le pregunté a una que estaba a 4 cm de mí:

"Perdón, ¿esta mierda es Medrano?"

          "¿Qué?", dijo, estúpida. No concibe que le puedan preguntar alguna cosa mientras va al trabajo en el subte, salvo que lo hagan por celular.
          "No, si esta estación es Medrano".
          "No sé", contestó, porque también me pasa eso, nadie sabe un carajo de nada nunca, y creen que con no saber nada están a salvo.
          Tampoco saben todavía que están condenados (yo también), y que me cansé de ellos y que no hay solución: son tantos, tantos.

domingo

Cositas de Papá (XVI) - El perfume que lleva la posibilidad del dolor

          Limitaban el comedor de la enorme y espantosa casa de mi infancia unos muros revestidos en madera barnizada, que habían sido modificados por mi padre en otra de sus arremetidas obsesivas contra las paredes. Un día de semana, poblaron el patio de baldosas de bloquera decenas de listones de varios metros de longitud; tachos de lata inflamables que albergaban sustancias resinosas y de brillo, pinceles, herramientas desperdigadas como roedores deshonestos, una máquina de carpintero de la que emergía una sierra circular poderosísima, temible e inepta para imbéciles como yo, aserrín, cosas indeseables como ésas. Por varios días nuestros pasos -los de mamá también- molestaron en la mansión, denigrados frente a los estrépitos de martillazos, a los chillidos interminables de la madera condenada al corte, al gorgoteo del motor eléctrico cuyo cable pelado cruzaba la espesura en procura del enchufe dispuesto por mi padre; de la radio AM presente y desgastante, de las mediciones insoportables de las tiras, de las pruebas de color descerrajadas a ceño fruncido y reivindicación permanente del esfuerzo, del culto del esfuerzo, del enrostro del esfuerzo, del despliegue sádico del esfuerzo, la resignación sodomita del esfuerzo, el sueño inmóvil de la recompensa.
          Los primeros meses se nos prohibió acercarnos al entablillado. La madera nueva era el resultado del trabajo de uno solo para el goce de todos; papá se hallaría reventado de trabajar, tendríamos derecho de mostrar la casa cuando viniese alguno de esos amigos que siempre traen, etc.
          Frente a ese panorama, resultó impredecible el momento en que papá interrumpió el camino de mi madre desde la cocina hacia el baño arrojándole de punta un cuchillo que se clavó en el tendido de madera con que el psicópata había forrado trabajosamente las paredes.
          "Ay, Roberto", dijo mamá riéndose y mirándolo con aire de camarada en el deseo. Papá rió, tomó otro cuchillo y lo arrojó también frente a mamá, quien esta vez se asustó bastante, porque golpeó cerca de su cara con el mango sobre el revestimiento y cayó también de punta cerca de uno de sus pies. Abarcado de goce, nos contó que, de novios, uno de los divertimentos de la pareja había sido precisamente el de emular el número del lanzador de cuchillos del circo: mamá pegaba la espalda a una plancha de madera de su tamaño y papá le daba de cuchillazos cercanos al cuerpo. Incluso lo hacían delante de sus suegros.
          Desde entonces, y hasta que abandoné el lugar, cada tanto papá le continuó vez a vez disparando cuchillos de mesa a mamá, con la intención arbitraria de detener su marcha o de matizar una conversación desarrollada a distancia echando mano de un acontecimiento violento, repentino e imprevisto, luego del cual se instalaba la idea de que mi padre había tenido desde siempre el control completo de las situaciones, de que el riesgo que había puesto en marcha de ejecución era un riesgo querido, preconcebido, desenvuelto según sus directivas y dominado hasta las consecuencias bajo el ala de su direccionamiento tutelar, como todos los demás aspectos de la realidad.
          Algunos años después de que mamá entrara en la menopausia, una colonia de hongos atacó la madera de las paredes. En pocos días, y a través de un proceso que sufría aceleraciones impulsadas por principios aleatorios y ocultos, se fueron generando lamparones progresivos, vetas verdes y blancas, mapas de carcoma en las superficies y formas perversas desprovistas de lógica, islotes cancerosos que sin razón desaparecían y dejaban ver las dos o tres manos de pintura de la pared también padeciente que los prodigaba; y así fue que, en la expectación de la madera enferma, de sus degradaciones y desprendimentos mórbidos, del holocausto de su esencia, me estremeció una sospecha de terror que sólo viró en desánimo días después, cuando papá intervino nuevamente sobre sus paredes pegándoles más o menos geométricamente una centena de mosaicos de cerámica espantosa.

sábado

Tabula arrasada

          Cuando mamá decía "no sé", echaba al mundo total una referencia que se encontraba fuera del límite del espacio construido por papá. De este modo, decir "no sé" conformaba un acto proactivo de muy notoria franqueza, que, además, importaba tanto la negación del topos no papá, cuanto la afirmación del universo al que ella fiel y obscenamente había adherido.
          Así, cuando, de niño, quise tener una bicicleta, me respondió "no sé", porque papá no quería obsequiármela, pero tampoco deseaba comunicarme esa decisión (expresarse en otro sentido hubiese significado desplegar manifestaciones sobre ideas que no existían). Años más tarde le pedí consejo acerca de qué carrera universitaria seguir; me contestó "no sé", porque en la estructura de mi padre el estudio es una actividad de última prioridad propia de vagos o de ricos (fue educado en una subcultura según la cual "el que quiere estudiar, estudia de noche"; "el que no trabaja, se va de esta casa"; por lo demás, papá no estimulaba mi condición de universitario); entonces, mamá, osmotizada en la viscosidad de mi padre, expresaba su honestidad de vaca y a la vez (del otro extremo del péndulo), refirmaba la cosmovisión de su cónyuge, que publicaba suya también. Si un pariente nos invitaba a alguna reunión y quería saber si nuestra familia asistiría, mamá contestaba "no sé", porque aún no lo había conversado con mi padre y, por ende, esa verdad ("el sábado por la noche iremos a casa de...") no tenía aparición en su universo.
          Con los años y la pérdida de interés y paciencia para todo lo que no se relacionara con su esposo, mamá comenzó a utilizar la expresión "no sé" para rebatir, negar o hacer referencia a un vacío que, ya irreversiblemente consustanciada en la masa conyugal patologizada, realmente para ella significaba en el momento del diálogo una "no-posibilidad", porque no había sido introducida todavía por papá. Entonces uno podía comentarle, por caso, "este cuatrimestre me inscribí en tres materias", y ella "respondía" no sé; "anduve a caballo en el campo de un amigo", y ella, no sé; "compré una torta cuando ustedes no estaban, la puse en la heladera, si quieren comer..." y su respuesta era no sé, porque a mi papá no le gustan las tortas.
          No obstante, para justificar la psicopatía de mi padre, mamá agotaba recursos; y, cuando ya resultaba imposible la justificación, se armaba de una locura de loca mala en el que su "no saber" se potenciaba hasta límites espantosos, quizás porque la familia de papá se vanagloria de su ignorancia y la utiliza históricamente como eximente de responsabilidad. De tal modo, cierta vez que discutí luego de que mi hermano expusiera sus miserias, y como papá tomara parte en el asunto conduciendo el intercambio de ideas hacia una debacle familiar (como era síntoma propio de su psicopatología), mamá me tomó de la camisa, pellizcó llorando una de las mangas y a los gritos me reprochó:
Mirá lo que hiciste, hijo de puta.
          "No hice nada", respondí. "¿No seguiste la conversación? ¿No te diste cuenta de que papá se entrometió en una situación que ya estaba por solucionarse y comenzó con su discurso denigratorio de siempre?"
Mamá entonces respondió a los gritos "no sé", "mirá lo que hiciste", y quizás fue ése el día en que se encendió en mí la sospecha de que había crecido en un núcleo familiar enfermo, y que las consecuencias de ese aprendizaje seguirían vivas hasta el final de mi tiempo, influenciándome para siempre.

viernes

Cómo evacué hoy

          Tenía que llegar a un lugar a las 10 de la mañana, pero llegué a las 9. Desde antes sentía la necesidad cruel de evacuar, y los gases se amontonaban en una panza horrible que tengo. En la calle despedí tantos, que me dio vergüenza de mí mismo pasar junto a la porquería, que en este caso tendría razón.
          Entonces entré a un bar y pedí leche caliente con cacao, como cuando era niño. Al rato comenzó la embestida terrible de la defecación. El mozo había desaparecido. Pagué a una joven del lugar a la que sorprendí robándose dos bizcochos de cortesía de un tazón que había en el sector de los mozos. Me indicó que los baños estaban arriba.
          Subiendo las escaleras, rogaba que, dado que era temprano, no estuviesen ocupados los retretes. Por suerte, en el baño había sólo murmullos de agua corriendo muy levemente por algún lado. Elegí uno de los dos inodoros y decidí que, a fin de no tomar contacto con las mugrerías de la tabla, cagaría de parado, sosteniéndome con el brazo derecho contra la pared que daba a mi espalda. El piso estaba mojado y preví que mi pantalón "de traje" se inundaría en la botamanga.
          Desde el primer envión cagatorio, explotaron mis hemorroides. La tabla blanca del retrete se llovió de gotas rojas como la banda de la camiseta de River Plate, y aun más rojas. No salieron los cerotes como debían en tamaño, razón por la cual empujé otra vez; por alguna revuelta de la inflamación venosa de mi esfínter deformado, una especie de túbulo comenzó a echar espolvoreadas de sangre hacia los costados del inodoro. Así se manchó el piso. "No importa, hay suficiente papel", pensé; consecuencia de las siguientes cuatro o cinco contracciones, cayeron masas medianas de excrementos teñidas de rojo pathos; el agua del retrete se coloreaba y la tabla cada vez más presentaba charcos bermejos intensos con relieve. Pensé también que la coagulación regular demanda entre 6 y 8 minutos, luego de los cuales no sería tan fácil ya remover la sangre engomada. No tomé en cuenta que podía ingresar alguien. La fe me mostró: "qué horrible que soy, qué ridículo es mi pelo, qué horrible es mi panza con pelos."
          Me dolían los muslos porque no me ejercito, y la media flexión con el brazo hacia atrás sosteniendo el cuerpo contra la pared demandaba pesadas tolerancias de obeso espantoso que sigo siendo y de la negación continua de mi belleza; esa mala conjunción de posibilidades y certezas incrementaba la molestia, que ya sentía inexplicablemente en la región occipital. Vi mis zapatos avejentados; me dije "tienen siete años y te ridiculizan"; una nueva oleada de inmundicias cayó junto con otros diez mililitros de sangre muy bermellón a la taza del inodoro. Iba descargando el depósito de agua cada un minuto o dos, a fin de que no se llenara el recinto de olor. Quería finalizar ya, pero las ganas me impulsaban nuevamente. Traté de quitar tensión a las piernas y me erguí; algunas gotas de pis y muchísimas de sangre se vertieron sobre el calzoncillo y la zona exterior del pantalón. Puse un bollo de papel en la raja del culo y así creí que el piso no continuaría llenándose de mi sangre.
          Pero no. Luego de dos o tres ramalazos, me persuadí acerca de que, si me quedaban ganas, podría disiparlas durante el resto de la mañana pensando en otra cosa, y que lo ya despedido resultaba suficiente para transcurrir un día sin más inquietudes.
          El piso mojado y ensangrentado como en una escena de homicidio violento y la copa del inodoro blanca y roja como un tomate descompuesto me quitaban posibilidades de movimiento y por ello dificultaban la tarea de detener la hemorragia; mucho más cuanto que debí sostener el saco y la camisa desvestida sobre el portarrollos del papel higiénico, ya que no había dónde colgarlos. Con una pelota de papel en el culo, en genuflexión, fui limpiando el inodoro y la parte superior de la tabla (cuando la levanté, noté los ríos gruesos que habían discurrido no sé cómo por toda la superficie inferior). Gasté muchos metros de papel. Luego limpié el piso con más papel. Dejé un reguero de puntos rojos muy pequeños aunque visibles a un costado del pequeño retrete. Gran parte de la sangre estaba ya viscosa y no pudo ser removida, ni aun escupiendo sobre ella (no quise mojar los pelotones de papel higiénico directamente en el agua del inodoro).
          Me resigné a utilizar todo el día los calzoncillos manchados de sangre y orina, y el pantalón ensangrentado. Al quitarme el papel que estaba en contacto con el ano, noté que restaba transcurrir algo de los 6 a 8 minutos y que en cualquier momento recomenzaría el goteo; pero, dada la muy extrema probabilidad de que ingresara alguien al cagadero del café-bar, decidí que la tela del calzón lo absorbería.
          Después de vestirme dentro del cubículo muy incómodamente e higienizarme las manos, con el culo dolorido, advertí por el espejo de los lavabos que de algún modo había arrojado sin darme cuenta una gran cantidad de sangre al frente del inodoro. Sin embargo, no me apuré para quitarla. No bien eché el papel y presioné el botón, ingresó, ahora sí, una especie de abogado que me miró a los ojos. Sin saludarme, estudió velozmente el lugar de donde yo había salido y decidió, por esos juegos de la cofradía de los buenos dioses, utilizar el retrete de al lado. Cuando abandoné el lugar, con el abrigo en la mano, durante dos cuadras imaginé que el letrado vendría corriendo a buscarme, y que lo ayudaría a identificarme la camisa violeta que llevaba puesta.

martes

Pero por algo mucho más cruel todavía.

Y no estoy hablando de nada en particular. Es la historia universal. Si no hubiese pasado esto, habría pasado alguna otra hijadeputada.

domingo

Toda mi mierda

          Me veo en retrospectiva y me insulto. Me insulto en retrospectiva y no me puedo morir.
          Antes tenía fantasías del tipo de ametrallar recuerdos. Ahora me cago obligadamente, me cago manu militari en todos, y si existe en mí alguna victimización, ésa es la de amplificar mi sufrimiento por la ausencia del otro, mi repulsión doliente por alcanzar la absoluta certeza de que me tengo que cagar inevitable y desilusionadamente en todo, rotundamente en todo, en vos, en todos, más allá de amar la verdad.
          Ojalá no pueda ver más tu porquería, ni que vos te preocupes más por la mía. Ojalá me muera AHORA, porque vi tu espectáculo.

lunes

Cositas de Papá (XV): Mi vida como músico

          A mis trece años, dos después de que comenzara a estudiar piano, papá compró uno usado que ofrecían en los clasificados del Clarín. Alguna vez contaré las incursiones del psicópata en el monstruo de madera y cuerdas cuyo aroma hoy recuerdo con ramalazos de tragedia. Entonces no sabía (ahora sí) los años que estaban por venir.
          A partir de su llegada, los parientes de los domingos se sentaron a escuchar con displicencia a Pietro, un niño, de quien sin embargo exigían páginas a lo Rubinstein que jamás obtuvieron.
          Cierta vez, un tío ponderó las tres o cuatro líneas que había desgranado en el "living room", a varios kilómetros del "comedor" en que se atragantaba el resto de la familia con la estufa encendida y todas sus incapacidades y sobreabundancias. "Qué bien está tocando Pietro", dijo.
          Mi padre contestó: "Mirá, después te voy a ir a tocar yo unos tangos que sin estudiar te los saco con estos dos dedos y encima te los canto. A Pietro dejalo, Pietro solamente ejecuta la fría página del pentagrama".
          Mis parientes nada habrían respondido (quizás la abuela, "Ay, sí, Robertito, cantate algo, querido"), y yo, habiéndome días después enterado del episodio no sé cómo (mi madre, por supuesto, callaba), dejé poco a poco de tomar lecciones de piano.

sábado

Ayer y hoy

          Con mi amiga Emegé hablábamos esta noche de las formas discursivas populares de ayer y de hoy. Veíamos un documental sobre un dirigente de izquierda de los '60s que se dirigía a una congregación peronista de banderas con fusiles cruzados en términos que hoy pocos identificarían como de lenguaje masivo. La propia izquierda argentina, hace cuarenta años hiper-intelectualizada, hoy desgrana pavadas sobrecargadas de marihuana y sexo libre que poco tienen que ver, como antaño, con la refutación seria del materialismo histórico que ignoran y que es la base de su (desconocida) reivindicación. Los que ayer procuraban la derrota de las justificaciones estructurales de dominio, hoy, sitiados por sus limitaciones culturales, sólo abogan por el reparto solidario de alimentos no perecederos en plazas públicas, y de flujos seminales y vaginales a ritmo de conversión de la irracionalidad en derechos que sólo importan a su reducida comunidad de marginados auto-adquiridos.
          ¿Causaría el mismo efecto por estos días el discurso del líder que vociferaba literatura sobre un tinglado improvisado en la entrada de una fábrica, a principios de los '70s? ¿Habría ahora interlocutores válidos para esa clase de expresiones tan precisamente referenciadas de contenido?
          "Esos florimientos vienen de antes, del treinta, del cuarenta. Fijate la forma de uno de los mensajes más recordados de Eva Perón: ...y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán los restos... andá a hablarle así hoy a la masa obrera. ¿Jirones?¿Qué jirones?"
          "Hoy habría que decir bidones", agregó inmediatamente Emegé. "Aunque deje en el camino bidones de mi vida".
          "Ja ja ja", se me ocurrió, pensando que las masas actuales aplaudirían igual así, a tan poco de la ausencia de significante.
          Y en seguida me volví a deprimir un poco, pero no mucho más, porque venía de liberarme y, como postula mi psicóloga, por tu estructura psíquica siempre algo de angustia residual va a haber, eso no lo vamos a poder modificar.

martes

Hijos de puta

         Todas las prendas que de algún modo guardan contacto con mi culo están manchadas de sangre seca o húmeda. Cuando me las quito, parecen invadidas por un torrente de mierda; pero en verdad es sangre tan roja y sedimentaria que toma sin miedo a ninguna denigración la senda horrorosa del marrón. Vez a vez, utilizo líquidos limpiadores saturados de ácidos más o menos benéficos o más o menos corrosivos, siempre sin resultados. Los calzoncillos blancos, en más de una ocasión, viraron a un ocre que interpreté resultado de una cromatografía aureolar de muerte intensa.
         En este punto, veo que he venido dedicando mi agotamiento a todos los hijos de puta que me desvirgaron los estadíos en el camino de la vida y que corroboraron con toda su pestilencia enferma que es cierto, uno pasa libremente por las metamorfosis más ridículas.

jueves

Si no (si y sólo si no pe), entonces pe

          Una aplicación de la Ley de Murphy:


Si no es necesario que no sea, entonces fatalmente será.

lunes

Esperen un cachilín

Ya voy a postear; es que entre la depresión y el trabajar inútilmente, el mismo tiempo que me ha condenado se me diluye entre el cáncer existencial.

Ya vengo, y cuando venga, borro esto.

sábado

Revelación freudiana

          En una de las múltiples -y siempre insuficientes- sesiones de psicoanálisis a las que debo someterme en función del daño recibido, expuse a consideración de la terapeuta una relación sentimental de años atrás, que tuve con una mujer que, con algún otro hombre, se había dejado penetrar por el orto; y que, además, había consentido una serie ininterrumpida de  relaciones sexuales con por lo menos un desconocido antes de decidir su noviazgo conmigo. Como más o menos la licenciada me convenció acerca de que no existe una moral homogénea, le pregunté por qué en aquella época esas dos circunstancias (la cogida por el ano y la putedad pasada) me molestaban tanto; y cómo es que ahora las veía, si bien aberrantes e indeseables desde una perspectiva de vida virtuosa, verdaderamente inofensivas para mi proyecto personal de vida e insusceptibles de generar daño en nadie -acaso en el esfínter anal de la protagonista de los descarríos o en su honestidad biográfica, pero nunca un deterioro de mi propia entereza espiritual, como antes lo vivenciaba, al punto de sentirme portador vergonzoso y en condición de inmanencia del deshonor que atañía a mi partenaire de entonces-. A mayor abundamiento, le comenté que otra mujer a la que conocí desde niña actualmente llevaba el mismo comportamiento, pero esa ajena experiencia me provocaba esta vez risa y expectación de torpeza en lugar de, como antes, obsesión horrorizante, repulsión y conexión con la soledad y angustias más extremas.

          ¿Quizás me sentiría ahora cobijado en la pureza de pensamiento y acción de Cholita, la mujer más honesta de todas y que por suerte puedo querer sin temores?

          La interpretación "psi" fue, como nunca, una luz azul en el camino:

          -A esta altura ya lo hemos trabajado quizás sin darte cuenta, pero en aquel tiempo probablemente hayas asociado la penetración anal con los abusos morales que te infligió tu padre; y la liviandad de costumbres sexuales, con la prostitución de tu madre.

          Y entonces todo surgió tan cristalina y palmariamente, que comencé a perdonar, si bien cada carnero en su redil.

jueves

Inimputeable

          Así pondera una persona a mi madre: Inimputeable.

          Es decir: no se la puede imputar, porque no parece tener la capacidad de comprender la criminalidad de sus actos estúpidos; y tampoco se la puede putear, porque para una estúpida los insultos de terceros son como... como... anillos de debilidad frente a la mano más fuerte de mi padre.

          Me pareció una muy acertada apreciación; lúcida, pero no por ello menos dolorosa.

          E imaginé entonces a mi madre, pendulando como una idiota.

sábado

Ahora me explico

Las mujeres de dudosa reputación buscan frecuentar a las mujeres honestas, por una especie de... nostalgia de la virtud.


Max Ophüls, La Ronde, 1950

jueves

Cositas de papá (XIV): Pietro mea la tabla

          Otra de las variantes de escarnecimiento activo de mi padre era, desde mi muy pequeña edad, culparme de que había meado la tabla del inodoro.

          -¿Qué mierda hacés con el pito?- decía, a la vista de todos y al oído de mis hermanos. -¿No sabés pishar como se debe? ¿Por qué carajo no levantás la tabla? ¿Por qué tu madre tiene que entrar al baño y ver la tabla meada?

          Mamá, en general, según su péndulo incesante, vegetaba como una garza en alguno de los dos extremos de su dinámica.

          Cierta vez, en casa de mi abuela, papá comenzó de buenas a primeras a postular esta coherencia lacerante, ahora para el entendimiento de su madre, diciendo que Pietro era un meador de tablas, que no sabía mear y que había que andar detrás de él para componer los desastres que dejaba en el baño, al que después tenemos que ir todos. Precisamente mientras marchaba yo a orinar a la vista de la tribuna familiar, mi padre declamó:

          -Guarda porque éste te va a mear la tabla.

          -¡Ay, Roberto! -se asombró mi abuela.

          -Sí, sí -confirmó mi padre -el tarado éste no se fija y te mea la tabla.

          -Losotros día -intervino mi madre, emergiendo del silencio de asentimiento en viaje instantáneo al otro extremo de oscilación -se agarró el pito y empezó ¡bbbb bbbbb bbbbb! -practicando mientras la mímica de agarrar una manguera, con la lengua a medio asomar, como un niño con trisomía del par veintiuno. Y continuó: -Así hacía: ¡bbbbbb, bbbbbb!, como un boludo, y después había que ir a limpiar porque quedaba todo meado.

          Tiempo después desgrané las razones de esta fijación genital de mis padres, que eclosionó cuando desarrollé mi pene y me hacían notar vez a vez el desarrollo señalándome que se me notaba el pito y que me cambiara el traje de baño por otro más holgado; o bien consignando de viva voz que tenía olor a bolitas, órganos que, como decía el psicópata frotando chapa ilusoria y mendaz de heredero natural de la decencia provincial de sus mayores, llega una edad en la que empiezan a jeder.

          Este repetido episodio de la infancia, apreciado en retrospectiva, da el peso de propia caída de la entereza espiritual de mis padres y no debiera dañar. Pero no sé por qué conservo de esa miseria el temor de mojar la tabla del inodoro cuando estoy en casa ajena, y me adjudico niveles de humillación pensando que, para el caso de que orine sobre el plástico y aunque tenga a mano algún elemento de limpieza, no podré evitar por ejemplo la diferencia apreciable de textura entre la parte que recién limpiaré y la que no resultó ofendida por las gotas ácidas de mi vergüenza. No asombra entonces el hecho de que todas las veces que entro a un baño público pienso en el privilegio de quienes sin mayores miramientos esparcen su descuido o sus libertades para que yo las vea en tributo al psicópata, a quien también legitimo -váyase a hurgar el motivo- resistiéndome siempre a levantar la tabla del inodoro, quizás para confirmar, como decía el hijo de mil putas y condescendía Mamá Susana Péndulo, que qué mierda hago con el pito, no ves que el pito te va a llevar a amar y multiplicarte, y nosotros, que somos una díada sadomasoquista irreversible y mórbida, queremos sacrificarte en el altar de nuestra patología.

domingo

Propuesta Indecente

          "¿Por qué no te metés en la pileta?", dice Cholita. "Porque no me gusta exhibir mi cuerpo", contesto. "Pero mirá ese señor, lo grandote que es e igualmente está disfrutando con el torso al aire".

          Y entonces le explico: "Es que en el ámbito burgués la rechonchez está bien vista: los burgueses no guardan ningún empacho en mostrar sus cuerpos sobrealimentados, porque representan la prueba más evidente de su opulencia. En mi caso, en cambio, la corrupción de mi abdomen, de mis tetas, los colgajos de mis brazos y la acumulación inmunda de grasa en mi cintura son el elenco patente de mi decadencia".

          Entonces Cholita continúa leyendo el diario.

miércoles

Certeza comprobada

TODOS los que construyeron mi infelicidad han sido felizmente recompensados.


          Cuando se me vaya esta amargura, voy a hacer la lista; no sé para qué.