sábado

La belleza es una de las formas de estar solo

          Hay un punto en el que la mentira no tiene cabida, y es el momento en que estamos solos con nuestra esencia, que es lo que somos de verdad. En ese punto nos reconocemos y tomamos consciencia acerca de qué es lo que nos sobra, y de que nada nos falta porque la esencia es el ser y lo demás es apetito concupiscente, como decía Santo Tomás.

          El detonante de ese momento puede tomar la forma de una enfermedad, o de una habitación vacía que nos confluye en la inmovilidad de acto de los objetos; incluso es susceptible de generarse a partir de otras experiencias menores pero épicas, como en el extraordinario cansancio posterior al llanto. A mí me pasó una noche en la que casi me muero de neumonía. Ahí, aunque rodeados de circunstancias, estamos solos.

          Entonces se nos aparece la belleza en todo su esplendor, conectándonos con eso que somos fuera de toda farsa. Otra vez viene el útero, otra vez somos feto y es lo único que somos y seremos. El resto es mentira, aun la apariencia, para la cual la categoría de "bello" no es jamás inmanente.

          La sensación de que nos place porque toca nuestra esencia nos lleva rápidamente a pensar que la belleza es una forma de estar solo, pues, ¿con quién compartimos nuestra esencia? O sea, ¿cómo se multiplica nuestra experiencia de lo bello? ¿Exhibiendo? No, no alcanza.

          Por lo demás, no podemos incorporarla, y ésta es otra prueba de nuestra soledad; podemos decir que "nos gusta" para que el otro entienda –aunque tengamos la sensación de que es mucho más que el hecho de que “nos gusta”-; pero lo bello no se nos adhiere: no pasamos a ser bellos de sólo captar lo bello.

          Se trata, en suma, de una experiencia nada más que nuestra en sentido singular, que si querés podés universalizarla diciendo que nadie que no sea el hombre es capaz de practicarla, pero que se proyecta sobre la esencia-filo-de-hielo de nuestra constitución psíquica individual y sólo individual. Ahí no hay lugar a ningún engaño, a ninguna superficialidad, a ninguna falsedad, a ningún aplazamiento de ninguna cosa, a nada más que la desnudez hospitalaria de nuestro yo, otra vez a dos aguas en la cuba de la satisfacción y el terror, como en el amnios.

          Ergo, la belleza es una de las formas de estar solo.

Ocupando el lugar de un muerto (III - Final)

          Y que a ver cuándo te ponés el estudio, Pietro, decía una, la que se había juntado con el pueblerino y había tenido un hijo que se llamaba Fabián, igual que el hermano. Pietro, ayudame en Matemática, decía la otra. La única que no me quería quizás era Brigitte, tan hermosa y enredada en sus huevadas de adolescencia. Había debutado con el novio ese año, y había descubierto que le gustaba elegir al hombre con el que acostarse, y quizás con cierta perversidad se había emperrado en continuar saliendo con el afortunado que la volvía loca celándola. Porque te imaginás cómo la pasaba la verdadera Brigitte Bardot a los 15 años: no había tipo menor de cincuenta que no se le tirara aunque sea solapadamente. Pero ella estaba aprendiendo a elegir en forma soberana, y había elegido al que se la había cogido por primera vez, y al parecer, a la vista de lo que habían hecho toda la vida las otras hermanas, eso estaba bárbaro. El novio también se llamaba Fabián.

          Un día vino a la casa un tío Alberto del otro pueblo, un tipo que había sido albañil y que ahora, a los 70 años, hacía las changas que le daba el cuerpo: recogía las ramas del jardín, levantaba alguna que otra pared, paleaba escombros. Hacía unas comidas de esas que se comen en las obras, riquísimas. Una, por ejemplo, era una tortilla al horno. Había que hacerla en un molde de pizza. No te imaginás lo que era esa tortilla. Los guisos, bueno, monumentales: fideo y papa, una delicia. En fin, palabra va, palabra viene, empezamos a llevarnos bien. Llegó a decirme medio en pedo que al principio yo le había caído como un típico porteño petulante, agrandado, y yo, que quizás por falta de carácter suelo adoptar las costumbres del grupo en el que me desenvuelvo, lo abracé, también medio en pedo y medio llorando como él. “Pero Alberto, cómo va a pensar así”, le dije entre mocos, y él, llorando sin consuelo, me contestó “pero perdoname, hijo...”

          Para entonces, tremendamente esperanzado en un futuro mejor, con el corazón latiendo de dicha por haber encontrado una familia, decidí comprarme una casa en ese pueblo donde convalecía Beatriz. Encontré una a seis cuadras del mar y a media cuadra del comienzo de un bosque como de quinientas hectáreas, un bosque de eucaliptos y pinos, que despedía olores de resina a cuatrocientos metros a la redonda. Desde la puerta se escuchaban las olas... Me la compré. Un día le dije a la Beatriz, con treinta mil dólares en el bolsillo: “Beatriz, me voy a comprar la casa y vuelvo”, y ella me contestó “Bueno, Pietro, ¿llegás para comer?” Comprarme una casa era para ellos lo mismo que comprar una docena de facturas, la misma situación de ajenidad respecto de la transacción en sí. O no, quizás fuera “algo mío”, “algo de Pietro” que debía respetarse, “una decisión de él”, que sin embargo no nos privaba de su presencia, porque lo cierto es que a la casa había que hacerle algunos arreglos y en ese lapso Beatriz me ofreció continuar viviendo en la suya, y todo se desarrollaba en una armonía tan dulce que pensé que mis problemas afectivos habían quedado superados.

          Hasta que una tarde, el tío Alberto me dijo: “Fabiancito, vení a comer que ya está la comida”. “No, Alberto”, le dije, “soy Pietro, no Fabián”. “Bueno, dale, vení que se enfría”. Lo dejé pasar.

          Pero al otro día me dijo de nuevo: “Fabiancito, mañana voy a hacer la tortilla al horno”. “Alberto, no, mire, me llamo Pietro”. “Está bien, pero fijate de conseguir papa buena porque si no se deshace” me contestó, como si le hubiera objetado no sé, alguna otra cosa. A la tarde de ese día insistió con el Fabiancito, esta vez antes de contarme un chiste que lo hacía reír a él solo. Mientras se disolvía en carcajadas igual que la papa de agua, le decía a la hermana de Beatriz: “Ja, ja, el Fabiancito se pensó que le estaba hablando en serio, siempre fue medio pelotudo”, y la hermana de Beatriz se lo festejó como si nada hubiera pasado. Así el viejo empezó a decirme Fabiancito, y no hubo manera de que yo le hiciera ver que Fabiancito era el muerto que se había colgado, que yo me llamaba Pietro. “Mire”, le dije un día, “yo no quiero ensuciar la memoria de Fabiancito, pero Fabiancito no soy yo, Fabiancito es el otro”. Pero el viejo no entendía, y cada vez nos queríamos más.

          Algunas semanas más tarde, a la hermana de Beatriz se le escaparon tres o cuatro “Fabiancitos”, y Brigitte me empezó a decir “gordo pelotudo”, como le decían sus hermanas al Fabián ahorcado, antes de entrar en la adolescencia. Yo me enojaba, pero no decía nada. Brigitte, para hacerme calentar igual que sus hermanas mayores lo hacían calentar al verdadero cuando estaba vivo, me decía, por ejemplo: “gordo pelotudo, ¿no comés más?”; o “Qué hacés, gorrrrrdo”. A mí me agarraba una tremenda depresión, porque Brigitte era bellísima y esa circunstancia resultaba simbólica y universal: para todas las minas yo sería lo que ella decía que era. Una de las hermanas me pidió que le enseñara a manejar; acepté, pero en seguida me di cuenta de que ella ya sabía conducir un auto, y que lo único que quería era llevarme al descampado para contarme mierda de la otra hermana, la que había quedado como hermana mayor después del suicidio de Fabián y que tenía una nena fruto de su unión con un policía de la bonaerense, cosa que lo supiera el otro hermano mayor, que era representativamente yo. A su vez, la apareada con la Fuerza me abrazaba, me decía que me quería, que había que esperar a que me asentara en la ciudad, y que ahí sí todo iba a salir bien; me confesaba sus deslices, me pedía consejos, igual que como le hubiera gustado hacerlo con su padre devorado por el zooplancton o con su hermano asfixiado.

          Más adelante, mientras el viejo ya exclusivamente me llamaba por el nombre del occiso y Brigitte la Bella sólo se refería a mí con el único apelativo de “el gordo pelotudo”, a Beatriz se le ocurrió que estaría bien regalarme la ropa que había quedado del hijo muerto. “Voy a separar ropa de Fabián que creo que le entra a Pietro”, le dijo un día a la hija que me había llevado con el auto para hablarme mal de la otra hermana. “Me parece bien”, dijo ésta, y no dijo nada más.

          Corría ya el cuarto mes desde que yo me había instalado en la casa de esta familia. Cada tanto iba al otro pueblo a pagar el alquiler y volvía. Me había comprado la casa en el pueblo de Beatriz. Tenía tres casas y ninguna era mía. Hacía pocos meses era propietario en Flores, pero había derrumbado el mundo que había construido en base a culpas y a pisoteadas de mi padre ante todo lo que se manifestara como mío y a la vez florecido. Jamás había encontrado a alguien con quien hablar desde el corazón, a salvo una media hermana de Beatriz a quien yo conocía desde antes, una mujer que de verdad hablaba con el alma. Ahora yo estaba en otro lado, en otra galaxia. La provincia no es ni por asomo el escenario engañoso que es la Gran Conchuda del Plata, pero tampoco hay mucho vuelo que digamos. Un par de veces que quise ir al cine me hicieron volver porque yo era el único espectador y si pasaban la película perdían plata. Teatro, olvidate. Libros, nadie lee nada que no sea autoayuda; la mayoría lo último que leyó, si hizo la secundaria, fue el apunte fotocopiado de Matemática de quinto, y si no la hizo, dos o tres de esos cuadernitos de veinte páginas con figuritas que según la revista Anteojito eran Grandes Obras de la Literatura Universal. Cuadros, museos, esas cosas, hay dos o tres muestrarios regionales, pero nadie va. Y además, yo había vendido la casa y no tenía laburo, y tampoco tenía la más puta idea de lo que carajo hacer. Aunque, mientras tanto, jugaba a algo que, si bien no me correspondía, tampoco me disgustaba.

          Entonces a Beatriz, que seguía convaleciendo con un yeso que iba desde el cuello hasta el fondo del culo y que apenas le dejaba cagar, se le ocurrió que, además de regalarme toda la ropa del hijo fallecido, yo me podía ir a vivir ahí hasta que terminara de hacer los arreglos de la casa. “Ahí” era el cuarto de Fabián, el cadalso en el que se había colgado. Y después, si yo quería, me iba a mi casa, y si no, me quedaba, porque mi compañía ella la sentía como necesaria. Lugar para lavar la ropa y colgarla, había. Un plato más o menos no hacía diferencia, y a vos te queremos, Pietro. Para colmo, un día yo pensé que ella me llamaba y fui a su pieza a ver qué quería; cuando llegué, me dijo: “Pietro, no lo puedo creer, vos sabés que pensé en llamarte pero dije no lo voy a molestar... te llamé con el pensamiento y viniste...” Y se lo contó a la hija que tenía el vástago llamado Fabián con el pueblerino.

          Ésa fue la gota que rebalsó el vaso. Resulta que para entonces la pariente que hablaba con el alma me había comenzado a manifestar ciertos celos de mi estancia en el otro pueblo y de mis relaciones con gente de Buenos Aires. La forma de manifestarme todo eso era revisándome los mensajes del celular, los cajones, las cosas que yo dejaba escritas por ahí, la ropa, bien a la manera como se hace en el Interior. Yo no lo toleré y discutimos. La que tenía el hijo Fabián con el pueblerino aprovechó y le comentó a una amiga: “La verdá, ya estoy un poquito cansá que cada ve que vengo está ese en mi casa”. O sea, yo estaba cuidando a la madre que estaba a un centímetro de quedarse paralítica, y ella vivía con el pseudo marido a cinco cuadras. Pero se ve que yo había venido ejerciendo alguna otra influencia por algún otro lado que no me daba cuenta. Tiempo después me enteré de que le había caído mal la invitación a vivir ahí, con todos. “Claro”, pensó, “mamá lo deja vivir de arriba mientras éste hace guita alquilando la casa de la playa”. Pero yo no estaba ni enterado, y además le habría dicho que no, que yo me quedaba hasta que se curara por una cuestión de respeto y de solidaridad, después me iría a hacer mi vida sin olvidarme de mis amigos, pero cada carancho en su rancho, cada lechón en teta, esas cosas, como debe ser. Pero la minita se enojó por las dudas, y ahí mostró sus colmillos más filosos, ahí recién la empecé a conocer. Una de estas morochas más o menos llamativas que si están en Buenos Aires se aferran a un cargo público y empiezan a serruchar el piso a mansalva. Le gustaba la guita, el chisme, el falso lujo y la comodidad más que a la mosca el sorete. Consideraba que su familia estaba llena de negros, y que ella iba a tener sí o sí una vida distinta, y por eso se había apareado con un pelotudo con guita que era dueño de medio pueblo, sin importarle un carajo de nada, ni siquiera de lo que la quería un buen tipo con el que salía antes; no sabés lo boludo que era este chabón, pero boludo boludo en serio, eh. Pero como tenía plata que había hecho el padre corrompiéndose en una provincia fácil de corromper como es la de Buenos Aires, en la familia de la Beatriz le daban bola, porque también son así en el Interior: si tenés plata te miran con un respeto casi de base teológica. Te imaginás que mi “ascenso” repentino le cayó como un grano en el culo a la pendeja. Así que se “cansó” de que “cada vez que entraba tenía que verme”. Hija de puta, le estaba cuidando a la vieja, la concha de su madre. Qué va a ser, yo también me la busqué. Es como ese poema de Borges que cuenta cómo lo matan a Laprida, leélo y vas a ver.

          Paralelamente, la media pariente celosa no me daba más bola, y la hermana de Beatriz se solidarizó en aquella cruzada amorosa: desde diciembre hasta que me fui a meterme mi casa nueva en el culo -mediados de enero- no me habló. Incluso yo tenía un teléfono celular que me había dado la familia: un día fui a su oficina –la vieja empresita pesquera del padre ahogado- a pagar la cuenta y me atendió como si yo fuera un proveedor: “Pasá la semana que viene porque todavía no llegó, chau Pietro”. Con la pariente celosa nos carajeamos porque invité a una amiga de Buenos Aires a charlar. Brigitte ya ni me hablaba, y si me hablaba, encabezaba las oraciones con las invariables locuciones “gordo pelotudo” o “gordo boludo”. La hermana restante también dejó de hablarme, convencida en su visión materialista-vulgar de que yo estaba usurpando el espacio de la familia para ganar plata. A todo esto, yo ni enterado de por qué me habían dejado todos de hablar. Beatriz era la única que se dirigía a mí, pero como ya estaba más o menos curada, le agarró un delirio místico post enfermedad grave según el cual lo único importante de la existencia universal pasaron a ser sus hijas. Más que la comida, más que la guita, todo lo demás era relativo, viste cómo es. Así empezaron a compartir boludeces: las veía charlando más; ella les daba más plata que antes (porque se hacían dar plata por la madre); se ofrecían para hacer los mandados... En un momento la mayor estaba lavando la pileta de lona mientras la madre la miraba cebando mate, pero como estaba usando detergente espumoso y a cada rato se ponía de pie para decirle alguna pelotudez a la Beatriz, en un momento se patinó y se dio de culo contra el piso de la Pelopincho. Beatriz reaccionó riéndose a carcajadas, del mismo modo que esos tipos que se ríen de esos números de vodevil barato en el que uno de los personajes siempre se viene abajo ridículamente; a mí eso jamás me hizo reír, y siempre consideré que para desternillarse de risa de ese paso de comedia circense te tenía que faltar uno o más caramelos en el frasco. Pero, dada la circunstancia de unión supraterrenal que parecía reinar en ese nuevo estado de cosas en el que lo mórbido se iba yendo junto con el invierno, en esa risa descubrí el final de todo. Ya no querían unirse al muerto. Querían una vida dichosa junto a una Pelopincho que despedía esplendores de ferretería. Yo había ido a visitarlos, y nadie me dirigió la palabra. Con lágrimas de risa en los ojos, todavía recordando cómo la que reprodujo al policía se había patinado, Beatriz me despidió, me dijo “Chau, Fabiancito”. Le dije que viniera cuando quisiera a mi casa, y me dijo que sí, Fabiancito, sí, chau. Un mes más tarde les devolví el celular a través de una mensajería, y fue como si nada, como si se lo hubiera dejado una mano invisible.

          Así que para fines de febrero me encontré ahora sí irremediablemente solo. Había dejado todo en la Mierda del Plata: lo que se presentaba malamente como mi familia, mi trabajo enfermo, mi casa. Me había descorazonado de todo, y te aseguro que una cosa es decirlo y otra es sentirlo de verdad. Yo ya venía absolutamente deprimido desde 2003; el haber dejado todo en forma material me comió otra parte del corazón, pero ahora que la buena población del pueblo se había manifestado igual que la porquería que puebla Buenos Aires, ahora que me había comprado una casa en el lugar donde pensaba que iba a ser feliz y todo se había ido a la mierda, ahora que me había dado cuenta de que en todos lados se cuecen habas en serio, ahora no había más lugar para nada ni para nadie, y menos para mí. Viste cuando Virus dice “largar la piña en otra dirección”, bueno, no había otra dirección. No había nada. Mi casa de Flores transformada en una casa que me importaba un carajo y algunos dólares que me sobraron. Doscientos dólares por semana, dos años y medio y me comí todos los ahorros.

          Sentado en los sillones que había mandado traer desde el pueblo, sillones que había comprado en Flores, ahora desterrados, extraños a seis cuadras del mar, a media del bosque, en un lugar en donde en vez de “chabón” se dice “vago” o “loco”; en vez de “galletitas”, “masitas”; en vez de “salame” se dice “chorizo seco” y en lugar de “jardín”, “patio”; rodeado de gente cuya máxima pretensión es hacer guita para irse, con los patrulleros de la Policía de la Provincia de Buenos Aires sobreocupados de corruptos que si te agarran te torturan, siendo porteño y solo, desconmensuradamente solo, pensaba ahora qué hago.

          Y no hice nada. Los muertos no hacen nada. El Fabiancito se me cagaba de risa en la cara, amparado por el brazo que le quedó al papá después de que al otro se lo comieran los cazones de altamar, y que resultaba, así muerto y todo como estaba, más protector y hermoso que los dos brazos juntos de mi propio padre psicopáticamente vivo (y ojalá que por decir esto no me quede el día de mañana sin brazos, por favor). La Jocelyn, la primera nena muerta de Beatriz treinta años atrás, también me cabeceaba con la cabeza hídrica y se reía con dientes amarillos de venganza. Brigitte volvía a coger con el novio camino a la maternidad antes de los 20 y sus hermanas, satisfechas, despejaban toda posibilidad de que, si el Fabiancito se quiso morir, que no venga ahora a romper las pelotas bajo ninguna forma ni bajo ningún sustituto; y entonces, felices de la vida, una se cogía al pueblerino pelotudo y la otra se buscaba algún otro que no se fuera todas las veces con alguna puta, como hacía invariablemente el policía de la Bonaerense. La hermana de Beatriz se solidarizaba con su pariente y a otra cosa, porque la vida continúa. Y Beatriz me recordaba, pero no hacía nada, igual que cuando se mira una foto.

          “Es la raza humana”, confirmaba yo ya sin llorar, abrumado. Mi padre quería matarme; después yo mismo me quise morir; finalmente, terminé vivo y tomado por muerto; ahora no sé si me quiero morir, pero tampoco sé si quiero seguir viviendo y en qué términos: así pensaba en la soledad de mi casa campestre, marítima y ajena. Para entonces, los artículos de esta página llamados “Creo que me equivoqué” motivaron a varios a hacerme volver a Buenos Aires, donde hasta hoy alquilo una habitación en un estudio jurídico de un amigo. Mis libros, mi computadora, mi lavarropas, mi heladera, mis vasos, mis cubiertos, mi televisor, todo está a cientos de kilómetros en la casa que me compré, que más parece una tumba vacía que un lugar para ser feliz por una sola y definitiva vez en la puta vida, como yo quería. Con el transcurso de los meses, también la porquería que me estimuló para volver se fue dando vuelta y de la cara pasó a mostrarme el culo y de eso a desaparecer, pero esas actitudes ya las preveía yo desde que, por conocerlas de sobra, decidí irme de la Capital para abrevar en la supuesta hospitalidad provinciana y así moderar la desazón de mi alma, cosa que evidentemente no ocurrió.

          De tal forma que ahora no tengo lugar ni tengo gente. Lo que sí tengo es tiempo, pero, la verdad, no sé qué carajo hacer, porque en este modelo de ensayo y error todos los ensayos me dieron error. Quisiera no hacer nada, tender a la nada. Yo le contaba hace muchos años esta propuesta a la porquería, que no reaccionaba; es más: quedaba como un boludo diciendo lo que para ellos era una barrabasada, cómo éste quiere tender a la nada si yo quiero tener dos hijos, una casa, un auto y un trabajo y que mis viejos estén bien, pensaban. Pero yo quiero tender a la nada. Ser etéreo como la nada, estar y no estar, ser omnipresente e inmaterial, ser recordado y a la vez no percibido, estar en otro nivel, en otro continuo diferente de aquel en que se ubican los hombres, que todo lo corrompen. Quiero no querer, parece medio adolescente decirlo pero te juro que es así.

          Es decir, creo, que quiero continuar ocupando el lugar de un muerto, pero ahora ya no se de qué manera. Ciertamente no quiero morirme, porque yo qué sé qué te pasa si te morís. Pero soy tan miserable, tan farsante, que me doy cuenta de que jugué desde el principio ese juego que quizás me haya enseñado el perverso de mi padre, para quien fuera de su casa se hallaba el horror, y él todo el tiempo, la niñez incluida, me echaba de su casa. Entonces se ve que, ya arrojado al abismo, ya desposeído y despreciado, quise en otro sitio ocupar el lugar de un muerto, quizás para entender la mente perversa de mi padre, el por qué de su determinación, que hasta ahora sólo puedo ver utilizando como filtro de análisis el paradigma salud-enfermedad. Y ahora quiero seguir muriéndome aunque sea en joda, porque ése es el mandato que él me dio. Por eso la muerte se me figura dulce y contenedora, porque me la enseñó mi padre sin oposición de nadie, y ahora que lo pienso, tal vez por eso también elegí meterme en una casa ajena, en una historia ajena y espantosa y pasé a formar parte de ese espanto, de un tipo que se lo comieron los cazones, de una Jocelyn muerta a los nueve meses, de un ahorcado que quiso saber cómo era asfixiarse, de tres hermanas que se aferran al mundo material porque el mundo espiritual es para ellas no el mundo de los valores y los sentimientos, sino precisamente el lugar donde viven los espíritus en sentido provinciano, es decir, el reino de los fantasmas, de sus repentinas muertes para las cuales todavía no encontraron explicación. Yo quería, me doy cuenta ahora, ocupar de verdad aunque sea por una vez el lugar en el que me ordenó estar mi padre, que es el lugar de los muertos. Porque si no me gustaba el espacio que él construía, sin no te gusta, como decía él, ahí está la puerta de casa, fuera de la cual nos enseñaba que habitaba el horror.

          Ahora no sé cómo salir, porque, encima, me siento bien matándome, aunque sea simbólicamente. Así funciona la perversión: la víctima goza cumpliendo el mandato del perverso. Y me da tanta bronca que encima todo esto sea mi responsabilidad, que a esta altura ni siquiera me da para putear a mi viejo, que a la luz de los hechos objetivos resulta ser un grandísimo hijo de mil vagones llenos de putas, porque yo era un niño cuando me enseñó que yo me tenía que morir; pero, vistos mis más de cuarenta años, toda la culpa recae sobre mí, según la idea que comulga el común de la porquería.

          No sé, todo esto es muy enfermo. Por lo menos las hijas de Beatriz están contentísimas de que me fui, a ellas les va a hacer bien. Y yo, buscando trabajo como un quebrado entre mis nuevas cuatro paredes rentadas a precio de oro, ruego por que nadie entre a chorearme las cosas que hay en la casita que tengo a cientos de kilómetros del Río Color de Mierda, porque la poca guita que me queda es para pagar los alquileres del sucucho hasta que empiece a nacer de nuevo, cosa que no creo que pase, vistas las circunstancias, ya que hace rato que estoy muerto. Quizás, concluyo entonces, de verdad el viejo Alberto sea mi tío Alberto; quizás, como todos los viejos, tenía razón, hacía bien en llamarme Fabiancito y yo hice mejor en comprarle al Fabiancito que fui una casa vacía y vieja, en llenarla de libros, en arreglarle las goteras, en proyectarle un jardincito simpático y amable, en instalarle el gas y arreglarle las conexiones de agua caliente, en transformarla de casa de veraneo de otros en hogar cálido y propio para que, pobre, pase cómodamente el resto de la eternidad a seis cuadras del mar y a media del bosque de eucaliptos y pinos más hermoso, tranquilo y silencioso que pueda imaginarse.

jueves

Ocupando el lugar de un muerto (II)

          (Nota: Para la primera parte de esta crónica, hacer clic acá)

          En el pueblo el aire, el devenir de las cosas, el fluir de la historia universal, eran otros. No sucedía como en Buenos Aires que la nariz se calienta no bien comienza uno a aspirar. En el pueblo la nariz se enfriaba durante el último tercio de la inspiración, y entonces la nariz era otra nariz, la cara parecía cuartearse dichosa frente a la realidad desconocida de un nuevo aire que aireaba y auguraba; la nariz se enfriaba frente a los carteles de ofertas más genuinos que en el Charco de Plata, escritos por ignorantes reales y que declamaban quesos cremosos a precio de risa, corderos, lechones, huevos que todos saben que son de la granja del mismo almacenero; no faltaba un supermercado coreano que se había llenado de pueblerinos, pero que, no obstante, respetaba el horario de siesta de 12 a 16 todos los santos días. ¿Qué supermercado chino cierra en Buenos Aires a las doce del mediodía? En el pueblo, entre las doce y las doce y media finalizaba la actividad humana toda: los negocios que habían abierto a las siete o a las ocho cerraban indefectiblemente hasta la media tarde; las plazas se vaciaban; los automóviles se desgranaban pelando el bloqueado de cemento de la principal hasta el estertor solitario de algún escape descolocado durante la siesta; las señoras y los perros se repantigaban en la cama o en las esquinas, entrecerrando los ojos frente al fenómeno del movimiento o advirtiendo la llegada de un marido o de un peatón con molestia abigarrada en el entrecejo; los próceres perdían significación bajo el sol inofensivo, los papeles de publicidad mal pegados se arremolinaban en alguna boca de agua de 1930 o se desplazaban desordenados en igual o diferente sentido de circulación que las avenidas, que se llamaban como en cualquier pueblo San Martín, Mitre, Rivadavia, Centenario, Belgrano, igual que en todos los pueblos, Escuela Número 1 General San Martín, Escuela Número 2 General Manuel Belgrano, Escuela Número 3 Bartolomé Mitre y ninguna otra escuela, las escuelas murmuran mientras todos duermen la siesta, todos, los perros, el intendente, los presos, los almaceneros, las madres, los niños, las viejas, los árboles, la biblioteca, la Sociedad de Fomento, el Polideportivo, el Edificio de Rentas, el Hospital, el Cura de la Iglesia, la Iglesia, Cristo y la tierra entera durmiendo al ritmo del crecimiento de la papa, la soja, no sé qué otra esperanza, la explosión de gusanos y de ácaros ajenos a la ingeniería agrónoma, el culto a la lluvia, la muerte local que se despertaría a media tarde con la necesidad de una leche, de algún bollo mal armado en cualquier panadería decente y mugrosa, del recuento de billetes a ver qué queda y de la espera del quincenal.

          Mi espera, sin embargo, era distinta. Habiéndome despojado de toda esperanza, me regodeaba en el nivel mate cocido y me asombraba frente a los postes de iluminación vetustos que sin embargo ardían en la noche congelada. Aunque ninguno de los pelotudos que me rodeaban en Buenos Aires hubiese podido entenderlo, por primera vez en la vida estaba viviendo el presente, junto a nativos genuinos que tampoco cultivaban otra pretensión de tiempo más extensa que la del ahora mismo, y que del pasado discontinuo sólo contemplaban por escasos segundos algunos mojones de tragedia o de esplendor que, más allá de la última calle, no significaban nada para nadie –una decena de parientes en el cementerio, un casamiento, un cumpleaños de quince, la muerte de un patrón, la de un hijo, una última carta guardada desde hace ocho, doce, veinticinco o treinta y ocho años, el concubinato anterior de una, la carrera policial de otro, una enfermedad, un secreto más o menos apocalíptico-.

          Como ya dije, había alquilado una casita que quedaba detrás de la de una señora muy mayor que se aficionó al misterio que yo representaba, y a cada rato caía con supuesta casualidad uy Pietro, estás acá, qué bien, contame, y yo le contaba no sé qué le contaba, que necesitaba un tiempo para pensar, que la Gran Ciudad me había superado, que mi viejo era un psicópata, que mi mamá una sádica pasiva –pero la señora no entendía y yo sentía que estaba hablando de rosas de salmón en el puesto contraventor de choripán- y entonces ella, como cualquier vieja universal, me repasaba los fuegos artificiales de su pasado fácilmente glorioso: que fue virgen hasta los 32 años –bueno, eso sí es glorioso, por qué no estuve ahí, Dios mío, por qué, por qué todas las vírgenes se me van patinando sobre los pelos hediondos de algún hijo de puta que todas las veces se cansa de cogérselas y después me las deja culeadas para que me quieran a mí, qué pecado cometí en mi vida anterior-, que el marido la cortejó un año y después se casaron, que el sexo en el matrimonio sí es importante y que los dos hijos que tuvo no vinieron tocando el timbre, que esa casa la compraron después de que un tornado la destruyó, el único tornado que hubo en el pueblo a mediados de los cincuenta, y que poquito a poquito se fue haciendo lo que ahora es –que era una casa común-, que eso no estaba, que ese techo se hizo a lo último, y mientras tanto el sol caía tan limpio, venían gorriones a pararse sobre los frutales, se escuchaban pájaros que estaban en la otra cuadra, automóviles que pasaban por los arrabales del pueblo, donde la gente se porta mal; se escuchaba el roce de las patas de los perros con los pastos y las ramas de los jardines vecinos, porque todos tenían jardines (ellos les dicen “fondo”) y todos tienen parrilla (ellos le dicen “churrasquera”). La vieja me daba charlas de una hora, una hora y media, con la voz dificultada por un problema neuronal que le empezó cuando el marido le dijo que salía un rato al patio a leer el diario y a los pocos minutos ella le fue a llevar un mate que no pudo agarrar porque ya se había muerto sentado nomás en el sillón del juego, casi con los ojos abiertos, y la vieja lloraba como si se hubiera muerto recién, se le escapaban unas lágrimas dándome a entender que pudo haber sido mi padre y ella mi vieja, que sintiera yo también la muerte del marido que en verdad había ocurrido hacía veintisiete años, mi Dios, la mujer había dejado de vivir a principios de los ochenta, treinta y dos años virgen y veintipico casada y se acabó, a jorobarse en la casita hecha para siempre, asfaltaron la calle y el hombre se murió a las pocas semanas y a vivir de la pensión, listo, terminó, ya está, ahora viene la vejez de pueblo, para eso viniste. Los hijos, con el tiempo, se hicieron consignatarios de hacienda y se llenaron de plata, pero siguieron viviendo austeramente, porque no sabían otra forma, dejando todo lo que estaban haciendo a las 12 del mediodía, durmiendo la siesta y retomando a las cuatro de la tarde hasta las ocho de la noche y al otro día a las seis o siete y así. Por eso no le extrañaba a la mujer que yo a las cinco de la tarde saliera con ojos de siesta al jardín paradisíaco a leer un libro, te gusta leer, a mi marido también y ahí empezaba todo de nuevo, llanto, etc.

          Pero un día una gente amiga chocó en la ruta. Gente que yo conocía de haberme quedado tanto tiempo en el pueblo y de una relación anterior con una chica de ahí. Eran de otro lugar, pero tenían familia donde yo estaba. Venían a un cumpleaños y chocaron. Viste que en el Interior si hay un auto se suben todos a ese auto; si hay dos, capaz que se suben todos a uno para estar todos juntos y dejan a uno o dos para el otro auto. O sea, no es de racista ni de burlarme de las costumbres, pero te pongo las manos en el fuego de que es así, no por “ser” ellos de una manera, sino nada más porque lo hacen. Es como cuando sirven algo para comer: capaz que se comen todo en cinco minutos, se abalanzan sobre las facturas, se clavan el vitel toné igual que el sánguche de vacío, se chupan media sidra y le ponés champán y no lo toman y salen a comprar un cajón de sidra marca La Tradición. Capaz que vos llevás facturas y resulta que las miran y nos les gusta y agarran y van y compran pan, y se hacen mate y se comen el pan, y vos te quedás mordisqueando las masitas como un boludo. A propósito, para ellos “masitas” son las galletitas; “masitas de confitería” son las “masitas” nuestras. A las galletitas que no tienen dulce les dicen “masitas secas”, pronunciando “mashita sheca”. Un día te voy a contar mejor cómo hablan en el Interior.

          La cosa es que en el auto iban: un tipo ya para cincuentón manejando, que era el novio de la dueña del auto, que iba en el asiento del acompañante con una nena de tres años, la hija de una de sus hijas. Atrás iba la hija menor de la dueña del auto, que tenía 15 años pero parecía de 25 y su novio, un afortunado de 18 años que salía con la chica que era como Brigitte Bardot cuando era adolescente, pero hasta que hablaba: ahí te dabas cuenta de que del glamour francés tenía solamente el olor a queso gruyere del postre, y que ese olor la acompañaría hasta la muerte. Así que cinco personas en un auto chiquito. Resulta que el hombre, que era y sigue siendo camionero, no pudo esquivar a un boludo también camionero, pero con un camión de verdad que se cruzó queriendo entrar a una tranquera, para lo cual viró nomás hacia su izquierda obstruyendo los dos carriles de la ruta, y así se estrolaron los cinco a 120 contra el tanque de nafta del camión. Parece que, igual que en la Mierda del Plata, el pelotudo les terminó diciendo “loco, te juro que no te vi”. Salieron en los diarios, en la radio, en el canal local.

          El tipo se destrozó la cabeza y desde ese día quedó más o menos loco. Se la rompió contra el parabrisas, y además se rompió no sé si las costillas, no sé. Pero lo fundamental es que nunca más carburó como se debe. Brigitte Reina del Chorizo Seco casi se secciona el pie a la altura de la articulación de la tibia con el tarso, si es que existe esa articulación; hubo que darle un montón de puntos y sólo pudo caminar a las tres semanas. El novio se fracturó la muñeca. La nenita que iba adelante solamente se golpeó un poco la cara. Pero la mujer, suponete que se llame Beatriz, la dueña del auto que finalmente quedó inutilizable, se pulverizó una vértebra lumbar, una que ya tenía operada y que el accidente vino a agravar; además, no sé por qué lado le quedó presionado el nervio ciático, y si respiraba le dolía como si todo el tiempo te estuvieran poniendo mal las agujas de acupuntura, o como si el dentista te dejara el torno cuatro horas en el mismo lugar y apretando para el lado de la muela. Le dieron morfina en el hospital del pueblo –el mismo donde me habían salvado la vida un año y medio antes, pero que esta vez, como en la mayoría de los casos, diagnosticó mal y casi le dan el alta-. Después la trasladaron a Mar del Plata, que para casi todo el interior de la provincia de Buenos Aires es más o menos como si me dijeras a ver, no sé, Nueva York no, porque para ellos Nueva York es Buenos Aires y de Nueva York no tienen idea, pero lo que sería una ciudad de segundo gran nivel, algo tipo Nueva Orleáns, Los Ángeles, algo así. Porque en el Interior no hay nada, y Mar del Plata, con su zona de influencia, junta unos 600.000 a 700.000 habitantes, lo cual no es poco y obliga a tener buenas cloacas, farmacias, colectivos, gremios y toda la parafernalia. Así que la mandaron a La Feliz a que la arreglen.

          La familia de la accidentada, además, venía con antecedentes de holocausto. Fijate que dije “el novio de la dueña del auto”, y dije eso porque el verdadero padre de Brigitte (que tiene dos hermanas) un día salió con un barco de pesca industrial a juntar pescados para vender y nunca más volvió. Parece que se dio vuelta el casco y se ahogaron todos. Precisamente el día del accidente se cumplía un aniversario del naufragio. Pero ahí no terminaron los dolores para esta gente: Brigitte, además de tener dos hermanas, tuvo un hermano mayor que, no pudiendo superar el hecho de que su padre muriera ahogado, para entender cómo era se asfixió él mismo un día, así nomás, de buenas a primeras, armándose una horca con una sábana atada a un tirante del techo de su cuarto. Así, sin avisar, adónde está, ponele, el Fabián y el Fabián se había suicidado sin hacer ruido y lo buscaron por todos lados y estaba dando péndulos en su cuarto, colgado del cuello dislocado. Dejó una novia embarazada de una semana, que hoy por hoy le reclama a la Beatriz todos los meses una suma sideral y sueña con participar de la herencia de los barcos, que actualmente se cuenta por centavos, porque otra de las desgracias de la familia fue que los obreros que estaban en negro en el barco naufragado los arruinaron a todos haciendo juicios y juicios. Para colmo de males, a la mujer se le había muerto treinta años antes otra hija: la primera, a los pocos meses de nacida, de hidrocefalia; hoy el cadavercito está abandonado en un hospital de otro pueblo y nadie lo va a visitar. Yo fui.

          Así que me ofrecí, a la vista de que me había quedado sin familia, a auxiliarlos en tan penosa circunstancia, y me dediqué con ahínco a la tarea de hacer que sus convalecencias fueran lo más agradable que se pudiera alcanzar en esos casos. Porque sí, porque yo qué sé. Me habían enseñado en Buenos Aires, en diversos ámbitos, que yo no servía para nada, venía de dejar todo y estaba dispuesto a armar una historia nueva, pero esta vez dichosa. Así que me metí en un mundo absolutamente ajeno a mi cultura, gente que de verdad cree que la cumbia villera o la cumbia romántica son algo bueno, o sea música, gente que en serio come una milanesa cada tanto pero asado día por medio, gente que vive el sexo de la forma más animal que te puedas imaginar, gente que no usa servilleta salvo en los cumpleaños de quince o en los casamientos o bautismos, tipos que eructan en el medio de la comida no por maleducados sino porque culturalmente están así condicionados; pero a la vez gente que yo sentía enormemente buena, despojada de todo lo que había visto en Buenos Aires, tipos que la bondad los llevaba a que antes de hacerte un juicio se dejaran estafar, porque para qué se van a meter en eso, para qué la venganza; tipos que llega tu cumpleaños y es un honor en serio para ellos saludarte y que les aceptes el regalo, tipos que ven como un desprecio que no quieras tomar el mate que te dan con cariño, tipos que te invitan a ponerte en pedo con ellos porque así es como entienden que se la pasa bien, y si yo me pongo bien quiero que vos también estés bien; personas amables que como tienen necesidad de verte porque te quieren, van directamente a tu casa sin avisarte porque saben que les vas a abrir la puerta y van a pasar un buen momento comiendo bizcochitos y hablando del mundo pueblo un martes a la tarde, no como en la Puta del Plata en la que para ver a un amigo de toda la vida tenés que pedir audiencia con veinte días de anticipación y encima te dice que tiene alguna pelotudez que hacer. Así era esa gente que empecé a querer, tan distinta a la de Buenos Aires, donde el culto de la amistad es algo al pedo.

          Mientras todo el mundo se recuperaba, iban pasando las semanas y la mujer evolucionaba cada vez peor, pero nosotros teníamos que decirle que estaba cada vez mejor, y ese juego nos unía, y al mismo tiempo me incluía en un devenir deseado desde mi primera y última infancia, desde la primera vez que me descorazoné por la advertencia de los abusos morales de mi padre y la pasividad permisiva y antinatural de mi madre. La mujer tenía que hacer cientos de kilómetros en remís ida y vuelta para atenderse en una clínica decente. Le pusieron un corset de yeso que en principio sería por unas semanas, pero que terminó teniendo cinco meses. Cada vez que iba al médico lejano, le decían: “Mirá, Beatriz, la verdad que te veo bien, pero por las dudas te voy a dejar el corset un mes y medio más”, y ahí a volverse llorando, a imaginar que no puedo caminar más, un drama, a cómo voy a hacer si me lo tengo que quedar todo el verano, ya no puedo más estar acostada todo el día.

          Pero yo, firme. No tenía nada que hacer, no me importaba más nada, no me quería casi nadie, en cualquier lugar era sapo de otro pozo –incluso en la Podrida del Plata-, así que, visto que me aceptaban, me instalé con descomunal alegría en la casa de los accidentados, como si me hubieran escuchado un ruego. Seguía pagando el alquiler en lo de la vieja del otro pueblo, pero vivía con la familia que había chocado, así, de un día al otro. Allí encendían la estufa en abril y la apagaban en octubre o noviembre. Era una casa de mujeres madres y yo no había tenido madre, había tenido otra cosa, pero madre no. No existía ningún padre desde que las chicas eran chicas. Unos años más tarde no hubo más hermano. Me dieron una cama y me confiaron el cuidado de la salud de todos, especialmente de Beatriz. Brigitte, hermosa, me invitaba a jugar a la Perinola con el novio, Pietro jugá conmigo. Después de la perinola estaba la comida, la hermana de Beatriz llegaba de trabajar y me decía con una sonrisa “Pietro sentate, dale comé, cómo la viste hoy a Beatriz”. Se podía mirar televisión hasta altas horas. Una de las hermanas -la mamá de la nenita que iba en el auto sentada sobre Beatriz- me dijo te re quiero muchas veces; la otra, que vivía con un pueblerino y venía de tener también un hijo, se ofreció para que el día que me instalara ella trabajara de secretaria de mi estudio. Quizás el único defecto de toda esa danza de la aceptación era que para entrar al baño principal de la casa había que pasar sí o sí por mi cuarto. Pero eso también me unía a ellos: mientras ellos cagaban yo dormía al lado, mientras se bañaban, ahí estaba yo a punto de acostarme; si entraban quizás yo ya dormía y era imposible no percibirme, porque es cierto que ronco. Tan bien me sentía que llegué a pesar 106 kilos.

          Entonces le encargué definitivamente la venta de mi casa de Buenos Aires a mi hermano. Al poco tiempo se vendió, y yo estaba feliz, feliz, recibiendo un cariño de familia que jamás había recibido, cuidando a Beatriz-madre, gozando porque Brigitte-madre me invitaba a jugar a la perinola, placiendo con las anécdotas de las otras chicas, viendo cómo sus hijos correteaban por la Casa Libre, tan distinta de mi casa chorizo de la niñez, en la que uno se equivocaba de cosas que no sabía que eran error ni que conllevaban castigo, y recibía el castigo igual, con padre psicópata, con madre sádica boba, con mis hermanos callados y siniestros. Allí había estufa sin culpa, comida sin culpa, amigos sin culpa, podía quererlos sin que me dieran vuelta la cara, podía cuidar a mi vieja enferma, podía ir y venir sintiendo mío un lugar que no lo era, pero que no me hacían sentir ajeno, como mi viejo me hacía ver que era la puta casa chorizo que supuestamente había comprado para bien de todos. Me hice amigo del mejor amigo del muchacho que se ahorcó, un tipo buenísimo al que tuvieron que pararlo porque se quería tatuar el nombre del muerto en los dos brazos, en el pecho y en la espalda, y que a su vez le puso “Fabián” al hijo, igual que su mejor amigo muerto. Años después, seguía visitando la casa de aquel que había decidido sustraerse a su cariño, inexplicablemente. Bueno, ese tipo se hizo mi amigo, lo acompañé a hacer de patovica a un boliche, me presentó la novia, fuimos al bingo, quería que saliéramos a buscar minitas, y a mí me explotaba el corazón.

          Era todo perfecto. En mi derrumbe, el cuidado de aquellas mujeres enfermas me había introducido en un mundo familiar que me venía faltando desde que yo era yo.

          Pero otros fantasmas rondaban aquella felicidad, fantasmas que, como esto ya viene largo, vas a conocer en la próxima entrega.