miércoles

Cositas de papá (IV) - Apología del comportamiento canino

          En la casa espuria en la que vivíamos había un perro roñoso que ensuciaba lo que estaba limpio, dejaba podrir lo que tenía que comer, comía comida podrida y miraba con cara de extraviado cualquier fenómeno del mundo exterior. Creo que fue mi vieja la que lo bautizó "Pucho", con esa creatividad bajisonante tan suya, reflejo de la reducida dignidad de cocoliche de vodevil que se cultivaba en las esquinas intrascendentes del Barrio Cafferata en el que sin mayor cariño se desarrolló su niñez y su primera adolescencia. Después de los quince años conoció a mi padre y ahí se terminó todo: los carnavales de papel de envolver manzanas, los beneficios relativos nacidos del totalitarismo peronista, las muñecas obreras, la tradición familiar de moneda de 25, las glorias de la primaria, todo, los comentarios del verdulero, todo. Pero algo se ve que le quedó y como para demostrar algún gracejo de cosa simple le puso "Pucho" al perro, con sólo sustento en la misma sonoridad grotesca de la palabra, en el despropósito voluntario que al patentizar el grotesco lo despeja de ridículo y lo convierte en fetiche compartido, no sé por qué, quizás porque por esos años en que yo había terminado el secundario mi padre ya había comenzado a pergeñar su discurso infame y descalificador acerca de que lo que verdaderamente interesaba era las cosas simples de la vida, y entonces ponerle "Pucho" a un perro y sonreír con los dientes agujereados como mi madre resultaba un seguimiento a pies juntillas del determinismo de mi padre, y ella así tan contenta, con su vergüenza disminuida por el discurso unicista de mi viejo y un "qué me importa" también sonriente y vergonzoso frente a cualquiera que, en pleno uso del sentido común, denostara el despropósito que no necesitaba luz del día para fulgurar.

          El caso es que esta mierda de animal venía dotado de una hiperkinesia enfermiza, de un olor inmundo, de costumbres de cagar en cualquier lado, de erecciones asquerosas, de capacidades de ladridos interminables y al pedo, de uñas que desenvolvían conciertos repugnantes contra la cerámica del piso de clase media con ganas de pertenecer, de saliva esparcida por ahí. Yo daba clases particulares, como ya conté en otro artículo, y una vez el perro de mierda éste le meó el chango a la mamá de un alumno. Cuando le conté, molesto, esa circunstancia a mi padre, me contestó: "Y bueno, no la tené que hacer tan larga con la mamá de lo alumno", llevando a lumpen su dicción para enaltecerla respecto de lo que él entendía ínfulas de M' hijo el dotor; es decir, mi triste actividad de profesor de barrio.

          Mi enemistad con el perro tuvo entonces su correlato en el afecto que mi padre comenzó a sentir por "Pucho", a quien le componía cancioncitas simples que todos menos yo repetían. Cada tanto, mi padre, delante de mi vieja y de mis hermanos -que permanecían todos callados- permitía que el perro apoyara sus dos patas delanteras sobre la mesa; entonces le daba un pedazo de pan o de queso y me decía: "Mirá, aprendé, es más agradecido que vos, mirá cómo lambe la mano que le da de comer". Yo empezaba a contestar; entonces mi viejo me insonorizaba desgañitando alguna de las dos o tres coplas que le había compuesto al perro. Mamá sonreía, igual que mi viejo, que con estiramiento de labios de satisfacción consumada lo acariciaba mientras el animal lo miraba de costado. "Vaya, vaya", le ordenaba. El perro quería más bocados, pero mi padre le ordenaba "¡No!", y volvía a reír; y así el perro interpretaba que esa risa significaba algún exequátur y se abalanzaba contra la mole sentada; parecía que reía y mi viejo entonces se reía él en agudo para acompañar la risa aparente del perro que él hacía real uuujujuju ju ju juuu, y sostenía otro pedazo de queso a cinco centímetros de la altura máxima a la que Pucho llegaba con sus saltos y Pucho saltaba una, dos, cinco, siete veces y entonces mi padre concedía aun sin haberse levantado de la silla una indulgencia de Borgia moderno que tranquilizaba al animal como a un niño y a mí me exasperaba, en especial por la necesidad de mi padre de que alguien lo necesitara tanto, por el precio de lo que desde afuera parecía cariño.

          "Vo lo que tené que hacer es hacer como Pucho, que cuando no le gusta algo se queda piola hasta que después alguien viene y le da de comer", me decía también. No romper las pelotas, como cuando el perro, que no sabía discutir, se iba por ahí a sufrir como mejor podía. Esas cosas me sugería mi padre, mientras yo trataba de finalizar mi carrera de 14 años en la Facultad de Derecho, que él encontraba adecuada a mi suprema vocación de cagatintas, algo similar -como una vez me expresó con extrema claridad- a la mediocridad de esos tipos que tienen como norte y modelo de regocijo completo el pasarle escobillas a los libros y ponerlos nuevamente en los estantes, boludos que no sirven para una mierda, según su aplaudida calificación.

          Otra vez yo estaba muy triste porque me había peleado con una mina. Por supuesto que no le comenté nada, pero uno de los rasgos más notorios de la psicopatía es el de advertir el problema del otro y trabajar sobre él para obtener algún provecho mórbido, como podría ser la simple convalidación de que uno se siente bien y el otro se siente mal, y de ese desnivel pasar a la superioridad moral de ese uno sobre ese otro. Después de cenar, hizo subir las dos patas delanteras de Pucho sobre la mesa y, acariciándolo, me aconsejó: "Vo lo que tené que hacer es lo mismo que hace el animal: buscarte una perra". El perro lo miraba después de que mi papá terminaba de hablar, seguramente para ver si le llegaba algún bocado de algo. Pero como en ese grupo patológico las cosas eran como las decía mi padre, y éste ante la mirada del perro contestaba "¿No cierto? ¿no cierto que hay que buscarse una perra?", mi madre y mis hermanos parecían estar asistiendo a un diálogo real entre mi padre y su dominado, cuya inferioridad potenciaba la mía y la colocaba aun más abajo, al quedar ostensiblemente evidente que ese acuerdo entre la fuente de la verdad y el ente irracional se refería a cuestiones que yo no había sabido resolver -qué hacer frente a un desamor-, y que entre ellos, quedaba sumamente claro y determinado, frente a mi imposibilidad de hallar una solución sensata al conflicto.

          Yo a Pucho le decía "perro" o "perro de mierda". Por ejemplo, si estaba estudiando Criminología o Derecho Constitucional en el jardín y el perro me pisoteaba los papeles, yo le gritaba "salí, perro de mierda". Entonces venía mi padre y, señalándome en tren de amonestación, me advertía "tratá bien al perro, eh". "Pero papá, me acaba de pisotear todos los pap..." "Tratá bien al perro, que es mejor que vos el perro". Y lo llamaba y le cantaba su canción.

          Finalmente, un día mi hermana quedó embarazada de su jefe. Yo, por supuesto, puse el grito en el cielo. A mi padre se le figuró que la noticia era "una bendición", y dejó de darle bola a Pucho. Mi hermana tuvo mellizos (se casó al tercer mes de gestación por iglesia, sin estar bautizada), y cuando cumplieron dos o tres años el animal no soportó más la indiferencia que todos comenzaron a practicarle, porque, manifestándole mi padre indiferencia, todos le fueron también indiferentes. Así, una tarde, mientras los mellizos jugaban a los gritos, el perro dio unos cinco o seis resoplidos de celos, giró sobre sí unas tres veces tratando de encontrar el aire que le faltaba, se tumbó y se levantó, dio como cinco resoplidos más, se volvió a tumbar, se volvió a levantar y finalmente cayó con la lengua afuera y muchas burbujas de saliva, temblando hasta que lo agarró mi papá, lo llevó al jardín, lo apoyó sobre el caminito de laja y lo acarició, como cuando le regalaba queso después de la cena de los hombres. En ese momento, Pucho, como reconociendo el Origen y el Final, dio un último temblequeo y se quedó para siempre inmóvil, con la lengua todavía y hasta el final de los tiempos afuera, como un ahorcado que desde muerto quiere demostrar que está muerto por culpa de alguien.

          Entonces me agarró una desazón por ese tiempo incomprensible, una identificación también mórbida, una piedad sin medida, un sentimiento de extrema solidaridad que me condujo horas después a querer consultar a un sacerdote para que me tranquilizara respecto del lugar de los perros en la Creación y su destino ultraterreno, si lo había. Se me representaban los quejidos del animal que eran reflejo de sus intentos por ingresar infructuosamente el mismo aire que años antes lo había enaltecido y ahora lo espaciaba del privilegio de los mellizos amados, de los mellizos en cuyo porvenir, y no en el del perro, comenzó a cifrarse el desahogo del ocio enfermo de mi padre, el denuedo masoquista de mi madre, los sueños de ama de casa primeriza de mi hermana, los celos de mi hermano que sólo pudieron aplacarse con el nacimiento de su primera hija. El recuerdo del perro enredándose sobre su propio eje me figuraba el ovillo vertiginoso de la casa enorme en la que se había cimentado mi angustia primaria, y yo mismo continuaba ovillándome como un guisado de malos ingredientes que en las vueltas de cucharón machucado buscara refluir alguna cosa de buena mesa, extraer virtud de donde no la hay, revolver en la mierda.

          Los dos, Pucho y yo, nos ensimismamos mórbidamente en el juego de la oca de entrecasa que edificaba con notoria patología psíquica mi padre, quien establecía penalidades y recompensas relativas por sólo caer en la casilla que él ocupaba, o en la que él había determinado que no había que caer. Mi padre tiraba los dados, o lo que es peor: nosotros tirábamos los dados, pero él decía cuánto sacábamos, y así podíamos tener un seis o un uno según su antojo, la vida o la muerte según su antojo, según su antojo de mierda, según su antojo repleto de comida que mi madre sonriendo servía y que mis hermanos loaban creyendo que sacaban seis cada vez que el discurso de muerte de mi padre construía con voz de león que teníamos una casa hermosa, una madre hacendosa que nos alimentaba aun sin merecerlo, un futuro venturoso construido a fuerza de sacrificio y agotamiento y hasta un perro juguetón, una mascota que otros no podrían disfrutar, porque nosotros vivíamos en una casa y los demás vivían en departamentos oscuros y cerrados, donde no se podía ser feliz como teníamos la obligación de ser, en especial vos, Pietro, que sos el más desagradecido de todos.