martes

Breves palabras sobre el espíritu revolucionario

          ¡Ja! Espíritu revolucionario... Madre mía, con tantos pelotudos...

          No quiero agobiar, simplemente quisiera dejar asentado que sin gente de verdad, sin material humano, no hay nada. Nuestro planeta está poblado por dos clases de porquería: los jefes y los que se dejan domar, que son los más ruines y son todos (excepto los jefes). El jefe es una mierda cercana al mono aullador o al jabalí que lidera la manada hociqueando las entrepiernas de los demás, y el que se subordina es una recontra mierda traidora a la raza humana. ¿Por qué no se rebelan los subordinados? Porque están bien como están. Entonces, eso ya los califica; de ahí hacia el más infinito todo es de segunda para abajo. ¿Qué, van a subir a tomar el cerro, a invadir el cubículo infame donde el mandamás se caga en ellos? ¿Van a elevar voces de protesta? No, se van a dejar llevar por las ofertas de préstamos para electrodomésticos. A ver, si hay alguno que luche por la Equidad y lo insubordine la injusticia: ¿qué decir útilmente a la mayoría silenciosa, a la porquería que prefiere el tímido resguardo de su café con leche antes que la pelea por un mundo mejor?

          Porque sí, sacan préstamos para por ejemplo comprarse un plasma de 45.000 pulgadas. ¡Sacan préstamos! O sea: ¡no tienen la guita para la mierda que le dicen que tienen que tener y van y la PIDEN! ¿Qué los mueve? ¿Cómo pueden adherirse tan salvajemente al método que se los empoma, cómo pueden dejar que libremente y con pleno consentimiento de la víctima les rompan el ano? Porque les rompen el culo. Yo por ejemplo, mil veces le dije a mi hermana, que sacó un crédito para comprarse una casa A PAGAR EN 15 (quince) AÑOS: “Escuchame, ¿no te das cuenta de que vas a pagar dos casas con lo que le estás devolviendo al banco? ¿No es diáfanamente evidente que luego de la mitad de ese tiempo, es decir, siete años y medio de sacrificio, comprarías en las mismas condiciones la misma casa, y que el resto en vez de regalarlo lo gastarías para vos, es decir, siete años y medio de tu esfuerzo que se lo regalás al hijo de mil puta que te lo presta a interés usurario?” Pero la retardada, junto con el pelotudo del marido que también es oficinista, me contestaba: “Se trata de calidad de vida... yo no puedo vivir con los chicos en una casa como la que tengo, que no tiene (ponele) bolud-room, que no tiene dependencias de no sé qué mierda, que no tiene un lugar donde mis hijos puedan correr”. Ahí paré, porque vi que ya me salía con la invocación inmunda de los hijos (como si fuera un argumento) y que no tenía sentido decirle otra cosa, porque en su mente rectangular de empleada, junto con la del marido, no les cabe otra cosa que dejarse someter a la lógica de microcentro, soportando los perjuicios en la ciega certeza de que son beneficios. Además, ¡siete años de esfuerzo! ¡Eso es mucho para un boludo alegre que quiere ver Tinelli, rascarse los huevos después del trabajo en relación de dependencia y cagarse en los demás, como invariablemente quiere esta porquería!

          Entonces pienso en los espíritus revolucionarios. Yo no soy zurdo ni derecho ni ambidiestro; es más, un día les voy a contar qué pienso de la izquierda en Argentina (la izquierda de los ochenta para adelante, no la izquierda ácrata o de sociedad de fomento de principios del siglo pasado, que era la esencia de la izquierda). Pero te juro que admiro esos temperamentos que dan todo por un ideal de verdad, desde la cosa nostra hasta los chinos de Mao, desde el tipo que dijo que era Jesucristo hasta los empleados de la CIA que guardan el secreto pase lo que pase. Me refiero a un ideal que trascienda el simple individualismo, y no te estoy hablando de esa filosofía de mierda que cultiva la porquería asalariada y que se resume en que “mientras mis viejos y mi familia estén bien, yo estoy bien”, y entonces enmascaran toda su falta de colectivismo en la individualidad más egoísta, en la satisfacción más cerda de sus apetencias físicas, químicas, naturales y tambíen las pretendidamente sobrenaturales, ésas que vez a vez cultivan en la lectura de libros fáciles de autoayuda o en programas de televisión rayanos en la oligofrenia. El que asume un ideal se despega del mundo de las cosas, pero éstos la única vez que despegaron fue cuando la guita les dio para irse de vacaciones a Brasil en avión, a gastar menos y a fabular que vivían como ricos por diez o quince días, como corresponde a su demacrada vocación de modelo a escala.

          Con lo que hay no hacemos nada. Hacemos más de lo mismo, lo cual es peor que nada, porque reducir todas las dimensiones en una nos garantiza la nada, incluso a mí, que me recontra cago en todos ellos, en toda la porquería en su conjunto y en cada uno de ellos separadamente (es decir, en general y en particular), porquería de estándar, porquería que es cédula de identidad tres cuartos perfil derecho porque entra en tantos moldes (en el mismo molde, pero multiplicado por miles de millones) que da náusea tanta repetición, tanto más de lo mismo. Acuérdense de que la única multiplicación que hizo Cristo fue la de los panes y los peces, y que a todos se los comieron enseguida, pasando a la historia no por su naturaleza intrínseca sino como masa, y todo eso solamente por quién fue el que hizo el abracadabra. Lo meramente multiplicado muere, se acaba, sirve solamente como contingencia. La vulgaridad, que únicamente puede ser humana, es la prueba más evidente de la pobreza de la porquería, que no evoluciona aunque sabe que su misión primera es evolucionar, que aplasta los huevos contra el sueldo, que martiriza y ensombrece a los dotados y talentosos con la insistencia de su mediocridad, que impide las hermosísimas variantes de que es capaz la humanidad en sentido amplio.

          Así que qué revolución, qué revolución, Dios mío, pero qué revolución. Revolución sería que se dieran cuenta y uno a uno, como esas pasadoras de cocaína que se les revienta todo en la panza, uno a uno les agarre alguna embolia o algo así de tanta sobreinformación de lucidez. Además a ninguna porquería de ésta le suena viable ninguna revolución, ni siquiera arriesgar un puto nanomilímetro más allá de la invisible línea de medianía que los limita. Ese cerco de ahorcamiento les funciona como una célula digital que resguarda, como un guardián al pedo, el anillo imitación de sus ínfimas posibilidades, y alrededor de eso creen que construyen misticismo, al punto que todos los días, quizás ya como lobotomizados, le consagran los más grotescos rituales de veneración.

miércoles

Alcemos las copas

          Pero, ¿por qué? No se me ocurre. Ver tanta porquería apurada, tanto hijo en carrito, tanto sedan 4 P mod 2005 ant. $ 4.500 y 684 ctas $ 544 fin. en el acto me da la náusea sartreana. Eso es lo que construyeron. Deben estar contentos.

          Cada vez son menos las casas con luces titilantes en las ventanas, con bolas luminosas o brillantes en árboles de verdad. Nadie tiene nada para decir más que lo que les dicta la mierda de Clarín, nadie quiere decir nada porque en la cabeza lo único que tienen es satisfacer sus intereses personales, que ni por las tapas tienen que ver con escribir un libro o aportar algo a la Humanidad, sino que se reduce a morfar, juntar la poca guita que pueden juntar -aunque para ello tengan que cagar a alguien-, comprarse un auto más o menos barato o más o menos caro y andar paveando por ahí, copular, tener hijos para ponerles nombres estrambóticos (Thiago, Johnatan, Tiziano, Dios mío, qué pelotudez) y romper las pelotas y armarse de una filosofía de que no quieren que les rompan las pelotas a ellos. Son racistas, son discriminatorios, son hipócritas, son mediocres, son egoístas, son separatistas, son totalitarios, son mierda y, como ya dije, son casi todos los que hay.

          Ojalá que a todas las abuelas que llevan por compromiso a la fiesta de navidad se les parta la dentadura postiza con turrón o alguna otra gadorcha esa de las que comen. Ojalá se les agrie el vittel thoné del orto que invariablemente comen, con o sin alcaparras de televisión (Maru Botana, madre mía). Ojalá que les agarre un ataque de lucidez, que de un minuto al otro algún demonio les haga ver todo. Y que ahí nomás pase algo que los borre de pronto.

          Lo único que me alienta es que, una vez descompuesto mi cuerpo luego de la muerte en algo provocada por la necesidad de tolerar toda esta inmundicia, mis partículas elementales serán tomadas por organismos con mínimos estadios de evolución. Seré caracol, seré gusano, seré alguno de esos vermes que solamente conocen los biólogos, pero no seré nunca más humano; nunca más tendré conciencia y jamás volveré a ver el resultado de los hechos antropozoides que me han rodeado desde que nací, la Danza de la Decadencia, el Show del Renunciamiento de las Esencias para Abrazarse a Cualquier Cosa que según la Televisión sea lo que Tenga que Importar.

          Yo quiero renacer en planta, en un vegetal, esos seres sin los cuales no habría ningún tipo de vida sobre la Tierra. Los vegetales honran la Creación, invariablemente, desde hace miles de millones de años, sosteniendo el ritmo de la existencia sin chistar, verdaderos mártires que no abandonan su pasividad, quizás para que el resto de la cadena alimentaria se dé cuenta.

          Por eso no quiero que me entierren en un cajón, sino así nomás, en pelo, en campo abierto, para que me tome virtuosamente una raíz y me sorba y me transforme en tallo, hojas, flor, fruto y fotosíntesis sabia y silenciosa.

jueves

Psicología y psicólogos

          Si hay algo que decididamente no es una ciencia, es la psicología. Ni siquiera puede definir su propio objeto de estudio. Vos le preguntás a un psicólogo qué cosa es la psiquis y el tipo, como corrigiéndote, te dice “mirá, no se puede definir la psique”. A partir de ahí todo es mentira.

          Ya empezando por el método, todo lo demás falla. El psicólogo lo único que hace es falsear todo lo que le decís, o bien más o menos guiarte como para que te des cuenta de que todos tus principios son relativos, a veces con propuestas absolutamente dislocadas. Yo una vez le dije a la psicóloga: “Mirá, ¿sabés qué me pasa? Que pienso que ninguna mina me da pelota, y eso viene desde la adolescencia, más o menos” y ella me contestó: “¿Así que desde la adolescencia? O sea que el colegio secundario” “Y, sí”, le dije. Y entonces mandó: “¿Y qué sabés si cuando vos estabas en 5° año no había una, dos o qué sé yo cuántas chicas de 1° o 2° o mismo de tu curso que estaban recontra enamoradas de vos y no te lo decían?” ¡La puta madre! ¿Cómo me podía decir esa taradez? Es OBVIO que las posibilidades son infinitas. También podía ser que alguna de primero tuviera guardado un Tramontina serrucho y que me quisiera matar así, sin ninguna causa, o que alguien tuviera listo un millón de dólares para ver cuándo se daba la oportunidad de regalármelos, o alguna otra taradez de ese tipo. Ahí comprendí que, por encima de toda la pretendida ciencia, por encima de todos los libros de psicología –que son un kilombo, te lo aseguro- si le hubiera dicho que mi problema era que todas me daban bola me habría contestado “¿y cuál es el problema? Andá una por una”; y que si no me hacía muchas cuestiones para levantarme una mina pero era amigo de mis amigos me habría dicho: “¿pero cómo puede ser que le des más importancia a un hombre que a una mujer? ¿Sentís placer con tus amigos? ¿Te pica? ¿Querés que lo trabajemos?”. En definitiva, si vos le decís al psicoanalista que sos un boludo, el tipo te va a contestar: “¿Y no probó con no ser tan boludo?”, y como todos tus amigos te dijeron que eso los hace sentir bien -porque si no leen alguna mierda por ahí se aferran a la lógica de la oficina que les dicta ir al psicólogo-, ahí vas vos haciendo fuerza para sentirte bien y todo bien.

          Los psicoanalistas no dan ninguna respuesta. Son todas preguntas, pero no las que hacía Sócrates a sus discípulos, aquellas que extraían el conocimiento del tabula rasa para convertirlo en un hombre cabal. En este ida y vuelta demencial de vivencias solamente narradas, el que pone las definiciones sos vos y el que te charla otra cosa es el supuesto profesional. Claro, la inteligencia de todo esto debe estar en que el tipo es tan audaz que “te mueve la estantería”, como dice la totalidad de la boludez alegre que ama a su verdugo oral. Pero te digo que eso es nada más que por la posición que vos le asignás: si viene cualquiera de la calle y te dice “che, ¿no probaste con no ser tan pelotudo?” lo vas a querer cagar a trompadas, porque no lo habilitaste para que te forree como el psicólogo, y no me digas que no. Ya sé, me vas a decir que tampoco te vas a poner en pelotas delante de cualquiera solamente porque te lo diga, pero delante del médico sí; y yo te voy a contestar que entre la mirada sabia del médico y la charla falsacionista del psicólogo hay una distancia de acá a la quinta luna de Júpiter.

          Porque son palabras, nada más que palabras. Me vas a decir que soy reiterativo con Hitler, pero el tipo lo único que hizo fue hablar, igual que el psicólogo. ¿Qué, me vas a decir que todo el pueblo alemán estaba enfermo? ¿Que les pegó el discurso inmundo del nazismo porque eran treinta millones de descerebrados, treinta millones de asesinos? ¿Treinta millones de tipos afectados de la mente, de psicópatas? El enfermo era Hitler, que en su puta vida fue a un psicólogo y que encima decía que lo de Freud era “ciencia judía”, nada más que porque el chabón era judío, sin haber leído un puto renglón de las fantasías que escribía. Freud se salvó del campo de concentración porque se murió justo el mismo año en que empezaron a matar judíos: si no, era carne de holocausto como todos los demás. A la porquería alemana la convencieron a los gritos; es decir: la llenaron de palabras, la enamoraron, igual que hace un psicólogo, y le metieron en la cabeza que ellos eran una raza superior, lo mismo que hace el psicólogo que te dice que en el mundo venís primero vos y después todos los demás. Lo mismo.

          Además, esa reincidencia con lo sexual... ¿Qué es eso de que te querés acostar con tu vieja? ¿Estamos todos locos? O sea, YO no me quiero acostar con mi vieja. Resulta que me gustan las minas porque me gusta mi vieja. Resulta que no me dan bola las minas porque no me da bola mi vieja. Resulta que me dan demasiada bola las minas porque me daba demasiada bola mi vieja, o capaz que porque me daba poquísima bola, entonces, según esta visión anormalmente científica, yo ando buscando por todos lados a ver adónde hay alguna madre con quién acostarme. Resulta que mi padre se violaba a mi madre. Resulta que yo estaba celoso de mi padre, mirá vos, con el asco que me dan los dos. Madre mía. Acá lo que resulta es que todos ven como lo más normal del universo pagarle una millonada al tipo que te habla cuando se le canta el orto, te llena la cabeza de interrogantes imposibles de desentrañar, tira la pelota para adelante si puede veinticinco años o más, te hace ver que todo, absolutamente todo lo que le contás viene de tus debilidades o de tu forrez que tenés que cambiar con el transcurso de los siglos y vos, encima, por alguna vuelta de la vida cotidiana y por lo que dicen tus amigos te hacés la imagen de que el tipo es un genio, te enamorás, lo seguís a muerte, lo idolatrás, querés hacerle regalos, querés cogértelo, ¿pero somos todos boludos?

          Lo que sí he visto es que aquellos que se jactan de haberse psicoanalizado en realidad no hicieron otra cosa que aprender a cagarse en todo. Eso para ellos es “sentirse mejor”: que ya nada les importe más que sus propios intereses, que van inventando a medida que van pasando los días según lo que el orto les va cantando. Porque fíjense: el más hijo de puta, el que ya de antemano nació con que todo le nefrega, el que sodomiza a los demás garcándolos de todas las maneras que se le ocurre, ése en su puta vida fue al psicólogo. El tipo no anda por ahí diciendo “estoy mal porque no puede ser, cada vez que veo a alguien, no sé, me agarran ganas de hacerle la vida imposible o de cagarlo de alguna manera”. El que no es vulnerable a nada –o sea, el que no es persona- no va al psicólogo, y es así.

          Es decir, el psicoanálisis fomenta largamente el individualismo, la satisfacción del interés personal sin que te quepa ningún sayo, el vuelo de los calzones desprendido de toda consideración lírica –igual que los monos, las hormigas o las ballenas de Puerto Madryn-, la supuesta valoración de tu tiempo personal en desmedro de lo que te cabe como ser social, la reducción de todas las experiencias del mundo a la única que supuestamente importa que es la tuya, como si Einstein fuera un boludo que “le gustaba” ser el mejor físico de toda la historia o al Mahatma Gandhi le hubiera surgido ese espíritu patriótico de sacrificio que salvó a India de ser una mierda eterna de su propio tiempo al pedo, pero a vos te tiene que interesar más lo que tu cerebro egoísta te impone, como por ejemplo olvidarte para siempre de la solidaridad –salvo que a vos te haga sentir bien ser solidario, lo cual ya no tiene nada que ver con la solidaridad y además, según ellos, es un problema- o clavarte un postre Balcarce entero a escondidas o en público y después psicopatear a tu mujer para que te pague la consulta del médico porque te hiciste mierda el estómago y romperle las pelotas para que ella llame a tu jefe y le diga que hoy tenés que faltar, y de paso ir cagándote en que eso a ella la enamora mucho más y que le genera el obvio problema de que no le vas a dar tanta bola, porque la cosa es que te satisfagan y nada más.

          En fin, cada cual elige el caballo de la calesita que más le gusta, y eso si justo tenés la suerte de que ese caballo esté desocupado, porque si hay alguien arriba vas a tener que empezar a comportarte como en la Guerra del Fuego, con psicólogo o sin psicólogo. Yo, como me presento ingenuamente frente a todos los fenómenos de la vida, alguna vez también incursioné en el diván creyendo que iba a ser una experiencia edificante. Le conté tantos secretos a la mina –porque era una psicóloga que, para mi mal, estaba buenísima-, tantos secretos, tantas cosas íntimas, que hoy por hoy me daría vergüenza cruzármela. Aunque no creo siquiera que me salude, porque, como también les impone el decálogo cruel que ellos desenvuelven sin ningún reparo, cuando le dije que no tenía más plata para pagarle me propuso pagarle menos, y como yo andaba sin trabajo le dije que no podía pagarle nada, entonces, y después de un año de te cuento y me escuchás, me echó la culpa de todo lo que me pasaba, incluso de no tener un peso (porque, claro era YO el que no tenía un mango), me cargó con la responsabilidad de a ver si ahora te las arreglás para ser feliz y para conseguir laburo y me despidió medio seria, y no me contestó ninguno de los mails que le mandé. Igual que cualquier mina de la calle, igual que la porquería que solamente está con vos si le generás algún rédito –llámese placer, lo que sea-. Y si eso es ciencia, entonces de verdad estamos todos locos.

martes

Qué cosa soy yo

          Yo era un hombre bueno. Sinceramente, me convencí desde niño de que la verdad estaba en la palabra de los maestros, y en esa inteligencia vi el mundo bajo la óptica de los paradigmas perfectos. De tal modo, consideraba que era a los sabios a quien había que emular, a aquellos que habían aportado conocimiento y echado luz sobre la oscuridad –como enseñaban las metáforas escolares- y, a la inversa, que los colectiveros que puteaban y te mandaban “para atrás que hay lugar” cuando evidentemente no lo había, eran pobres tipos y no había que ser como ellos; que los que mentían a propósito eran viles y repugnantes; que las viejas que barrían las veredas y chusmeaban y querían saber más que cualquiera estaban hechas mierda por lo que ellas habían decidido ser esencialmente (es decir, por salirse de la buena esencia); que los delincuentes estaban enfermos; que el que escribía con faltas de ortografía era un descuidado que le importaba un carajo y que probablemente le importe un pito de muchas cosas, ya que desdeñaba la ciencia que es la verdad; que aquel que no pagaba las cuentas antes de su vencimiento era un especulador motivado por su propia mierda interna y que a alguien querría cagar; que el que no leía un libro en su vida era un ignorante genético merecedor de culpa.

          Resulta que, con el correr de los años, me fui desayunando lentamente con que todos esos botones de muestra son la cosa más corriente y abundante en la vida, y que la porquería que protagoniza esas mismas y otras costumbres horribles es la mayor parte de la porquería que existe; pero no el 51%, sino el muy trillado 99,9%. O sea, no es que yo sea un privilegiado o alguien que se cree a salvo; todo lo contrario; sin temor a quedar como un paranoico soy víctima de todos, porque son tantos, tantos, que es imposible revertir el asunto, es imposible que si las cosas son en la práctica de otra manera vos las logres ver en algún lado de la forma en que viven en el Mundo de las Ideas. Es imposible, te guste o no te guste, aunque seguro que vos, lector cualquiera, no vas a llegar al estadio en que te tenga que gustar o no gustar, porque todo esto para vos con toda seguridad debe pasar desapercibido.

          Durante mucho tiempo, incluso, pensé que el equivocado era yo, que tenía que vivir de otra manera. Por ejemplo, cuando alguien me hacía ver que la ley de la calle era mejor que cualquier otra cosa, yo me decía: “y, sí, me falta viveza, tengo que ser más zorro”, y entonces trataba de ser el Rey de las Pistas; pero como no me daba ni la sonrisa pretendidamente seductora ni el porte ni ninguna otra cosa, quedaba como el más imbécil, siempre, aunque pusiera empeño en ser de otra manera, todo lo cual significaba que mi naturaleza era otra, y así también lo veían los que despreciaban mi vocación (pero solamente como contraste, nada de sentir que ellos cultivaban el error), y acto seguido se regodeaban en su mierda de supervivencia a través del músculo, el aparato genital y la astucia animal.

          ¡Cuántas veces me sometí forzadamente a la escucha de “lecciones de vida” impartidas por tipos sin afeitarse porque no les interesaba honrar al Otro con un buen aspecto, o pensando en que lo que hacían lo hacían bien, por comerciantes inmundos que se desvivían por mil millones y también por cero coma cinco centavos, por autoritarios de Piso Doce para los cuales las cosas son como se las dicta su criterio desprovisto de higiene y no de otra manera, por tipos que siguen creyéndose que su experiencia es la única que hay que escuchar, o sea, que le dan universalidad a sus vidas individuales que encima no persiguen ninguna virtud, sino la satisfacción de sus intereses personales, como si fueran monos! ¡Cuántas veces me tomaron de palenque de legitimación de su mierda! ¡Y yo solamente, débil como soy, me quedaba deseando su muerte en silencio, porque no podía anular su influencia, su aliento, su "estar ahí" con nada!

          Para mí esa realidad de millones de individuos que encima hacen didáctica de sus elecciones decadentes es irreversible. La porquería, que no tiene piedad y todo lo juzga con el cristal de sus limitaciones, tampoco tiene salvación. Por eso, cada vez que voy por la calle estoy deseando llegar a mi casa, al refugio en donde viven como si nada las hubiera dañado aquellas ideas que diez empleados públicos raramente iluminados –es decir, mis diez maestros- me incorporaron, quizás domados por alguien que les imponía enseñar bien, o sea, que aunque lo hubieran hecho por obligación lo hicieron realmente bien. A veces hasta me dan ganas de llorar, solamente yendo por la calle.

          Creo que la única suerte que tuve en la vida fue haber tenido los maestros que tuve. Podrían haberme adoctrinado, en aquella época horrible, que no había que hablar con los negros ni con los gitanos, que no había que ser de izquierda, que no había que leer. Pero no, la Srta. P. nos llevaba al patio para que al redactar las composiciones nos inspiráramos con el rumor del viento entre las hojas de los árboles del cantero (metáfora escolar), nos inducía el empeño por el respeto de la coordinación de género y número entre el sujeto y el predicado (que pocos siguen, y así dicen, por ejemplo, “el resto de los pasajeros sólo sufrieron heridas leves” o “la mayoría de los desocupados son de clase media”); a la vez, el Profesor M. formaba equipos de resolución veloz de cálculos y nos hacía ver que el placer del descubrimiento de las soluciones aritméticas era en verdad más intenso que cualquier otro, porque nacía de la actividad mental puramente y se basaba en abstracciones, placer puro sin nada que tocar, comer, chupar, etc. Cuando las chicas comenzaron a tener sus primeras menstruaciones, nos explicaron que estábamos frente a un hecho trascendente, que nuestras infancias no morían, sino que se habían encumbrado y llegaban virtuosamente a un final pero del mismo modo que termina el monte Everest, con su impronta de contundencia y su vocación de centinela perpetuo de las acciones del adulto. Que sí, sí, te podés empezar a tocar, pero que el toqueteo más libidinoso no significaba nada al lado de las esencias que podía desgranar Platero y Yo o a las naderías de los Ejercicios Combinados, y que si en la vida empezabas a darle más bola a esas taradeces del cuerpo olvidándote del cerebro y de la búsqueda de lo trascendente, ibas a ser un pobre tipo, como terminaron siendo ellos, pero por razones inversas, en la consideración de la horda.

          Yo, de todos modos, los defraudé, como dice Borges (ya al poner “naderías” se habrán dado cuenta de que me venía el Viejo). No hay un puto tipo al que yo le pueda hacer entender estas cosas, nadie. Claudiqué como no claudicaron mis maestros, los que me dijeron que no había que claudicar. A cada uno de los que componen la porquería ya ni les hablo: los miro, y también me voy a cansar de mirarlos, porque tampoco sirve para un carajo, no intimida, no atemoriza, no indica, no sirve. Por ejemplo, pasa un auto por una esquina que estoy queriendo cruzar y ya sé positivamente que el imbécil que maneja va a querer doblar antes de que yo me proponga iniciar el cruce de una vereda a la otra; entonces avanzo un poco para escuchar que el primate, al que todos respetan como un tipo “normal”, acelera mientras dobla, para pasar primero que yo; y ahí nomás lo miro, y ya veo que tiene anteojos de sol y que maneja fumando, y que además tiene puesta una remera de levantar minas vulgares y un jean desde el que se le notan las bolas, y me da tanto asco; y a la vez pienso que no tengo un mango porque no quiero ser así, y que tampoco me sirve nada de lo que sé, porque no lo puedo compartir con nadie porque a nadie le importa un carajo, todos quieren ir en auto y pasar antes que yo y vestirse como para que una imbécil se los quiera levantar. De última, el clímax debe ser lo mismo para todos, brutos, imbéciles, doñas rosas y consagrados, con lo cual a los jugos corporales tampoco le importan el intelecto o el Hombre en sentido ideal.

          Entonces, ya ubicado en el campo infértil de la derrota, pienso que el hecho de considerar que esos idiotas son pobres tipos tiene que ver con mi debilidad más que con lo que me hayan dicho los maestros, una debilidad impotente al estilo de la zorra cuando no podía alcanzar las uvas (“no las puedo comer, no están maduras”), un mecanismo de racionalización de cuarta para hacer más tolerable toda la mierda que me rodea.

          Y a veces me parece que soy yo solo el que sigue haciendo la guardia de la infancia, mientras todos los demás se ahogaron en semen, flujo vaginal y cuentas corrientes, sin un puto libro que los aleccione acerca de esa otra cosa que olvidaron y que era tan importante, el placer de la aprehensión de las esencias. No puedo creer que hayan sido compañeros míos, compañeros de esa chica que se había enamorado de mí y que, cuando se me ocurrió decir que yo era novio de otra, me llamó aparte y me dijo: “Quiero ser amiga tuya toda la vida”, y me regaló una plancha de “stickers” de autos antiguos como recuerdo de nuestro paso por la primaria, solamente a mí, que me quería con ganas de querer esencial. Obviamente no la vi nunca más, creo que se fue a Santiago del Estero, porque también me pasa que toda la gente que sirve se va, llevada por alguna debilidad.

          Por todo eso digo que era un hombre bueno. Porque abandoné la prédica en el desierto; y además no creo que sea de hombre bueno estar convencido de que todos los demás son una mierda, una reverenda mierda, que la madera con la que están hechos no da más que para hacer escarbadientes, que solamente son útiles para agarrarse a algo que les dé placer de alguna manera, y cuando lo que están haciendo no les da placer (por más que sea la obligación más jodida e importante de la Galaxia) largan todo y putean al que les hace saber que ese comportamiento es de dejado hijo de mil puta, y que con esa actitud lo que se va construyendo día a día es algo tan basura que hace –con razón- que la erosión de los acantilados o la temperatura de Plutón sean más importantes que toda la historia de la Humanidad, es decir, la suma de las historias individuales de cada uno de estos inservibles, hombres con ansias de ameba o de nutria, que son casi todos.

          Y toda esa realidad inmunda desemboca en que hoy, dada mi circunstancia de adulto que persigue la verdad en todas las cosas, dada mi vocación de sentarme frente al prójimo sin ninguna intención de obtener ninguna ventaja más que una linda conversación, dada mi postura inofensiva respecto de toda la parafernalia de mierda interesada que construyen los demás, a la vista de ese llano e inservible 99,9%, yo resulto un tipo que no hizo nada ni va a llegar a nada, un tipo que habla pero que no hace un carajo, un tipo que habla porque tiene la panza llena; es decir, claramente un pelotudo, y como tampoco cultivan ningún tipo de escrúpulos, me lo hacen sentir invariablemente todos los días, a veces incluso diciéndomelo directamente, porque son así de mierda.