martes

La hoguera del mérito

     - Pero, ¿no te das cuenta de que tu familia no es parámetro de nada, porque están todos enfermos?

        - Sí: lo que vos decís figura en todos los manuales de psicología elemental. Pero entenderás que desde mi posición resulta bastante molesto que se trate de una enfermedad cuyo síntoma es precisamente el disfrute.

         - Bueno, no hay nada que se pueda hacer. Cualquier actitud que adoptes va a redundar en tu perjuicio, dado el núcleo mórbido en que se desenvuelven esas relaciones. Uno o más psicópatas, no los conozco, idiotizaron a los demás, que quisieron voluntariamente idiotizarse (funciona de ese modo) y, además, no asumir ningún compromiso a tu respecto, lo que se acentúa desde el punto de vista del trastorno cuando tomás en cuenta de que uno de los involucrados es tu madre. Probablemente se te ocurra como defensa reproducir la estrategia y estupidizarte vos también con el asunto del karma, del Infierno. Será nada más que un consuelo, punto, con el costo de haber utilizado herramientas ancestrales que por tal razón van a seguir potenciando el padecimiento de todo el grupo, aunque no estés en contacto. ¿Por qué no dejás que sintomaticen ellos, aunque sea a través de lo que vos creés que es su alegría?

         - Porque cada tanto no puedo detener el desprecio, y cada otro tanto, el odio.

         - Es así. No es de otra manera. A vos no te va mal. Y si el problema es que todo es una injusticia, bueno, a joderse. Qué querés que te diga.

       Entonces se me vino esa escena del Mouse de Spiegelman, la del psiquiatra sobreviviente que explica que en la cuestión intervino solamente el azar, y mi reflexión posterior de que la porquería puede ser culpable, pero el azar, como cualquier máquina en sí misma, es insusceptible de valor. Como las determinaciones mórbidas de cualquier desviación del aparato psíquico: las patologías en juego, incluidos mi odio, cualesquiera de mis reacciones, y aun mi indiferencia.

domingo

Amago de regreso

          Hace unos tres años que no escribo regularmente en el blog, ni en ningún lado; y por esa razón -y por muchas otras- voy a decir muchas malas palabras. El impasse no guarda relación con que me haya olvidado de toda la mierda: es que la alegría, aunque mínima, embota, sin contar que el rencor detiene. He vivido algunos episodios que la porquería meritaría buenos, y muchos otros que la horda evitaría comentar en reuniones que no fueran lo que bautizaron "íntimas" o, aun en este caso, si concurrieran más de dos o tres personas, en atención a su falta de compromiso perpetua, cobarde, vaga y enmarcada siempre en esa parcela de legitimación que la hace -a la porquería- vulnerable al porvenir, pero triunfante en el falo, en el dinero medio y en la inmundicia del ser que ha renunciado -a veces estridentemente- a la trascendencia a cambio del placer que le dicta su pobreza. Esto tampoco quiere decir que yo sea rico.

          Me he propuesto desgranar durante toda la vida las miserias de los hijos de puta, de los imbéciles voluntarios; de aquéllos que, dominados por la tracción de su mediocridad, no sienten mella en el espíritu cuando persiguen con torpeza objetiva su interés personal, que todas las veces se centra en el logro de mierda valorada con artificio y en la defensa de su patrimonio y de su culo gravoso, de su aparente bienestar y de su orden producto de la vergüenza que han hecho de su libertad, y que no sienten, porque sus pares tampoco. No pasa un puto minuto, y no ha pasado en este tiempo de mediano silencio, sin que no me aborden los recuerdos de toda esa basura.

          En estos años he ganado y perdido algunas cosas. Hijos de puta latentes y luego declarados, mentirosos, culosueltos, soretes de un peso y medio, pelotudos con o sin ínfulas, portadores de criterio sólo lastimosos para mí, porquería que interpretaba forzadamente que de alguna manera en este blog se hacía referencia a su perineo, despechadas y su grupo de influencia que generaron estrategias de venganza aleccionadora y que en verdad reconocía origen esencial en mi incapacidad de amar la mediocridad, la locura o la putedad; estafadores condenados que soñaron ser elefantes en el bazar de mis cristales, mierda que encontraba trascendencia en el culeo, porquería grotesca que creía trascender a través de la normalidad apabullante de su cría espantosa, boludos convencidos de su genialidad, astutos de cotillón, fauna pélvica: resaca dolosa que, queriéndose olvidar de sus límites, delineaba y ejecutaba con soberbia libre de castigo un mapa del mundo que ni de casualidad advertirían espurio y en el que sus deseos, desprecios, perversiones, herencias sin mejorar y vicios consentidos alimentaban lo mejor que creían tener: su personalidad, su ilusión de ser especial a partir de la cual se dispararon a ofender la virtud y la vida.

          He ganado experiencia y he perdido temor.

          Lejos de mal armar un balance que no le importa a nadie, lo que estoy estructurando es la reseña penosa de quien se da cuenta de que recién salimos de España, y de que, probablemente, el barco vaya para otro lado. El psicópata de mi padre continúa ejecutando -como perverso que es- una red entre los que eligieron imbecilizarse, jugando a que no existo. La complementaria repite el discurso. Hasta tienen suerte de que vengan otros y voluntariamente quieran hablarles de mí, llevando quejas alcahuetas e inclusive pidiendo disculpas: todas las veces, salen convencidos de que soy una mierda, de que estoy enfermo o algo similar, porque mi madre tampoco ahora me defiende, igual que cuando era niño. Ahora soy adulto y advierto su desviación.

          He recordado tanta mierda... Y he recordado a la mierda que dice que, recordando, me victimizo. A esa metamierda, a esa metaporquería, tampoco la castiga nadie. Coge tranquila, que es lo que le gusta hacer.

          En definitiva, sin pretensión de la mínima literatura (párrafo aparte, no puedo tampoco leer, porque mi enfermedad me hace ver entonces que estoy inmóvil), mi único remordimiento de conciencia viene dado por la lucidez inevitable de que la mayor parte del daño no ha venido de esa enfermedad, ni de la acción inesperada de animales salvajes, ni de fallas mecánicas en un aparato de transporte, ni de los efectos de la Física, los jugos o los vapores sobre mi historia o mi cuerpo. El peso, el infierno, me ha sido deparado por los demás, por la porquería, por aquéllos cuyo número es tan enorme que su fuerza, sumada, destruye lo visible, lo invisible y lo por venir. Todo lo corrompe, todo lo consume, todo lo contamina, todo lo desgarra y perversa; y a todas estas acciones claramente voluntarias y decadentes este descarte de Dios es inmune. Excepto, quizás, a la posteridad que, al decir de Larra, siempre revoca sus fallos interesados.

          Pero en la posteridad yo tampoco voy a estar.

sábado

Cosas que pasan cuando no hay talento

          Queriendo ahondar en el conocimiento del significado de la expresión post tenebras spero lucem, llegué a un texto de Doris Lessing que echó por borda tanto mi entereza espiritual como todo lo que escribí hasta ahora.
          Dice Doris:
          “Vivimos tiempos en que resulta aterrador estar vivo: hoy es difícil pensar en los seres humanos como seres racionales, dondequiera que dirigimos la mirada vemos brutalidad y estupidez. Pareciera incluso que no hay otra cosa que ver; en todas partes prevalece un descenso hacia la barbarie que somos incapaces de evitar. Pero, en mi opinión, aun siendo verdad que existe un deterioro general de nuestro comportamiento, precisamente porque las circunstancias son aterradoras nos quedamos hipnotizados y no notamos –o si lo hacemos le restamos importancia– la existencia de fuerzas igualmente poderosas y que son de naturaleza contraria: las fuerzas de la razón, de la cordura y de la civilización”.
          Este pequeño párrafo resume las más de trescientas páginas que lleva TODA TU MIERDA, y también el sentido de la totalidad de lo que hice y dije desde nací.
          Claro que aquí está dicho y hecho con talento, que, de tan poco que abunda, parece ya con toda franqueza anomalía; como cuando la casualidad hace que un hombre perdido llegue a una manada de monos.

Una charla entre amigos (Fragmento) - Cositas de papá (XVIII)

     - ...yo aprendí a tocar la guitarra con unas revistitas que se llamaban "Toco y Canto".
     -Sí -dice Pietro- yo con unas que se llamaban "Cantarock".
     -Claro, las Cantarock.
     -De todos modos, mi papá no apreció este aprendizaje sin ayuda de profesores. Decía que, en realidad, me había dedicado a la guitarra por dos motivos: porque no me representaba ningún esfuerzo y para eludir mis responsabilidades como estudiante de piano, con lo cual, para él, lo que yo había "hecho" no tenía ningún mérito.
     -Ja ja -dice uno de los del grupo.
     -Fijate vos qué construcción intelectual tirada sobre un chico de 13 años -agrega Pietro, revolviendo el aire con las yemas de los dedos hacia arriba- qué "enroscado", la "vuelta" que persiguió con el fin de dañar; pero, además... ¿para qué?
     -Un psicópata - opina la esposa del amigo.
     -Un psicópata hijo de mil puta. Y la finada mi madre, en vez de defender, asentía- dice Pietro; y, poniendo la voz lo más aguda que puede: - "Sí, Pietro, tu padre tiene razón..."
     -Ja ja - dice el amigo, antes de seguir fumando, condescendiendo amablemente a la rareza del personaje que tiene enfrente, que se duele como un niño al que le han hecho comprender que el ámbito de desarrollo de sus talentos es el de su propia miseria espiritual. El éxito del psicópata radica en el hecho de que sólo la víctima se da completa y perfecta cuenta, o un profesional de la salud mental, o alguien extremadamente inteligente.
     -Ja, ja, ja - dicen todos.

jueves

Como para ir volviendo, y seguir yendo, viniendo y revolviendo

          Advirtió alguna vez mi psicóloga que todo lo relacionaba yo con el culo. Así, si debía reemplazar la letra desconocida de una canción, sustituir un apellido olvidado, ridiculizar una escena, nombrar una calle de cuyo nombre no me acordaba, hacía mención al culo, en sus diversas variantes: ojete, pertuso, upite, ocote, culete, orto. También refería reiteradamente al culo roto.
          Con el transcurrir de las sesiones, resultó que Pietro había sido abusado moralmente por su padre, con la anuencia pasiva de su mamá, un complementario perfecto que también adoptaba posturas sádicas alternantes. Simbólicamente, parece que instituí el culo como un lugar de tránsito intrusivo en permanente latencia, sobre el que penderá hasta mi muerte la amenaza de violentamiento. 
          De acuerdo con esta interpretación, la soledad me preserva de que me rompan el culo; las relaciones "con final", también; si me entero de que alguna novia permitió que algún otro en el pasado le penetrara el ano, la dejo, incapaz de asumir su defensa, pero sufro como si me lo hubiesen violado a mí; cago cada más de dos días, por no fisurarme el esfínter, pero llevo desde hace años unas hemorroides como medianos racimos de uvas que se desgarran y manchan los sanitarios y el piso cada esos más de dos días; el perineo me parece la parte más inmunda del cuerpo, porque ahí menudeaba mi padre mientras miraba, callada, mi madre; y el mecanismo de la reproducción me da tanto asco y tanta impresión que me defiendo de esa aberración a través de la ausencia permanente de deseo sexual.
          Tipos como yo, lejos de ser objeto de conmiseración, resultan víctimas potenciales de todos los hijos de puta que existen, porque las únicas relaciones que saben anudar son las que importan que, precisamente, les rompan el culo, se abusen, le extraigan lo que no se debe para beneficio del otro, que, además, exige el mismo respeto indebido que un violador.
          Y así la vida, entonces, se va construyendo como un supositorio fuera de terapia que raspa, echa sangre y además molesta a los demás, encerrados en la satisfacción de su interés y que castigan, igual que papá, cogiéndote de todas las maneras posibles y sin que les importe un carajo qué mierda te va a pasar.

lunes

Saberse imbécil

          En 1989 tenía yo veintidós años y vivía en casa de mis padres. Tenía también un tío que se casaba, y me había comprado entonces un traje nuevo para ir a la celebración. Adolecía, finalmente, de una exposición de varios lustros a la irradiación patológica de mi padre, que, al igual que la transmisión del calor por convección, me había patologizado a la distancia y operaba eficientemente sobre mi capacidad de generar mis propios episodios degradantes, de manera de quedar asegurado mi pastoreo neurótico sobre diversas y repetidas situaciones estigmatizantes que había aprendido a perpetuar, ya sin la participación visible del psicópata.

          El caso es que me había comprado un traje y decidí ver cómo me calzaba en un espejo de unos dos metros de altura y ochenta centímetros de ancho que mi padre había colocado trabajosamente en una angosta ranura que mediaba entre el placard de su habitación (de unos cuatro metros de altura) y la pared. Para extraer el espejo, que pesaría unos diez kilos, debí remover la mesa de luz del lado en que mi padre se acostaba, y girarlo sin levantarlo del piso, provocando así el roce del canto del espejo contra la alfombra de vellones pequeños y duros que mi padre había pegado él mismo diez años antes en las tres habitaciones que daban al desmedido patio principal de la casa chorizo.

          Decidí que me vería mejor en el comedor de la casa; es decir, que apoyaría el espejo sobre el piso de revestimiento de cerámica que mi padre había colocado durante la década de 1970, y lo sostendría sobre la pared que en su mitad inferior se veía revestida de madera que mi padre había ensamblado y barnizado pocos años antes; y en la superior, de un llamado "salpicrée", también ejecutado por papá, que consistía en una pintura de yeso aplicada muy esforzadamente con un peine de metal, que mi padre, quién sabe por qué (los peines de metal no significaban un gasto imprudente en el contexto de la reparación de toda la casa de más de cuatrocientos metros cuadrados) reemplazó por un tenedor.

          Así fue que tomé el espejo con el fin de llevarlo hacia el sector en que estaba iluminado. Pero, desde antes de salir de la habitación, mi padre ya había advertido la maniobra que me había propuesto. Sentado a la cabecera de la mesa, comenzó a prodigar mi inutilidad diciendo estas interjecciones:

          - Ay... ay... ay... ay... ay... ay... ay... - pausadamente, en stacattos regulares; y siempre con la vista dirigida al conjunto ineficiente que conformábamos el espejo y yo.

          - Ay... ay... ay... - continuaba mi padre, mientras yo, con visible dificultad, portaba el instrumento en el que me reflejaría, sin poder advertir dónde lo apoyaría -porque la tosquedad hacía que mi perfil quedara pegado al vidrio. Papá no se acercaba a darme ayuda; solamente, sentado, repetía:

          - Ay... ay... ay... ay... ay... - en una sucesión rítmica y premonitoria, que se aceleró

          - Ay, ay, ayayayayayay - cuando coloqué el cristal sobre la cerámica de su comedor que, como todo lo patológico de aquel entramado de relaciones súbditas y afectadas de consentimiento de sus arbitrios, respondió como si fuese una cosa animada a su deseo sin fundamento, a su necesidad incomprensible propia de su psicopatía; y entonces, a pesar de que tomé la precaución de provocar un contacto suavìsimo con los cerámicos, se rajó en una esquina y desguazó una medialuna hija de puta que, además, rayó la madera barnizada.

          - Ay... ay... ay... - continuó mi padre, para quien el espejo había dejado ya de ser un medio.

          Avergonzado, comprobé que el traje nuevo calzaba correctamente, y estúpidamente dije "sí, me queda bien", y mi padre, entre dientes, masculló "qué pelotudo", se levantó de la mesa y salió murmurando hacia el fondo de la casa.

          Años después, gracias a las sesiones infinitas que tendieron casi con victoria a remediar el daño infligido por aquel erial disfuncional, descubrí que, a pesar de conocer el temperamento del psicópata (entonces ni siquiera sospechaba la existencia de esa desviación), yo de algún modo había querido que el desastre sucediera. En aquella situación, bien podría haber encendido la luz de la habitación y apenas correr el espejo de donde estaba guardado, pero, imbécilmente, consideré que la luz se encontraba donde estaba mi padre, es decir, en el comedor, en el lugar donde procuraría nuevamente una comida dentro de algunas horas, en la cabecera de la mesa, y decidí reflejarme allí de manera tal que la imagen, despedida por Su luz, compusiera una irrealidad aunque más no fuera momentánea de la dualidad padre-hijo, en la que se evidenciara que el hijo había crecido y que el padre, con la sola expectación de la escena, aprobara sanamente esa circunstancia, la dicha de la continuidad, lo buenamente esperable, el orden natural de las cosas.

          Pero la necesidad del psicópata hallaba cauce más en la ridiculización del hijo que en la confirmación de su masculinidad. Ya conté en estas páginas su reacción cuando mis manos, que papá postulaba inútiles para cualquier tarea, me habían hecho hombre que apareció en la díada conyugal y, habiéndose contradicho la imposición de su norma, se dio la condición de posibilidad del sufrimiento del psicópata; es decir, la vulneración de sus propias reglas.

          Ese sufrimiento lo llevó a denostar o minimizar mi virilidad de muchas maneras, que iré relatando desde ahora hasta mi muerte. Una de ellas consistió, como se acaba de relatar, en vaticinar la inutilidad del traje que me identificaba como hombre, y de ahí a la inutilidad del conjunto, del hombre con traje, del hombre cabal, del hombre joven que emergía para enfrentarse sanamente al mundo. Para todo ello, se valía de la captación de mi necesidad de confirmar mi status de varón, de recibir de regreso la percepción de un otro de esas características objetivamente perceptibles que me hacían hombre y que espontáneamente dirigía al mundo. Papá, por causas que sólo sé conjeturalmente, sentía la necesidad de que yo no fuese un hombre.

          Entonces, en esta anécdota, obró del modo que se relató: prediciendo la imposibilidad de que el reflejo dirigiera su fidelidad hacia su visión patológica; y, a la vez, vaticinando, a través de la ruptura de una parte, que él y yo jamás nos reflejaríamos juntos, y que mi intención de generar la unión entre el creador y lo creado era tan endeble y ridícula como la débil entereza espiritual que él patológicamente postulaba que yo tenía.

          A la vez, yo había colaborado en ese fracaso, y así atribuí por años a mi estupidez estructural toda la escena: desde la ideación de reflejarme hasta el regreso del vidrio ya inservible al lugar en que mi padre -que sólo utilizaba el espejo del botiquín- lo guardaba, y el recoger avergonzado de los vidrios rotos sobre los cerámicos iluminados del comedor.

          Es claro que no me lo perdono, y me avergüenza tanto mi sometimiento a los designios del enfermo, en una situación tan a contramano de la realidad evidente, que a veces pienso de verdad que soy un inútil, aunque en un sentido absolutamente diverso del que predicaba el finado mi padre.

viernes

Cositas de Papá (XVII): Ahí no dice lo que yo digo que dice

          Una de las variantes a que echaba mano mi padre para denigrar mis capacidades era, ya desde niño, asegurar que en tal libro o revista que quizás yo leyera en voz alta no decía lo que yo estaba diciendo que decía, sino lo que él decía que decía. Parece gracioso, pero mediante esta estrategia natural, el psicópata, que influía también sobre el entendimiento de los demás, me arrojaba a un terreno distante del por él creado; es decir, al de la locura, que era un espacio también ideado por su cosmovisión psicopática a partir de un concepto tomado del uso normal, a saber, no patológico.

          Y como también era su uso y costumbre generar discusiones para finalizarlas en el punto en que determinaba ser vencedor, un día discurrió agresivamente conmigo acerca de una cuestión de ninguna importancia que, sin embargo, después de más de treinta años recuerdo como ejemplo de su intenso estado mórbido y del sinfín de la díada sádica que conformaba con mi madre.

          Se trató en aquella ocasión de un intercambio de ideas (que no era tal, ya que, reitero, mi padre generaba esos escenarios del mismo modo que un animal mearía sobre los límites y los puntos internos de un "territorio" irracional), acerca de la diferencia entre el "guion" de una película y su "argumento". La conversación, como tantas otras estigmatizantes, habría surgido sin causa aparente para mí, que no venía preordenado por ninguna alteración tan sustancial del aparato psíquico, más allá de las que mi padre provocaba adrede, a la luz de los objetivos inexplicables que se trazaba y de su necesidad incomprensible de muerte del primogénito, metas asombrosas que escapan al entendimiento de alguien que no es psicópata y que durante décadas -y aun en este momento- dificultaron mis posibilidades de transmisión eficiente de sus actos en sentido lacerante. Quien no conoce a los psicópatas, cree que sus actos son consecuencia de un mero temperamento, y que la misión del prójimo en relación al psicópata se reduce a su aceptación o abandono, fundado en el desnudo desacuerdo. Los pocos que saben qué cosa es un psicópata, los diferentes grados en que la psicopatía se desenvuelve y la cotidianeidad de uno de estos desviados (cuya esfera intelectiva está por demás sobredimensionada), conocerán de qué estoy hablando.

          El caso es que, en aquella mesa en que el líder nos deparaba y significaba la comida que mi madre con sobre esfuerzo ordenado por su masoquismo alternante de base nos acercaba, no sé cómo el desviado comenzó a postular en voz alta que "guion" y "argumento" eran la misma cosa. Como soy un neurótico que en aquella época funcionaba en la máquina psicopática como complementario, reaccioné casi con enojo, señalando que se trataba de conceptos diferentes. Mi padre, entonces, deseoso de que en el campo de batalla muriese alguien, en forma altanera -hábil para la acentuación de mi irritabilidad- dijo lisa y llanamente que todo lo que yo había estudiado no servía para nada, y que él, sin estar todo el día apoyando el culo en la silla, podía darse cuenta "en seguida" de una cosa tan estúpida como que "guion" y "argumento" eran la misma mierda con diferente olor.

          Empecinado en perpetuar el rol desconocido del complementario, y luego de tres o cuatro empujones injuriosos que impulsara mi padre contra mí y mi (su) plato de comida, corrí a buscar la enciclopedia de la casa, "el Monitor" de Salvat que papá había instituido como fuente de única erudición y que afirmaba haber leído por completo. Cuando llevé ambos tomos a la mesa, haciendo lugar entre los platos y las fuentes, papá comenzó a reír. Se miró con mi madre y ella se mordió el labio inferior, presentándole una mueca también de ironía pintoresca por las actitudes de quien evidentísimo era que padecía alguna cosa.

          Queriendo entonces malamente entender que la victoria me haría retomar el camino relegado por el daño, leí: "Argumento: Trama, recorrido narrativo de cualquier obra, especialmente literaria o cinematográfica..." "¿Ves?", interrumpió el monstruo, "es exactamente lo mismo".

          "No", dije yo. "¿Cómo podés decir que es exactamente lo mismo si todavía no leí la voz 'guion'?" "Es lo mismo, no hace falta", sentenció mi padre. "No hace falta que lo leas. Susana, traeme un pedazo de queso".

          "Sí, lo voy a leer, para demostrarte que no es lo mismo el guion que el argumento". Entonces tomé el libro, busqué la palabra "guion". Mi padre subió el volumen del televisor. "Esperá, escuchá lo que voy a leer", pero papá no bajó el volumen. Decidí entonces gritar, y así vociferé: "Guion: Libro en el cual se vuelcan los diálogos de los personajes de una obra teatral o cinematográfica junto con indicaciones para..." "¿Viste? Es lo mismo. Basta, dejame de romper las pelotas", y subió aun más el volumen.

          "Papá, date cuenta de que no es lo mismo. El argumento es la trama, y el guion es otra cosa: es un trabajo necesario para los que llevan a cabo una obra, para poder realizarla, tiene acotaciones, acá lo dice bien, 'una obra teatral o cinematográfica' fijate" "Ahí no dice eso" "Leélo vos, entonces". Mi padre, así, con cara de fastidio, se disponía a agarrar los dos tomos que yo le alcanzaba. "Los vas a romper", dijo mamá; "me vas a romper toda la enciclopedia, enfermo", señaló papá. Que leyó ambas definiciones en silencio y luego reprochó: "Me hacés perder el tiempo. No sabés leer. Acá dice dos cosas muy distintas de lo que vos leíste. ¿Ahora no sabés leer vos?"

          "¿Cómo que leí mal? Leí perfectamente".
     "Leíste cualquier cosa. Acabo de ver yo y dice exactamente lo que te dije al principio. Mirá", me ordenó, pero señalando el televisor. Daba entonces más importancia al programa que estaban pasando, de manera que mi incursión en la polémica se hacía más inoportuna y molesta.

          Así que me dispuse a leer en voz alta nuevamente: "Argumento: Trama, recorrido narrativo de cualquier obra... ¿ves? CUALQUIER OBRA, 'ESPECIALMENTE', pero no necesariamente la literaria o cinematográfica. 'Trama', 'trama', es una 'trama' una introducción, un nudo y un desenlace, una trama". "Ahí no dice eso. Callate y dejame mirar la televisión. Andá a poner otra vez la enciclopedia en el living que la estás ensuciando con todo lo que hay sobre la mesa, andá".

          "¡Pero cómo que no dice lo que estoy leyendo! Argumento: Trama, recorrido narrativo..." "Ya sé, ya sé lo que para vos dice ahí, pero NO dice eso ahí. 'Trama' lo estás inventando vos. Es exactamente lo mismo. Ya lo leímos con tu madre y no dice eso". "Mamá, cómo que lo leíste vos, si vos no lo leíste". "Tu madre ya lo leyó antes cuando venían los fascículos", dijo el psicópata.

          "A ver, mamá, qué diferencia hay entre argumento y guion", pregunté entonces. Pero mamá no respondió. "Dale, decime", la insté; y entonces papá a los gritos me ordenó que la dejara de molestar. Pero como yo insistiera y mi padre, tomándose la cabeza le habilitara a hablarme, a través de la frase "decile de una vez, Susana", mamá dijo:

          "Y bueno, yo pienso que si para vos dice una cosa y para tu padre dice otra, pienso que uno piensa una cosa y otro piensa otra".

          A lo que respondí: "Mamá, no se trata de interpretar. Acá a papá le parece que las palabras que leo no son las que están escritas en el tomo de la enciclopedia. No hay una cuestión de interpretación. Por ejemplo, para papá ahí no dice la palabra "trama". Dice que la inventé, que no está ahí. Leélo, por favor".

          "Mmmmm" emitía mi padre en reacción de fastidio, y mi madre entonces tomaba la enciclopedia. "¿Y? ¿Está o no está la palabra 'trama' ahí?" "¿Adónde?", preguntaba mamá. "Al lado de la palabra 'argumento'", y entonces mamá contestó "no sé", la hija de puta, "no sé, ya no veo bien, mañana tengo que ir al oculista o no sé, comprarme uno de esos anteojos, no sé".

          "Andá a guardar eso", ordenó el psicópata, "y después mañana andá a decir al colegio que por favor te enseñen a leer, porque para eso a mí me cuesta acá tu educación y la de tus hermanos".

          De más está decir que todos a partir de ese momento callaron. Desde entonces, y aun cuando la vista de mi padre comenzó a empeorar con sus cincuenta años, dio a otras personas los papeles que no lograba descrifrar; y hasta contrató a otros abogados para solucionar sus reales problemas o reclamos legales, aun habiéndome yo recibido muchos años antes de que él decidiera tomar cartas jurídicas en el asunto.