sábado

Cositas de papá (VI) - Bienaventurados los grandes de espíritu

          A principios de 2007 salía yo de mi período de internación en Balcarce, un pueblo a 400 km de Buenos Aires. Había padecido una neumonía intensa –la noche del 18 de febrero respiré la mitad de lo que debía-; mis padres, que veraneaban en Mar del Plata, todos los días se costeaban los 64 km que separan ambas ciudades para visitar la sala de terapia intensiva. Durante el período de convalecencia en el hospital de la ciudad, papá fue muy amable y sus palabras, junto con el cariño de muchos que también me visitaron y la dedicada atención de los enfermeros y médicos, contribuyeron a la curación.

          Ya en Buenos Aires, papá organizó un asado en la casa chorizo, al que concurrieron los parientes más cercanos, ese círculo de protección interna, escudo universal que en una familia no patológica debiera garantizar la indemnidad de sus miembros. Antes de que la carne estuviese lista, charlé con mi hermano –que a la sazón, habiéndose buscado un tiempito para venir, se paseaba por las instalaciones bajo la categoría de vida hecha, habida cuenta de la tenencia de su esposa, sus dos hijos, su casa, su negocio y su automóvil- charlé, como digo, algunos temas medio universales de ésos que a la clase media le gusta. No recuerdo el asunto principal, pero sí que una de sus respuestas fue: “Yo actué así porque la grandeza te hace actuar así. Ahí se ve la grandeza”.

          Le respondí que su conducta podía ser calificada de cualquier manera; quizás sí, un observador externo habría consentido en adjudicarle a la manera de conducirse que había recreado en la anécdota el valor que él le asignaba; pero que, en verdad, dudaba que la acción personal que ornamentaba su pomposo relato hubiese sido “grande”. Le propuse dos pruebas de mi duda: la primera consistía en que lo “grande” es “grande” en relación a lo “pequeño” y no hay discusión de ello en el mundo de las cosas; pero que, tratándose la “grandeza” de una virtud que sólo atañe a las personas, el que es “grande” no puede saberlo, pues no puede considerar “pequeño” a nadie, ya que la “grandeza” impone ciertamente mirar al Otro en tanto “semejante”, es decir, a “semejanza” de uno mismo, y no en desmedro o inferior jerarquía; en definitiva: quien viene dotado del don de la “grandeza” ignora que es “grande” moralmente, porque su propia “grandeza” le impone ver al otro sólo como “igual”; y por tal razón, de su particular conducción por la vida nada más podría predicar que obra “bien”.

          La segunda, que daba por borda con cualquier otra argumentación, estribaba en el hecho de que el beneficio personal que se adjudicaba le ocluía la posibilidad de predicar que había sido “grande” en sentido moral, porque alguien que cuenta con la virtud de la “grandeza” también viene dotado de otras cualidades que vienen unidas o resultan abarcadas o subsumidas por ella, como son la modestia, la prudencia, la templanza y el pudor. Le dije que en aquel momento no estaba siendo modesto –pues se hallaba laureando una actitud propia y asignándole los mayores reconocimientos morales-; que tampoco era prudente al hablar así -porque su enorme conclusión no devenía de una meditada actitud contemplativa, sino de una ocurrencia de conversación que sólo tenía por fin magnificar aparentes loas de su propia persona, y que, de hecho, yo estaba rebatiéndolas, es decir, poniéndolas en peligro-; que de ningún modo la descripción que él realizaba de sus dotes tenía que ver con la templanza –pues quien se califica “grande” moralmente frente a una tribuna de más de diez personas que seguían más o menos la charla, al menos diferencia dos extremos de conductas, y se coloca rabiosamente y sin más reflexión en uno de esos extremos, despreciando el justo medio-; y que, por último, siquiera por pudor debería haber dejado que fueran otros quienes alabaran sus perfiles destacables, y no exponerlos él mismo como banderas de su buen saber, sin más resultados a la vista que sus hijos correteando por ahí y el hecho de ejercer en general una vida correcta, quizás mancillada sólo por la misma leve delincuencia inofensiva que toda la clase media practica en la ciudad (evasión de impuestos, hurtos de poca monta, injurias poco calificadas, excesos en la legítima defensa, falsedad ideológica de documentos privados y públicos, abusos leves de firmas en blanco, ínfimos desbaratamientos de derechos acordados, incumplimientos contractuales poco lesivos, dolos domésticos, garronerías por descuido, retenciones indebidas, estafas más o menos trascendentes, excesos de velocidad, violación de semáforos en rojo, conducción con carnet vencido, conexión de más bocas de teléfono que las declaradas a la empresa, robo de señal de televisión por cable, estacionamiento indebido; discriminaciones cotidianas fundadas en cuestiones de raza, color, sexo, nacionalidad o elección sexual; contratación de trabajadores “en negro”, realización de actividades lucrativas sin título o habilitación, robo de señales de tránsito o de placas identificatorias de calles o automóviles, realización de pequeñas obras caseras sin permiso municipal, violaciones al estatuto del servicio doméstico, etc.).

          Mi hermano ensayó solamente una de las respuestas limitadas con que cuenta el estamento: “noooooo, estás muy equivocado”, como si en fracciones de segundo hubiera meditado las razones que le exponía; pero mi padre –que ya se había retirado a buscar una mesa para colocar en el jardín no bien yo comencé a replicar la enorme propuesta- sí tuvo oportunidad de emitir su veredicto. Lo escuché unos minutos después, mientras cargaba con mi madre una muy pesada tabla correspondiente a una mesa descomunal que guardaba para las ocasiones numerosas. No sé qué le habrá comentado ella, pero el psicópata, quizás ya molesto por el hecho de haber organizado un asado para el hijo que lo negaba, y habiéndome asesinado mucho antes de la neumonía, le contestaba:


-Sé, pero al final éstos hablan, hablan y no hacen un carajo nunca.


          No se refería a mi hermano y a mí, sino sólo a mí. Mi padre nunca apreció mi facilidad de palabra más que para denostarme, haciéndome saber en muchísimas oportunidades que mi “labia” no era más que verborragia de tipo que tiene la panza llena –en el caso, llena gracias a él-, de cagatintas de oficina, de vago que habla y no hace nunca nada, culo sentado, esas cosas.

          “Éstos”, como le estaba diciendo a mi vieja, era la categoría en que mi padre me embolsaba, ahora que me encontraba sano y ya no tenía por qué andar dándome indulgencias, como la que me había concedido los días de Balcarce, mientras me moría.

          Finalmente, se avino a las palabras de mi hermano, considerando “grandeza” sus conductas narradas y vocinglería mis razones esgrimidas.

          Mi madre continuó cargando con papá la tabla pesadísima –yo no podía hacer esfuerzos todavía- y no dijo nada. En esos estoicismos y renunciamientos también emergía la postura masoquista del vínculo sádico que había decidido perpetuar con papá, el hacedor de sus infelicidades más deliciosas.