domingo

Imago Dei

          Después de los cuarenta años, la nariz se me salió de cauce y pasó a ser una protuberancia grotesca y ancha con pozos y túbulos de grasa multiplicados, enormes agujeros desde los que despuntan cada vez más pelos, permanentemente cargada de viscosidades que de diario no se exhiben, pero que en invierno se apelotonan en montones blancos sin que me dé cuenta. A veces no puedo respirar bien; entonces tengo que escarbarlas para tirarlas por ahí: las más coloidales, que incluyen también a las transparentes, se ubican en la ventana de los orificios; las más sólidas, arriba, de modo que para quitarlas debo introducir más de una falange. Invariablemente busco rincones o momentos de descuido de la porquería –que no me vean sacándome los mocos- y entonces hurgo, los extraigo, los miro y los tiro. Si alguien quisiera dirigir su vista hacia mi cara –nadie lo hace por más de uno o dos segundos- apreciaría cuatro verrugas del lado derecho del apéndice: una grande y tres incipientes, que serán también enormes dentro de veinte años. Además, últimamente se me ha encorvado la punta hacia abajo, como una bruja de Disney. Mi nariz es el símbolo del grotesco general de que estoy hecho.

          Mi frente es descomunal. Sus arrugas no provienen de la dejadez de la piel, sino de irregularidades mórbidas del hueso frontal, que además no es plano sino curvo; ello impone que el cuero cabelludo comience a desarrollarse más allá de donde debiera según veo entre la gente: a mí me nace casi a la altura de las orejas. Esta doblez espantosa de la frente proviene de las circunstancias de mi nacimiento forzado: en vez de cesárea, mi madre aprobó una evacuación mediante fórceps que deformó la estructura general del cráneo. Una de las consecuencias de esta práctica animal (tironear para que salga), además de mi consecuente carácter dolicocéfalo, fue la modificación permanente del hueso occipital, que luce desde entonces y para siempre como un pequeño pomo de puerta cuya base no continúa la línea del cuello, sino que se ensambla con él mediante un ángulo recto. Los peluqueros se asombran de este detalle: los más bastos confiesan sonriendo que “nunca vieron una cabeza así”. Yo les pido, antes de empezar, que dejen cabello suficiente como para construir una continuidad uniforme entre el cuello y la cabeza, aunque no todos lo logran.

          Tengo ojos celestes, pero en la desmedida dimensión de mi cara –hace poco la mensuré en relación a una persona normal y verifiqué que mi sola cara abarca las alturas de la cara y el cuello corrientes- en ese universo de rostro contrahecho, digo, mis ojos celestes no son sino dos aberturas intrascendentes que nada aportan ni quitan al desarreglo general. Eso es no sólo porque, siendo grandes, figuran pequeños bajo la frente espantosa y hundidos al pie de la orográfica nariz, sino, además, porque las cejas de color marrón estándar –yo era rubio- los enmarcan demasiado, les impiden lucirse.

          Mis dientes, que de niño sufrieron caries innumerables, delatan mi pobreza estética cada vez que sonrío: uno de mis incisivos se ha reemplazado desde hace más de veinte años por una prótesis plástica barata que viene cambiando de color y de tamaño (se achica con el avance del tiempo); me faltan algunas muelas, que se me debieron extraer desde la adolescencia en forma definitiva. Otro incisivo presenta en uno de sus bordes laterales un arreglo que ya “filtra”. Mi dentadura no es blanca sino algo amarilla, y como todas las veces cubro la angustia con comida, mi lengua presenta vez a vez una pátina blancuzca que prenuncia las reacciones anómalas del tubo digestivo.

          El mentón no es puntiagudo, aunque tampoco redondeado; en cualquier caso, queda mal. Desde que me dejé crecer la barba hace unos tres años, descubrí que no cubre el rostro de modo uniforme, sino entre pozos lampiños antiartísticos. Luego de cinco semanas de no cortarla, mi barba de treinta pelos me da aspecto de estudiante de la Torá. Mis conocidos cristianos, entonces, me dicen: “parecés un judío”; y mis amigos judíos, “Qué hacés, Moshé”.

          Toda esta enormidad aparece coronada por un pelo crespo de raigambre italiana, un pelo duro como de bisonte que además brota enrulado aunque de crecimiento lento; y es por ello que, cuando la sortija de cada bucle da la vuelta para volver sobre sí más adelante, padezco un período de dos o tres meses en el que la cabeza se me puebla de “alas” o puntas de cabello dirigidas hacia arriba y hacia los costados, concediéndome un aspecto de cortesano del siglo XVIII que, si sonrío según mi debilidad, troca en cortesano alcahuete que sin el rey y las dádivas no es nada. No puedo peinarme, porque el pelo no se acomoda a los tironeos o se deja arrancar. Además, por causa de la aplicación del fórceps, mi cabeza ha adquirido con los años forma de huevo (los parietales se articulan formando un “pico” alargado, como las cumbres rocosas de las sierras); esta deformidad, cuberta de cabello duro, me exime de toda belleza. Durante la adolescencia discutía con mi padre: yo quería dejar crecer el pelo para disimular las distonías apuntadas, pero él, sí que claro, se manifestaba en contra.

          Mis labios son finos: cuando levanto el labio superior, la mueca es espantosa y me conecta con los rictus de cara sinuosa y lumpen de la línea genética materna.

          A ambos lados del cuello grueso en exceso, se extienden dos porciones de hombros demasiado cortas en relación a la altura del cuerpo. Esta “cintura escapular” tenía el mismo ancho que la pélvica, de modo que mi torso adquiría la forma de un termotanque (mi hermano advirtió jocosamente que parecía un “lavarropas”). Visto de espaldas, presento un surco demasiado pronunciado en el lugar en que se encuentra la columna vertebral, acentuado al llegar a las nalgas. Pero éstas eran mis dimensiones antiguas: ahora me ha crecido un cinturón de grasa y agua retenta -o “salvavidas”- que cada vez que uso pantalón con cinturón rebasa de la prenda sin caer, de forma que quedo circunscripto como Don Chicho en ese despropósito de guirnalda de la fosa ilíaca.

          Ello, mucho más cuanto que mi abdomen jamás fue plano: también desde hace unos veinte años se abomba, aunque no desde la parte inferior de la panza, sino desde antes del extremo del esternón: es una panza italiana del sur, heredada de mi madre. Sólo soy capaz de reducirla a través del seguimiento muy estoico de una dieta despiadada, que debe incluir por lo menos dos días a la semana sin cenar y la supresión de todos los desayunos, además de la realización de turnos de dos horas y media de ejercicios con una frecuencia no inferior al día sí y día no. Pero como ya describí mi ausencia de cintura, soy plenamente consciente acerca de que ningún esfuerzo será suficiente para achicar el diámetro de ninguna de las partes del torso, y esto ha llevado a muchas personas a confesar que no habían advertido mi adelgazamiento, aun la vez que bajé 16 kg en tres meses, hace unos diez años. “Yo te veo igual”, decían. “Feo”, pensaba yo.

          Con la cuarta década, me han crecido pequeñas parvas alrededor del ombligo y se ha multiplicado también el pelaje del pecho, que, sin ser abundante, resalta claramente sobre la piel algo amarilla o algo verduzca, según la estación. A propósito de esta zona, no deja de advertirse que ha decaído con los años, y lo que hace algunos lustros eran pectorales más o menos tónicos, hoy se cubren de rugosidades desde su base inferior hasta las estrías incipientes que presenta la unión de las axilas con la parte intercostal. Los años y la molicie –producto ésta de las innumerables decepciones- me han deparado tetas, mamas de pezones cada vez menos sensibles que ya se endurecen sólo con el frío.

          A este tronco lipídico y petiso lo enmarcan dos brazos claramente delgados y sin proporción con el cilindro visceral; pero si se los aprecia aislados (en especial cuando están en flexión), dan sensación de pertenecer a un hombre más o menos obeso. El brazo nunca ha presentado bíceps desarrollados; el antebrazo sólo tuvo pelos visibles desde los treinta años. Las manos son carnosas, mis dedos son gruesos, gotosos y de piel extremadamente sensitiva. Cada vez que tengo la dicha de acariciar, percibo la temperatura, los temblores, el proceso de ruborización, las tersuras, los latidos.

          Mis piernas son gruesas, ostentan rodillones sólidos pero orientados hacia el interior del espacio ubicado entre ellas; los pies también son anchos. En la parte superior, las piernas forman un culo demasiado esférico y muy prominente que, dados mis muslos ensanchados y mis peronés globosos, me confieren aspecto de Bernardino Rivadavia de este siglo, si bien sin ninguna de sus honrosas prerrogativas.

          Cuando estoy de pie –y últimamente, también cuando me siento, ya que el exceso de peso me hace apartar groseramente las piernas al ubicarme en cualquier silla- se me notan los genitales. No es que los tenga grandes, pero cuelgan demasiado adelante. Mi pene es pequeño cuando está relajado, aunque ya en media erección adopta un grosor superior al diámetro del pene normal (pude comprobarlo durante el servicio militar). Se nota mucho el glande, y en estado de "modo de espera" la bolsa de los testículos predomina claramente respecto del tronco del pene y de la cabecita mustia. Todo esto hace que no pueda usar pantaloncillos o aun equipos de gimnasia sin que delaten mi pelotada, gruesa y ridícula como las de los almaceneros de Calabria hace más de un siglo.

          En suma, todos estos elementos convergen con perfección de antiesteta esforzado, y así mi imagen no resulta seductora para nadie. Mi altura es de un metro y setenta y seis centímetros, pero sólo porque la forma ovoidal de mi cabeza ubica el punto extremo norte del cuerpo tres o cuatro centímetros por encima de lo que debió haber sido mi cráneo de no haber alumbrado mi madre con ayuda de los instrumentos de pulsión. Las pocas veces que seduje a alguien fue a causa de mi verba o de alguna otra manifestación de mi espíritu de la que no soy consciente. La primera impresión que causo en una mujer es de rechazo; luego de muchos meses de frecuentarla, alguna, por excepción, y después de muchos fracasos y de haberse entregado a muchos otros hombres aun sabiendo que existía, me sugiere una relación, aunque más no sea casual. Nunca conquisté a una mujer: todas las veces que me propuse una conquista me di cuenta de que jamás llegaría a conseguirla, mucho más cuando es cierto que me gustan aquéllas que también le agradan a los demás, y que por consiguiente se hallan inclinadas siempre a elegir, entonces, a esos demás dispuestos a complacerlas, no a Bernardino Rivadavia.

          A pesar de esta sinfonía discordante de excesos e insuficiencias, soy extremadamente sensible y así también vulnerable. He amado a conciencia y sacrificio, como indicaría el manual del romanticismo, a pesar de los hielos y de las mediocridades; he deseado y juramentado fidelidades y devociones dificilísimas de corresponder, que de hecho no fueron correspondidas, quizás a causa de mi ausencia de comunión con los cánones de la belleza; he sentido los poros del amor, la melodía de Su presencia; he escrito cartas y poemas, he compuesto canciones de alabanza al Otro necesitado y ausente desde la mera separación de los cuerpos, tragedia de los días del enamorado. Pero, ya que tengo infinita capacidad de amar, me proyecto tanto sobre el sujeto de mi sentir que éste, finalmente, no lo resiste y de algún modo se va, o no opone resistencia cuando, decepcionado, me voy.

          Quizás esta particularidad de mi psiquismo fuera la que serviría de cebo a mi padre para hacerme doler, ahora contando repetidas veces el final del Jorobado de Notre Dame, cuando el monstruo, al ver que la gitana se alejaba de París seducida por otro hombre a pesar de los esfuerzos heroicos del contrahecho, se abrazaba a una gárgola y decía: “Quisiera ser de piedra, como esta estatua”.