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Mi madre y el Imperativo Categórico de Kant

          Para decirlo resumidamente, Emanuel Kant intentó construir (o descubrir) una Ética aplicable a la totalidad de las conductas humanas, que no dejara "zonas grises" y que, por ello, alcanzara a todas las manifestaciones del hombre, fuera de cualquier discusión.

          Yo, por ejemplo, estoy en contra del aborto voluntario y deliberado. Para la gente de izquierda y para los "a-morales", no existiría ninguna barrera que impida el hecho de que, después de copular y ante la noticia del embarazo, la mujer concurra a un centro médico cualquiera, lo interrumpa y se extirpe el feto o el conjunto concebido de células, del mismo modo que si se quitara una verruga o si se cortara las uñas. Pero no estoy muy seguro de esta posición respecto de los embarazos producidos como resultado de violaciones o de sexo entre personas con insuficiencia mental. Eso quiere decir que mi Ética es incompleta y que no puede aplicarse en el marco de un pensamiento serio, consagrado a la Humanidad en su conjunto.

          Kant, hijo del siglo XVIII, sostuvo que la Razón daría respuesta a este problema, y por ello llamó a la Ética "razón práctica" (una forma que la razón tenía de desarrollarse, que era en el marco de la interacción de individuos y entre individuos y cosas); a diferencia de la "razón pura", que es la razón más especulativa: la del silogismo, la que da a luz los conocimientos. Sostuvo a partir de eso que todas (todas) las conductas humanas debían estar en consonancia con lo que él llamó "Imperativo Categórico", cuya formulación más sencilla es la siguiente:

Obra de tal manera que tu conducta esté siempre regida por una máxima que pueda considerarse universalmente buena.

          Entonces, por ejemplo, pegarle a alguien con un garrote a fin de robarle la mujer sería una conducta éticamente reprochable, pues no podría predicarse universalmente bueno liberar las represiones, ya que la convivencia se tornaría imposible. No ayudar a quien lo necesita importaría la afirmación de una universalidad en la que nadie se preocupe por su prójimo y una negación del carácter social del hombre. Y así sucesivamente.

          Debe aclararse que Kant era pietista, y que, aunque él intentara separar su pensamiento de la idea teológica (ya que brindaba a la Razón el carácter de fuente de la que emanan las respuestas todas del comportamiento humano terrenal), en el piso de su teoría estaba siempre el hombre en tanto ser creado, autónomo, sumamente respetuoso de las máximas impresas en las Escrituras, verdaderas máximas universales. De manera tal que, para Kant, en el fondo, el Imperativo Categórico -principio rector de cuanta conducta se te imagine- se reducía en verdad a la siguiente enunciación:

Obra de tal manera que a los ojos de Dios tu conducta pueda ser considerada buena.

          Situación a partir de la cual dio eficiente respuesta a varios problemas, como el del libre albedrío (ya que construía un hombre autónomo y no digitado por los hilos de la Providencia) y el de la inexistencia del materialismo histórico, al que le faltaban cincuenta años para aparecer. Por lo demás, dado que la razón humana no tiene poder para contradecir a la razón divina, y toda vez que existe una relación de participación entre aquélla y ésta, cualquier extensión de nuestra razón vendría a resultar aplicación de la razón divina. Entonces, según este esquema, sólo una conducta desviada de la que Dios nos sugirió a través de las Escrituras vendría a aparecer como éticamente reprochable.

          Pero, hombres al fin, hubo quienes se aferraron a la máquina kantiana para justificar lo injustificable. Hasta 1870, Europa se enredó en innumerables guerras internas y entre reinos, bajo la divisa de que resultaba "universalmente bueno" procurar el bien de las naciones; esto es "seguir los sanos sentimientos del pueblo", que llevaban, por ejemplo, a enfrentar burguesías contra proletarios y reinos de dos cuadras contra países que buscaban "unificarse" bajo el signo de una sola impronta económica y política. Así que este principio fue otra vez reformulado para justificar matanzas de millones; y expresado como sigue:

Obra de forma tal que el sano sentimiento del pueblo pueda considerar buena tu conducta.

          De modo que, para un prusiano, no obligar a un alemán del sur a constituir una nación significaba una mala acción; y no matar al díscolo, entonces, condenaba a ser éticamente muerto por quien, actuando según la nueva máxima, ejecutaría contra su cuerpo un acto de innegable justicia -matar a quien no cumple con la regla de oro de toda conducta-.

          En los primeros años de la década de 1960, circuló el famoso trabajo de Hannah Arendt sobre el juicio del nazi Eichmann en Jerusalem. Allí se ve claramente una nueva distorsión del principio kantiano. El asesino, que se limitaba a cumplir órdenes y para el cual un tren cargado de vacas hacia el frigorífico tenía el mismo valor que otro cargado de tachuelas o de judíos vivos o muertos, sostuvo durante su proceso que el Führer era su imperativo moral; de forma tal que todos los actos aberrantes por los que se lo acusaba, habían respondido, en verdad, a una reedición del principio kantiano, el que, en la Alemania del Reich, habría mutado en el siguiente:

Obra de forma tal que el Führer considere buena tu conducta.

          Modelo que, por otra parte, se había repetido durante el peronismo en Argentina:

Obra de forma tal que tu conducta agrade a Perón.

          Y lo mismo con Stalin, Tito, Papá Duvallier y tantos otros. Más adelante, desconociendo quizás a Kant, a lo largo de las décadas, la pobreza de la porquería fue asignando valor de sujeto del Imperativo Kantiano a los entes más ridículos: el caudillo de la cuadra, la vecina del cuarto "be", los colores de River ("obra de forma tal que a un buen riverplatense le resulte buena tu conducta"), lo que dice la tele, lo que dice Bucay ("obra de forma tal de agradar a Jorge Bucay"), lo que decía el Che, lo que dice Videla, lo que dice el Jefe, lo que dice el Juez de la Causa, lo que le gustaría oír a Florencia.

          Estos comportamientos, en verdad, escapaban de toda ética, pues, a pesar de adecuarse estrictamente a la razón por ser producto de un silogismo correcto ("Es bueno lo que Hitler cree que es bueno / Hans hace lo que Hitler dice / Hans obra bien"), fallaba el valor de verdad de la premisa. Por lo demás, se contraponían con el Imperativo Categórico de Kant, nacido al calor del estudio y la incorporación intensa de las Escrituras y tributario del protestantismo más intelectual.

          Dentro de esta corrupción producto de la naturaleza mediana del noventa y nueve por ciento, no es de extrañar que mi madre, ser humano al fin, tuviera su propio Imperativo universal. Para ella, la máxima aplicable a toda conducta personal es la siguiente, suponiendo que mi padre se llame Ricardo:

OBRA DE TAL FORMA QUE RICARDO CONSIDERE BUENA TU CONDUCTA.

          Pero Ricardo, como ya conté innumerables veces, es un psicópata grave que por mi nacimiento se entendió desplazado de la posibilidad de un afecto que siempre deseó de su madre (muerta este año sin habérselo brindado jamás del modo en que él lo rogó desde su interior desviado). Entonces, por ejemplo, la vez que mi padre dijo "Este chico es un esquizofreno-paranoide: Susana, hay que llevarlo al médico" mi madre, sin saber qué significaban esas palabras, me tomó de la manito (yo tenía 8 años) y me llevó al pediatra, a ver si había alguna cura. Años después le pregunté cómo no se había dado cuenta de la aberración, cómo no la había cuestionado, cómo no se había negado; y me contestó "Y bueno, Pietro, vos llorabas mucho y tu padre quería que te viera un especialista". "¿Un especialista en qué? ¿En enfermedades MENTALES?", le dije; y me contestó: "Sí".

          Durante mi adolescencia papá discutía largamente conmigo, porque quería -contra mi voluntad- que llevara el cabello muy corto. Las peleas, que se producían en la hora de la comida, finalizaban con insultos y diagnósticos. Mi padre no se reprimía y me endilgaba ser un "tarado", un tipo "que se hace la paja todo el día", un "vago de mierda", uno "que no aporta nada, levanta la mano no para ayudar, sino para pedir" y que mis buenas notas del colegio eran sólo una lógica consecuencia de haber "tenido todo servido en bandeja". Mamá, unos días después, entraba a mi cuarto con dinero en la mano: "Tomá, andá a cortarte el pelo. Dale el gusto a tu padre: vos sabés que si hacés lo que él dice, después le podés hasta bajar los calzoncillos...". Tiempo después, me di cuenta de que ése fue durante más de cincuenta años un juego sexual enfermo entre ellos, y que por alguna razón también mórbida, mi madre procuraba, desde ese tinglado, mi participación aunque más no fuera simbólica en aquel dúo inmoral, de la manera más ingrata y mentirosa.

          Mamá, como se sabe, es incapaz de hacer nada sin consultarlo previamente con mi padre. En las reuniones familiares, por ejemplo, espera a que su marido elija asiento y ocupe lugar, para luego ella ir y sentarse a su lado, aunque se diera el caso de que hubiese preferido otra ubicación. Cuando papá le reprocha alguna conducta, mamá se lamenta insultándose: "Soy una boluda, una boluda. Soy una boluda..."

          La única vez que mi madre quebró el Imperativo Categórico que la rige fue en la segunda mitad de la década de 1990, un día que yo estaba en la facultad. A mi padre no le gustaba escucharme hablar por teléfono. Ahora da risa, pero entonces esa circunstancia patológica de la que era ajeno, significaba para mí un motivo de malestar psíquico, inclusive de angustias: yo no podía disfrutar una charla telefónica sin que, a los dos minutos, apareciera el psicópata y me conminara: "Colgá". Esa prohibición tácita se reflejaba en otra que alcanzaba a mi madre: la de atender los llamados de personas que querían comunicarse conmigo cuando yo no estaba, y mucho menos de dejar anotado el recado, pues "nadie tenía sirvientes en esta casa". Ese día, delante de mi padre, le pregunté si alguien me había llamado durante mi ausencia; y mi madre, acuciada por su torpeza y cercada entre el impulso maternal y el aceptado sometimiento marital, me contestó:

Ah, sí. Te llamó no me acuerdo quién, que no sé qué te dejó dicho.

          Con ello cumplía ambas consignas: la de mi requerimiento ingenuo, y la que sin piedad le inoculaba el perfecto y desvirtuoso funcionamiento de la pareja, que Sade explica mucho mejor que yo, porque no le dolía tanto como a mí.

Cositas de papá (IX) - Un lugar menos por culpa de éste

          Tuve una vez una novia cuyos padres habían recibido de sus abuelos una antigua ferretería de barrio, que habían inaugurado en 1913 y que era muy conocida por albañiles, electricistas y vecinas de varias cuadras alrededor. En el momento en que comencé mi relación, al negocio seguía hacia el fondo una casa chorizo en la que habían vivido incontables familias por más de ocho décadas y ahora se hallaba poco menos que en ruinas, con cuartos en los que se apilaban trastos cubiertos de lo que se te ocurra y de los que entraban y salían seres vivos. La familia estaba compuesta por la pareja y tres hijas: una hermosa, una gorda agresiva y fea y otra hermosa. Por suerte mi relación se había entablado con una de las dos hermosas...

          ...que había tenido un novio que se llamaba igual que yo y que vivía en la casa lindera, y cuya hermana era la mejor amiga de Marta, tal el nombre ficticio que se me ocurre ponerle a la chica. Cuando Martita mi novia me decía "Pietrilín", se me venía que seguramente el sobrenombre lo habría utilizado ya ad nauseam para designar en presencia y en ausencia a Pietro, el que la había hecho mujer unos años antes, con el que se iba a casar, el protagonista de la fiesta de compromiso y acuerdo entre los padres para ver quién pagaba la fiesta y quién el viaje de bodas. Un día el otro Pietro, que era un drogadicto rockero bebedor empático que se levantaba minas a rolete porque tenía una banda de blues y era lindo y le chupaba un huevo todo, le dijo "Marta, mirá, vos sos una mina como para poner en el freezer ahora y sacarte el día que me quiera casar. Pero el mientras tanto no me lo banco; a mí me gusta la música, ir a ver a River y acostarme con quien se me dé la gana, y vos estás más para vivir adentro de una casa, tener hijos y esas cosas; así que sos muy buena, pero no salimos más". Martita estuvo a punto de suicidarse (me confesó que se había puesto la punta del cuchillo abajo de una teta); y en el limbo en que quedó dilucidando la cuestión de cómo hacer para seguir viviendo sin Pietro aparecí yo, que justo me llamaba Pietro, pero era bueno y sensible; no como Pietro, que era un buen tipo y lo seguía queriendo y quería que todo se solucionara en su vida, pero que para ella no se iba a corregir nunca y de hecho cada vez que entro a la casa lo veo con unos amigotes que no me gustan nada y casi todas las veces llega borracho y yo comento con Laura la hermana: "a tu hermano un día la va a pasar algo". Los padres de Pietro tenían mucha plata y los padres de Marta, él de Pompeya y ella de Floresta, vieron decaer el sueño de la fortuna compartida no bien el borrachete -al que también seguían queriendo- dejó de saltar la tapia que dividía las casas desde la terraza.

          Puede imaginarse la cantidad de tormentas desatadas en la relación, por decir algo que entiendan todos. ¿A quién le decía "Pietro" Martita? Yo salía de su casa y la dejaba hablando en la azotea con Laurita que le comentaba que, mientras yo daba clases de matemática de sol a sol, Radio Gadorcha cien punto dos estaba organizando un recital al aire libre en Parque Centenario en el que tocaría entre otras la "Pene Blues Band" -la banda de Pietro- y que sería buenísimo que vengas, Marta, traélo a Pietro. "Y.. no sé si va a querer ir...". "Claro", contestaba la otra. A la madre no le gustaba la relación de Martita conmigo, que era un profesorzucho de barrio. El padre de Pietro había cagado a la empresa donde trabajaba y con la guita del desfalco se había puesto una inmobiliaria de lo más garca en pleno Parque Avellaneda; con el boom de precios de los noventa engordó y se fue para arriba: el palacete de Pietro contrastaba alegremente con la vetustez de la planta neo-colonial de Martita, pero Laura y también Pietro apreciaban el esfuerzo de la familia entera, que, con sus limitaciones y dificultades, nunca les hacían faltar nada a las tres hermanas e incluso ayudaban a las partes de la familia que vivían en Floresta y en Pompeya con lo que podían.

          Pero yo no toleraba la duplicación insana de los Pietros, que Martita se hubiese entregado así como así a Pietro el desviado moral, que Pietro maestro fuese menos que Pietro banda de blues, que la camisa Qristian Dios de Pietro contrastara con la Armani real de Pietro, que el insuficiente amor por Martita de Pietro fuese mejor valorado que el inmenso amor por Martita de Pietro; que "Pietro 1 y Pietro 2" y "Ay, no le digas 'Pietro 2' a Pietro" y así. Yo le lloraba a Martita, a la que no le importaba; hasta le llegué a prohibir que viera a Laurita -en vez de irme como un hombre a decantar mi amor en la arena, pero estaba atado: mis años de falta de afecto me condicionaban horriblemente, como lo siguieron haciendo hasta el día en que escribo estas líneas que me salen chabacanas y tontas como el papel de confesión de un salame de secundario-, le dije "mirá, Martita: si me querés, no sé qué hacés viendo a Pietro en la casa de él cada vez que vas a ver a Laurita... ¿o en realidad no vas a ver a Laurita y lo vas a ver a él, inconscientemente?" Al principio, Martita lloraba, pero un día me dijo:


Me tenés cansada.


          y de ahí en más todo se empezó a podrir. La invité a todos lados; hasta alquilé una vez un chalet en Villa Gesell para que estuviéramos juntos por quince días del mes de enero de mil novecientos noventai..., pero los mismos días fue también Pietro y por todo Gesell él y los Borrachos del Tablón pegaron afiches de la Pene Blues Band y a Martita le entraron ganas de ir al recital, no para ver a Pietro, sino porque me gusta la música que hacen, y además sigo siendo amiga de todos los músicos, y capaz que va también Laurita, que dijo que iba a venir. Y también viajaban desde Buenos Aires "Santino" y "Cuca", tal las formas de pila como se comunicaba con el padre y la madre de Pietro rocanrol, tuteándolos, además ("Cómo te va, Santino, ¿no estaría Lau?"). Dale, amor, vamos...

          El final, como siempre: yo le dije no aguanto más; ella me dijo yo tampoco; entonces qué hacemos; lo mejor es separarse aunque nos cueste; creo que tenemos que ser fuertes y adultos y tomar una decisión; entonces tomémosla; y bueno; un beso largo con lágrimas y un mes después quiero verte, qué te parece si volvemos, démonos tiempo, empecemos de nuevo pero tranqui y estuve hablando con Laurita, dice que es una locura y yo al principio pensé que estaba celosa pero después pensándolo digo tiene razón y Pietro sos una persona maravillosa pero nosotros ya tuvimos nuestro tiempo y quizás nos tocó estar juntos por algo que ni vos ni yo sabemos y en realidad te quiero pero no te amo; bajate no te quiero ver nunca más, y una mirada de cómo puede ser que te lo estoy diciendo bien y vos me hacés bajar y bueno, chau si vos lo querés así, igualmente es así, qué querés escuchar, seguramente otra cosa, seguramente lo que vos querés que yo te diga porque sos un soberbio, igual te deseo lo mejor. De ahí en más bajé 16 kilos y pocas veces pude volver a amar.

          Años después, cada vez que se reunía la familia, mi padre solía comentar cerca de mí, pero hablando con algún otro pariente: "La ferretería de Martita es una ferretería de las que ya no hay... ¿viste esas ferreterías viejas, con el mostrador de madera lustrada, los estantes de madera oscura; esas ferreterías en las que no podés pasar de la cantidad de cosas que hay... Atienden los dos: la mamá de Martita y el padre, que es el que más sabe del negocio. Lo que le pedís, el tipo tiene. Yo el otro día necesitaba para una radio vieja escuchá, ESCUCHÁ, SONIA... callate, Susana, Sonia, prestame atención y después seguís pelotudeando... ¿te acordás la radio a válvula que yo había traído una vez que tenía Horacio el que vivía adelante cuando éramos chicos? Resulta que me la pasé como 15 años arreglándola, pero me faltaba una válvula... ¿sabés dónde conseguí la válvula? Te estoy hablando no de ahora, sino de cuando murió Martincito que en paz descanse. En la ferretería de Marta, la quera novia déste. Una reliquia..." "Ah, mirá vos", decía la tía Sonia, antes de meterse en la boca un tenedor de ensalada rusa con lechuga.

          Entonces mi padre, que había mantenido la atención de los dos o tres que lo escuchaban desde antes, se lamentaba en voz más baja: "Decí que es una lástima que se haya perdido ese lugar", y yo me hacía el que no escuchaba.