viernes

Historias breves. Hoy presentamos: Vida sexual de un amigo

ATENCIÓN

PRIMERA MOCIÓN DE CENSURA PARA TODA TU MIERDA


          Hoy, 20 de febrero de 2010, he recibido telefónicamente la primera propuesta conminatoria de censura en relación a escritos concretos de este espacio.

          Aparentemente, el artículo cuyo título luce en el encabezado, vulneraría susceptibilidades de personas todavía vivas e identificables.

          La exigencia vendría apoyada por terceros que, habiendo tomado conocimiento del contenido del artículo, estarían también de acuerdo en que cómo puede ser.

          Yo le habría faltado el respeto y habría herido a quienes no lo merecen, y eso no sería de hombre.

          Es posible que desde alguna perspectiva tengan razón, que el rencor por la decadencia que todos construyeron y mi impotencia frente al rígido orden escatológico que me circunda me hayan llevado a querer matar la mosca con un Exocet, así que eliminé el posteo.

          Aclaro: Ésta es la primera y única vez que haré caso a una propuesta de censura.

          De todas formas, cuando sea oportuno volveré a subir el artículo. Conste, además, que ésta es otra oportunidad que le doy a la porquería para hacer valer sus derechos y dejarle intacto el honor que de variados modos decidió voluntariamente mancillar, actitud que la porquería claramente no tomaría por mí. La porquería se ha cagado sistemáticamente en si a mí me gusta o me disgusta lo que la porquería dice.

          Los interesados en conocer el contenido del artículo, pueden pedirlo escribiendo a pietrotul@gmail.com . Los que se animen, pueden también hacerlo dejando una dirección de mail en los comentarios.

          Muchas gracias.

miércoles

Madre nutricia

Hoy que estoy muy gordo y muy amargado, les ofrezco estos párrafos publicados en Doble contra Sencillo el 26 de junio de 2009.



          Mi madre no sabía dar cariño explícito. Por ejemplo, no decía "te quiero", ni daba caricias. A otras personas no les manifestaba que "quería a sus hijos" ni utilizaba ninguna otra frase declamativa o amenazante del tipo: "a mí me puede pasar cualquier cosa, pero cuidado con el que toque a cualquiera de mis hijos". Mi padre, a su vez, sufría una personalidad psicopática grave y carismática. Le gustaba la buena mesa, y se vanagloriaba de que su esposa había aprendido a cocinar fogoneada por sus exigencias de marido que sostiene el hogar y pone proa hacia el progreso, como evidentemente consideraba que su núcleo familiar había progresado.

          Entonces mi madre cocinaba cada vez mejor y cada vez más variedades, y cada vez mayores volúmenes de comida. Las dotes culinarias adquiridas fueron, sin dudas, su mayor virtud, a salvo la de su tenacidad para cumplir órdenes sintiendo placer. En ese ámbito mi madre pudo desenvolverse a gusto, pues, en la cercada imposición vital que practicaba mi padre, la comida conformaba un esplendor edificado del mismo sacrificado modo que la manutención esforzada del grupo. Yo sentía afición por otros disfrutes; por ejemplo, los partidos de tenis, el fútbol y las historietas. Pero no hablábamos en la mesa de tenis, fútbol o historietas, porque a mi padre no le gustaban los deportes y había dejado de leer revistas antes de la adolescencia. Cuando mi padre se quejaba por la poca sal o el escaso esmero de un plato, mi madre se echaba la culpa usando frases de desconsuelo e insulto como "la puta que me parió", y mi padre descerrajaba otras del estilo de "encima mirala".

          A los dieciocho años tuve que cumplir con el servicio militar en la ciudad de Comodoro Rivadavia, a casi dos mil kilómetros de mi casa. En el terreno inhospitalario del desierto patagónico, compartía con otros ciento veinte desconocidos concentrados la desdicha, el destierro, el temor, las ridículas fantasías de guerra, los panes duros, los olores de genitales, la mugre, la masa, el deshonor, las duchas colectivas, las poluciones nocturnas, los insectos, la transpiración, las humillaciones, las heridas, la degradación, los gritos, el desánimo. En una de las cartas que me envió la familia -siempre escribían cartas plurales en las que primero se despachaba mi padre, luego mi madre y luego mis hermanos- mamá no supo cómo describir que ella percibía realmente mi dolor, ni cómo ese dolor le despertaba misericordia. Entonces, luego de los encabezamientos rituales, decidió nada más contarme que la noche anterior habían ido al cine con mi padre -la película se llamaba Pobre Mariposa- y que después eligieron un restaurante de preciosa decoración, con un mozo muy bien vestido que les sirvió una comida riquísima que se deshacía en la boca; había música suave y luces apagadas y la gente hablaba muy bajo; se sentían tan satisfechos, tanta era la comodidad, que sospecharon que harían bien en tomar el postre en el mismo lugar, y así pidieron una confitura de nombre estrambótico que resultó ser una especie de espuma liviana y dulcísima, con hilos de caramelo que se enredaban dichosamente en la lengua y les provocaban risa.

          Entonces no supe por qué la descripción del menú me arrancaba tantos gotones de angustia; algunas décadas más tarde me di cuenta de que a través de aquella pormenorizada crónica y bajo el velo de sus refulgentes imágenes permitidas, mi madre me estaba diciendo que añoraba albergarme nuevamente en su útero, para que yo dejara de sufrir tan solo y maltratado a dos mil kilómetros de casa, pero que de eso mi padre no tendría que enterarse.

jueves

Cositas de papá (III) - El hombre lobo

          Hoy vi una película recién estrenada, bastante mala, que se llama El hombre lobo. La historia del tipo que sufre licantropía. En esta ocasión, el padre del monstruo también se transformaba con la luna llena, y había matado al otro hijo porque no quería que se lo llevara la novia. También asesinó a la madre del muchacho. Para cerrar las referencias freudianas, la única persona que podía matar al hombre lobo debía ser una mujer que lo amara -es decir, la única mujer con la que el hombre no tenía permitido ser hombre-.

          Bueno, igual no era ésta la última alusión a la Psicología tradicional. En una escena que obviamente pasará desapercibida entre quienes agoten las plateas de este film espantoso, coinciden el padre, el hijo y la luna llena; es decir: ambos se transforman en hombre lobo al mismo tiempo y en el mismo lugar. El padre, como hacía mi padre, a medida que se iba transformando iba basureando al hijo: terminan peleando para ver cuál de los dos es más "hombre lobo" y, como la naturaleza es sabia, gana el hijo, la generación que se queda frente a la que se va. La madre no estaba, porque como ya conté, la había matado el que ahora moría.

          Algo parecido pasó en la casa en que perdí mi infancia, mi adolescencia y mi primera juventud. Mi padre blandía por lo menos una vez cada dos o tres meses el discurso de que yo era el más débil de todos mis hermanos, que no estaba preparado para ganarme la vida, que lo único que hacía era hablar y pedir. Así porque sí, sin nada que lo causara lógicamente, como cuando el personaje que hasta el momento amaba, reía, opinaba y se enojaba, de pronto empezaba a transformarse en un monstruo que desguazaba a todo el que se le acercara. Mi padre decía que yo era un inútil, y que ninguna de mis razones y ninguno de mis actos le "llegaban a los tobillos". Recibía de mala manera mis argumentos de defensa, y, en vez del gruñido temible, era bastante recurrente en la onomatopeya del asco (¡aajjjjj!) cuando alguna buena combinación de palabras me colocaba en la posición del cagatintas que habla y no hace un carajo.

          Igual que la madre de la película, mi madre tampoco hablaba durante estas basureadas; y del mismo modo que en la historia, al protagonista le hacía mal que ella estuviera tan muerta, en especial cuando el monstruo se volvía contra la vida con el argumento de que era suya.

sábado

Historias breves. Hoy presentamos: Yo pagaré

          Como algunos saben, una vez casi me muero de neumonía. Estaba en el campo de una persona que conocía, me agarró fiebre; viste cómo son los ricos, mientras me moqueaba una me dijo: "Ay Pietro, no puedo creer cómo no te integrás". Yo le contesté: "Gordi, no puedo más"; y ella me señaló que "Vos, Pietro, siempre andás con algún problema". Esperé cinco días y cuando uno de los que estaba ahí pasando el verano con nosotros tuvo que volver al pueblo, le pedí que me llevara, porque hacía todo ese tiempo que la temperatura no me bajaba de treinta y ocho grados y además escupía un moco verde muy viscoso que me hacía llegar tarde a comer, todas las veces.

          Me dije: "A la noche me quedo en un hotel; previamente voy al hospital, me medican y a la mañana veo cómo me vuelvo". Pagué la habitación y le pedí al de la conserjería si no podía llamar un taxi. Se largó una lluvia descomunal; el taxi tardó 40 minutos. Viajamos por calles inundadas, por suerte todas de asfalto, hasta llegar a la guardia del Hospital Interzonal, a la sazón desocupada por causa del diluvio, a las 00:00 del sábado 17 de febrero de 2007.

          -¿Vos para qué estás? -me preguntó el que atendía, ignorando que nunca lo había sabido contestar.

          -Y... quiero saber qué tengo –dije, con una entonación que resulta imposible transferir al papel.

          -Pasá -y entonces era la primera vez que entraba a un consultorio en veinte años. El último había sido el de la colimba. Tuc tuc, tuc tuc en la espalda, a ver respirá, tos cof cof tos tos, a ver esperá vos no sos de acá no de Buenos Aires ah Buenos Aires éste me da una inyección de algo letal cuántos años tenés, 39 a qué te dedicás soy empleado judicial de allá, ah, sos juez vendría a ser, no juez ojalá, bueno, te vamos a dar algo para bajar la fiebre pero aguantá que venga el médico doctor a ver fíjesé, hay que llamar a Mabelita, llamala a la casa que venga ya a sacar urgente una radiografía quedate acá.

          -Dónde estás parando.

          -En el hotel Las Cachas.

          -Tenés un pulmón velado -que después me enteré que significaba que en la radiografía salía blanco, porque el moco de infección sale blanco- y una parte importante del otro también. ¿No tenés problemas para respirar?

          -Sí...

          -Bué -le dijo al enfermero -lo pasamos al primer piso, ¿eh? dale 50 miligramos de Pelotonina, pedile a Rivello, y ponele un tubo de oxígeno, fijate si hay bigotera o si no dejalo con máscara pero cada dos horas cambiáselá. ¿Vos tenés obra social?

          -Sí, la del Poder Judicial.

          -Bueno, pasale los datos a Margarita y después acá El Vasco te va a llevar hasta la sala general, te vas a tener que quedar porque con un pulmón y medio velado no podés ir ni a la esquina, menos al hotel.

          -Bueno, muchas gracias... -le di la mano y no lo volví a ver.

          Así que llamé al hotel desde el hospital y después llamé a mi hermana, que tenía que salir a la mañana siguiente para la Costa. No llamé a mi padre porque desde la Navidad del 2005 no hablábamos en virtud de que me había sugerido, luego de un intercambio de ideas, que no pisara más su casa. Mi pretensión era que mi hermana me pasara a buscar y yo desde la Costa me tomaba algo para Buenos Aires, todo bajo mi responsabilidad, porque desde el pueblo en el que estaba hasta las tres y media de la tarde no había micro para la Mierda del Plata. Llamé también a un pariente de los que estaban en el campo y le pedí si no me podía traer el bolso del hotel, ya que no me dejaban salir.

          La primera noche no pude dormir porque "El Vasco" se olvidó de cerrar la puerta y toda la noche me pegó la lamparita pelada del techo del pasillo que precedía a la habitación. Además, una vieja de la pieza de al lado se la pasó gritando "¡Policía, policía! ¡Me tienen encerrada! ¡Policía! ¡Hijos de puta son, hijos de puta!". Yo tosía y escupía una viscosidad del color de las hojas de un árbol cualquiera en plena primavera, y que tenía la misma carnosidad. A las seis de la mañana, una enfermera exhortaba a una señora internada: "Movete, madre, que tené' olor a cola, querida, dale madre".

          El caso es que, a la día siguiente, infelices con la radiografía de las 12 de la noche, debí tomarme otra, la de las 8 de la mañana. Me bajaron en silla de ruedas, y en un lugar prohibido al paso del público estaban mi padre y mi madre, después de catorce meses de no hablarme; se habían venido desde Mar del Plata porque mi hermana, que todo lo delega, los había llamado.

          Para hacerla corta -un día voy a contar los pormenores de ese período claramente místico-, al día siguiente ya estaba en terapia intensiva, con el 50% de la capacidad pulmonar y mi padre ordenándole a los médicos qué era lo que tenían que hacer. Un doctor oriundo de Mechongué le aclaró la noche del 18 de febrero que "vamos a tratar de no ponerlo en respirador por las infecciones que le pueden agarrar, pero no sé si pasa la noche". Por suerte, no vi a nadie llorando.

          Todos los días mi padre iba y venía de Mar del Plata, en donde tiene un departamento. Llegaba al hospital unas horas antes del tiempo de visita (media hora, de 13 a 13:30), hacía tiempo en algún lugar hasta las siete de la tarde, inicio del segundo turno de media hora de permiso. Negociaba con los médicos y enfermeros un ratito más, me daba ánimo. Mamá compraba cosas en las tiendas de por ahí: calzoncillos, un pijama, remeras, jabón, maquinitas de afeitar, chocolates que no podía comer, un espejito de Feng Shui para rechazar la mala suerte que colgué en el perchero ese donde se pone el suero. Mi viejo se acercaba, me preguntaba cómo me había ido. Convenció a los médicos para que me enviaran una psicóloga a la camilla, porque Pietro era un chico que siempre tuvo problemas psicológicos. La psicóloga anotó en la historia clínica que tenía cuestiones con mi padre y que no era casual que mi enfermedad se tradujera en una cuyo síntoma fuera la sensación de no poder respirar. A las ocho, volvía para Mardel.

          Yo hablaba como suspirando, del mismo modo que lo haría un tipo que tiene un pulmón y medio hecho mierda. A medida que pasaban los días, gracias a la parva de jeringas que debía tragarme desde que estaba conectado a una máquina que avisaba con pitidos cada 45 minutos, iba recuperando zonas de los pulmones; en una semana y media me dieron el alta. Mi padre empeñó sus días de vacaciones en hacerse cientos de kilómetros hasta el hospital y darme ánimo para continuar. En nuestras charlas le conté que iba a renunciar al trabajo porque había un juez de rasgos psicopáticos que me basureaba. Él me dijo que estaba muy bien, que yo era un chico muy capaz, que no sabía lo que hacía en ese lugar de gente que no sirve para nada, que yo estaba para algo más que ser un simple empleado y que la mejor decisión que podía tomar era ponerme un estudio.

          El 28 de febrero volvimos a casa. Papá no quiso que estuviera solo y me ofreció alguna habitación de su mansión para que me quedara allí hasta que me curara. Esa misma tarde, yaciendo yo en mi lecho de enfermo y con el fin de alentarme en mi nueva empresa de abrir el estudio jurídico, me dio lo que sería mi primer caso luego de la salvación de la muerte, con todos los augurios de éxito para alguien inteligente, capaz y talentoso como yo: seis pagarés de trescientos pesos cada uno que debían ejecutarse en un Barrio La Esperanza de Hurlingham, cuyas garantías eran un contrato de prenda preimpreso sin firma ni fecha y un boleto de compraventa de una casilla en un asentamiento de emergencia suscripto por una mujer con la que el firmante no estaba casado; los documentos estaban librados en una dirección que no era la del deudor, sino un almacén sin habilitación en el que él trabajaba, en una vereda cuyas casas tenían la numeración que los dueños o inquilinos le querían dar o directamente carecían de chapa, letrero o pintada catastral y se alternaban aleatoriamente los números pares y los impares; los oficiales de justicia apenas alcanzaron muchos meses después a notificarle la demanda luego de que le juráramos al juez que el tipo vivía ahí y que de última se la dieran a cualquiera que la agarre; apareció un abogado amigo que nos llamaba para decirnos que el hombre no se sabía adónde estaba –no fue nunca más al almacén- ni tenía bienes ni otro trabajo y que a él también le debía plata; dos años más tarde ganamos el juicio, pero la sentencia jamás se pudo ejecutar porque no había qué ni a quién ni adónde y casi tampoco había cuánto, pero eso los dos lo sabíamos desde el vamos, en especial él.

martes

Recuerdos de mi primera pubertad: Consecuencias de mi primera pubertad

          Un día llegué a casa luego de compartir un rato entre amigos, y mi padre denostó el olor a bolas que aparentemente traía conmigo.

          -No veo por qué tu madre tiene que andar oliéndoté -me dijo, poniendo cara de asco. Y continuó, mirándome con rictus de decepcionado por el comportamiento natural de aquél de quien se esperaba otra cosa: "cuando uno ya va llegando a cierta edad las bolitas empiezan a jeder", practicando un gesto reiterativo con la palma de la mano, como si estuviera sopesando un paquete. "Así que si querés comer con nosotros lo primero que hacés es que vas, ¿eh?, vas, agarrás, querido, y te bañás ¿eh? te lavás bien ahí abajo, ¿eh?, y después venís otra vez a la mesa, vamos."

          -No sé si hay toalla -dijo mamá con gesto de película de Vittorio de Sica, non c' è niente da mangiare entre las calles de Roma en ruinas, levantándose masticando de la mesa para ir a hurgar entre la parva de ropa limpia sin planchar.

          -Ajjj -dijo mi padre, expresando un real sentir.

          Entonces me fui a bañar. Cuando regresé ya habían terminado de comer.

          -Hace una hora que entraste, ¿qué hacés ahí adentro?

          -Ahí arriba la mesada tenés un poco de canelones y no sé, hay ensalada si querés hacerte -señaló mamá casi llorando. Mientras yo estaba en la cocina, papá le murmuraba algo que yo adivinaba amonestador.

          -Te explico -señaló mi padre una vez que me sentara con un canelón y medio otorgado por Su gracia. - Al llegar como vos a la adolescencia, los testículos entran en actividad para producir eso que te sale cuando vas al baño como ahora, vos me entendés, no.

          -Sí -dije yo, que me había hecho una paja mientras me bañaba porque tenía 13 años, muy ruborizado, incorporando el discurso y la primera pitanza de canelón. A la mesa estaban sentados mi mamá y mis dos hermanos, todos en silencio.

          -Entonces esa actividad hace que te salga olor, las bolitas -y volvía al gesto de sopesar un paquete y a poner cara de asco- las bolitas empiezan a jeder, y si vos no te lavás, a los dos días sos igual que tu tío Raúl el hermano de tu madre. Tu tío Raúl vos lo viste, el otro día nos tuvimos que levantar todos y nos tuvimos que ir del olor a mierda que había en esa mesa. Yo la iba a visitar a tu madre y nadie se bañaba, no se podía estar en la casa de tu madre: en verano ¿te acordás, Susana? en verano se podía estar media hora a lo sumo, después había que irse porque ni el abuelo ni tu madre -mirando a mi mamá y en referencia a la madre de ella- ni Raulito pobrecito el tarado pelotudeando con marcadores en el piso... ¡un olllorr!.

          -Igual ni siquiera jugamos a la pelota, estábamos por ahí conversando -argüí más ruborizado y pensando que no me tendría que haber masturbado.

          -No importa, no importa, no me escuchaste, aunque no hagas nada igual los testículos van trabajando lo mismo y así como te dan ganas de ir al baño, también sin que te des cuenta el olor te sale solo. ¿La ropa adónde la dejaste?

          -En la pileta del lavadero.

          -A ver, Susana...

          -Dónde la pusiste, Pietro.

          -En la pileta del lavadero, ma -mientras terminaba un canelón. Mi padre miraba cómo comía, miraba el canelón y cómo me lo llevaba a la boca, con gesto de repulsión.

          -¿Qué? -pregunté, un conato de sedición adolescente.

          -¿Cuántas veces te pusiste esa ropa?

          -Dos, pa.

          -... -Mi padre ponía otra vez cara de asco.

          Mamá volvió del lavadero sin decir nada.

          -¿Qué hiciste, Susana?

          -La dejé en la palangana -contestó mamá, esgrimiendo el gesto de no haber alcanzado al ladrón de la bicicleta.

          -Bué, traé algo de queso que me quiero ir a dormir.

          Mis hermanos se levantaron de la mesa en silencio, mamá acercó un platito con menos de cien gramos de queso roquefort que papá tomaba de postre, me dijo que si quería había una manzana en la parte de abajo de la heladera y mi papá entonó una canción cualquiera, una tipo "hhmmmmm larái lará hm hmmmm", mientras se echaba pedazos de queso que masticaba como si fuera un cocodrilo o un presidente, mirando hacia el televisor. Se levantó, se lavó los dientes y me ordenó que apagara el televisor cuando me fuera a acostar, que no me quedara mucho tiempo porque se escuchaba todo desde la pieza. Apagó todas las luces a excepción de la del comedor, afirmó la existencia de su puerta de su habitación cerrándola con alguna violencia y desapareció hasta el día siguiente. Yo podía oír, sin embargo, el murmullo de alguna conclusión que mientras se desvestía le comentaba a mi madre, que a todo evento bufaba un "qué calor".

          Años después, cuando decidí abandonarlos a todos y contar este tipo de anécdotas a los parientes con los que hablé por un tiempito más, éstos resaltaban que mi padre por lo menos se preocupaba por mi higiene; que no sólo en aquella ocasión señalaba un aspecto desagradable que todos tenemos y que es importante evitar en la vida sino que, además, se tomaba el trabajo de explicarla para que yo aprendiera y no pasara vergüenza como pasaban quizás los parientes de mi madre -cosa que no todos los padres hacen y que yo debía agradecer-; que mamá, pobre Susana, se esforzaba por preparar comidas tan ricas un día de semana -¡canelones! ¿quién hace canelones hoy por hoy? ¿y cuántos canelones hay que hacer para cinco personas como eran ustedes, que son todas personas que comen bien?-; que si Susana separaba mi ropa sería lógicamente para lavarla mejor, y que por qué no agarraba y la lavaba yo, si tanto me molestaba que mi mamá la lavara "aparte", como yo decía; que no todas las familias se reunían en la mesa como lo hacíamos nosotros; que era bastante lógico que a una hora determinada se apagara el televisor, y que de lo que yo contaba me "olvidaba" decir que no sólo había canelones para comer, sino que, además, había manzanas de postre, lo cual indica que a mí no me faltó nunca nada, porque si no me falla la memoria cuando empezaste a contar esto que vos llamás "malos recuerdos" dijiste que venías de encontrarte con tus amigos, no venías de trabajar o de pedir limosna, así que tan mal no la pasabas, que yo sepa.

          Para la psicóloga, en cambio, lo que en verdad me había molestado del episodio era que mi padre -como muchas otras veces- hiciera referencia a mis genitales, y que luego se desvistiera delante de mi madre tan cerca de donde me había quedado solo.