sábado

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          Una de las muestras más eficaces de mi calidad de perdedor irreversible es mi imposibilidad de conquistar mujeres bellas y jóvenes. A cambio, he recibido un don de preciosa solidaridad: soy irresistible para las minas de más de 60 años. Aunque no para todas: las que siguen cogiendo a esa edad, tampoco se fijan en mí más que para mirarme con alguna desidia nacida de la idea del sentido común. Pero las otras no, a las otras las conquisto sin más dilaciones, casi apenas me ven por primera vez en su vida.

          Así recuerdo a la abuela de un amigo que tenía un ojo fijo y el otro giratorio, y hablaba como si se hubiera bajado setenta cartones de cigarrillos en un fin de semana. Yo, que nunca me doy cuenta de los conatos de seducción, no advertí jamás la pretensión casoria de la señora, que contaba con más de ocho décadas y cuyo marido había muerto hacía más de tres. Pero el día que mi amigo se casó, esperó a que sacara a bailar el vals a la novia, y cuando -como acostumbra la porquería- un tarado me tocó el hombro sonriendo con sensación de ideología consumada para que le entregara a la desposada, entonces se puso la octogenaria a mi lado y tuve que empezar a dar vueltas con ella, que ya era veinte centímetros más baja por acción de la curvatura de la columna vertebral. Le toqué la piel que se acumulaba por debajo de las costillas, la cintura que había desaparecido. Tenía un peinado duro de peluquería y me miraba con alguno de los dos ojos y con el otro no. Me miraba y sonreía también, pero disfrutando el rato. "Cómo le va", le dije por decir algo, "qué buen traje tiene -ponele- Sebastiancito, pensar que somos amigos desde hace tanto tiempo"; pero la vieja no me contestaba, miraba sin mover la cabeza, miraba a la vez hacia un lado y hacia el otro desviado unos setenta y cinco grados sexagesimales, quizás deseando tener otra vez aunque sea cincuenta y siete años, creyendo que yo era un churro, uno de ésos que se vestían de traje en los años cuarenta para ir a cualquier lado. Yo advertía las arrugas del cuello, la imposibilidad de afeitar bien el bigote por la rugosidad del labio superior, las verrugas con pelos diseminadas por la cara cubierta de colgajos. Me miró y no dijo nada, hasta que el padre de Sebastián me dijo "a ver, pasámela", se puso a bailar con su mamá que me seguía mirando mientras yo me retiraba del vals desenfrenado y masivo a la mesa, tiznado de talco perfumado, pensando fuertemente en mi calidad de último orejón del tarro, mientras las chicas que igual que yo tenían treinta años ya estaban casadas, nunca habrían pensado en mí como un mancebo apto para su plan de vida y por ende jamás habrían querido aparearse conmigo, que daba clases particulares doce horas por día y no tenía plata y era un poco gordo. Cuando la llevaron a su mesa, la señora me buscó con alguno de sus ojos y por suerte no supe más. Las fiestas de casamiento no me gustan y me escudé hasta las cinco de la mañana en un lugar oscuro del salón, libre de la opresión del carnaval veneciano.

          Cuando me fui a vivir al campo, me alojé en una casa que tenía una especie de departamento en el fondo. La dueña era una mujer de 83 años, cuyo marido había muerto hacía más de veinte. Desde entonces, se le había iniciado una especie de consumo de las fibras nerviosas que a través de los lustros le imposibilitó caminar fluidamente, hablar sin trabarse la lengua y sostener elementos de uso corriente, porque los brazos se le movían en forma involuntaria; tardaba unas cuatro horas en hacer una ensalada. Pero, habituada a las adversidades de la ruralidad, y orgullosa de que su madre le hubiera legado el empeño de la buena esposa, insistía esforzadamente cada vez que se le caía el cuchillo o se le tumbaba el frasco de mayonesa al introducirle la cuchara indecisa. Tenía, además, problemas para tragar: a veces, en medio de una conversación, ni siquiera podía tragar su propia saliva y como podía pedía permiso para escupir en la pileta de la cocina. Al principio no quería alquilarle el lugar a un hombre solo; después me confesó que desde el primer momento sintió una ligazón conmigo que no pudo contener, una tromba que la llevó a ofrecerme todos los días algo de la despensa, una porción de torta evidentemente irregular que me ofrecía sobre un platito cachado con borde de oro que le habían regalado para el casamiento; venía por la tarde a hablar sobre temas de interés general -has visto, vos que sos abogado, las cosas que hay que escuchar, no puede ser, qué te parece-; sospechaba que mis padres debían estar orgullosos de mí; cuando le dije que no realmente se entristeció y entonces redobló sus charlas, llegaba y se sentaba junto a mí, ponía su mano en mi falda. Me contó que fue virgen hasta los 32 años, y que después de eso se entregó a los placeres del matrimonio, -porque un hombre y una mujer que se quieren tienen que tener relaciones, si no no se puede...- y reía con dientes de ocre y un grano canceroso en la nariz. Cuando me fui de la casa me dijo, llorando: "Ay, Pietro, te me ha 'hecho carne, mirá". "Yo también la quiero, Lucinda", le dije; meses después la visité y justo la llamaron por teléfono; delante del pan dulce que le había llevado dijo "Escuchame, Rosalía, te tengo que dejar, vos sabés que está Pietro que me ha venido a ver... después te llamo, querida. Sí, Pietro, Pietro, el chico que tanto te hablo". No volví.

          Hubo otras de este cariz que sería fatigoso reseñar hoy, pero sin dudas la que más me amó fue la húngara que vivía en el 3° "B", hace unos cinco o seis años. Nos conocimos en uno de mis ramalazos de revolución contra el padre; yo quería por entonces desbancar a la Administración porque sí, porque en aquel monumento a la mediocridad nadie se había percatado de mi presencia, porque sentía que a cada rato me tocaban el culo, aunque sea cobrándome cinco centavos una "destapación". Entonces fui piso por piso y departamento por departamento a entregar cartas hechas a computadora en las que citaba a todo el vecindario a una asamblea "auto-convocada" para "denunciar irregularidades". Los propietarios más jóvenes, sobre todo los que vivían en pareja, me miraban con gesto de desprecio. Otros me preguntaban si había que ir a la reunión con documento. Pero la vieja del 3° "B", con un castellano enrevesado, me preguntó si había tomado algo antes de pasar por su casa; le contesté que no y entonces me dijo "esperrá" y se apareció con un paquete de Surtidas de Bagley y dos tazas de café espantoso y tuve que quedarme. Ahí me contó que había nacido en Hungría, que era "llegada" antes de la guerra, que había sido muy feliz con su marido empleado municipal, que tenía un hijo en España y una hija en Córdoba y otra hija que se estaba separando del marido, comé querrido, agarate una gayetita; que le gustaba mirar la televisión, le divertían las cosa de paisaque que dan a vece y también de cancione que son lindísima y me hizo escuchar acto seguido un disco de Guillermito Fernández. Luego de una hora y media le dije que tenía que irme y contestó que, entonces, "como no habíamos terminado", volviéramos a vernos la semana entrante, a la misma hora. "Claro que sí, Ethu", le dije, tal su nombre en húngaro.

          Un día antes de vernos me llamó para confirmar la visita, que no me olvidara. "Por supuesto, cómo voy a olvidarme", mirrá que compré las gayetita que te gustan tanto a vos, Dios mío, pensé. Durante ese encuentro me contó que sabía curar a la gente solamente tocándola, pero que mientras lo hacía no se podía contener los eructos, le salían solos, no los podía evitar. "A ver, cúreme, qué interesante", le pedí. Yo soy tan débil que siempre me aferro a las soluciones mágicas. "Parate, querrido, y abrrí los brazo", y entonces comenzó a acariciarme el cuello, los hombros, la espalda. Mientras me acariciaba, eructaba. Los dedos se enredaban en mi pelo. Me tocó las piernas agachándose como podía. Luego se puso frente a mí y me dijo "cerrrá los oquito tan lindo que tené" y me acarició la cara, eructando contra mi nariz, que a los efluvios del eructo sumaba el asombro por su intenso olor a transpiración. "Se ve que estás muy carrrgado, Pietrrro", me dijo, razón por la cual deberíamos hacer una cura semanal. "No te preocupé que acá siempre va a haber gayetita para vos, querrrido".

          Así se sucedieron varias visitas, en las que yo me esperanzaba por que mi suerte cambiara gracias al poder curativo de la vieja. Un mes más tarde me seguía yendo peor de lo que yo mismo había planeado. Dos meses después, los miércoles de café y Bagley en su departamento se habían institucionalizado. Algunos vecinos que no me hablaban pero que sabían que yo vivía solo habían comenzado a murmurar. Pensarían que me beneficiaba a la anciana, siendo yo tan loco como parecía que era. Paralelamente, la octogenaria me iba regalando cosas que guardaba desde hacía siglos y que yo ilusionaba que tendrían poderes excepcionales. Así, poco a poco fueron ingresando en casa objetos que jamás habría soñado tener: dos platos horrendos de porcelana con pretensiones decorativas, una jarra de bronce, una marmita carcomida, postales de la década de 1950, libros ajados, una regla, un manojo de lápices, una tijera, dos repasadores, un cuadro, una camisa del hijo datada en 1973, un sombrero de paja de un viaje que había hecho con el marido, un florero de cerámica verde cotorra.

          Un día Ethu se fue del edificio. La noche anterior se acercó hasta mi departamento y me lo confesó todo: "Vos no sé, vos me gustás como todo, como perrrsona, como amigo, como hombre. Sos un hombre la verdá que muy hermoso, la verdá. Te voy a extrrrañar, la verdá que sí..." Yo le dije que también, nos abrazamos y volví a sentir el olor a transpiración húngara, que hasta antes de Ethu no conocía.

          A las pocas semanas, la vieja me llamó por teléfono, para ver si no podía ir a tomarrr café a tu casa, que te extraño tanto, Pietrrro. "Por supuesto", volví a decirle, pero había un inconveniente: mi hica no me deca salir, vos sabés... eh, está muy nerrrviosa por el trabaco, por la separación, por todo. Yo me quedo todo los día mirando televisión. "Bueno, dígale que se va a hacer compras, se toma un taxi y se viene para acá", le dije, y la vieja se entusiasmó, pensó en esos raptos de los que había leído en la década del '20 en algún folletín hediondo de Budapest; esa misma tarde la tenía en casa morfándose las galletitas de Bagley que había puesto yo y los Guaymallén que había traído ella. Sos herrrrmoso, me decía; yo me reía y a ella le gustaba que me riera.

          La semana siguiente, la hija la pescó hablando conmigo. Le sacó el tubo. "Mirá, yo no sé quién sos, pero mi mamá no va a ir a ningún lado. Vos sabrás que está grande". "Por supuesto", le recé con el único mono tema de cuando me agarra el temor por la autoridad del Otro, "nada más que pienso que a mí no me cuesta nada darle un poco de charla y todos contentos". "Perdoná", me terminó diciendo, verdaderamente avergonzada; "está grande, perdoná", y nunca más volvimos a hablar.


          Yo no dudo acerca de que esta facilidad de conquista me viene dada por el mandato general que me ha transmitido mi padre, que es el de fracasar. El cumplimiento de esa orden contundente e inicua debiera producirme algún regusto de satisfacción, pero no. Me ataca la tristeza cada vez que una fémina demacrada me ofrece sidra en vasos gruesos de casamiento, comparte conmigo sus poesías de cajón brotadas de rima consonante o se acicala con perfumes de olor a polvo cuando sabe que de algún modo estaré esa tarde. O quizás no, quizás el origen de esta atracción -que es la patente de mi decadencia, de mi imposibilidad de futuro venturoso, de mi tristeza limitada solamente por el tiempo-, el origen de esta atracción es mi inclinación hacia la muerte; pero en seguida quiero deducir que también esto tiene que ver con mi padre, para quien mi desaparición es algún otro de sus dictámenes enfermos.

          No obstante, quizás como uno de esos "mecanismos de defensa" que toda la porquería sabe que existen, hay días en que se me revierte esa idea de condena en el amor que transporto del mismo modo que llevaría un peñón de aquí para allá sin final ni motivación; y entonces me imagino querido por una mujer virtuosa que me estuvo esperando desde la niñez, una mujer turgente de olores de piel fresca que me sonríe y me ama y se sorprende con el amor y con las manifestaciones de mi amor, una mujer hermosa que ríe con mis cosquillas y ahoga mi soledad en el agua de los floreros de sus flores, una mujer sensible que me piensa y para la que soy único, una mujer cristalina cuya risa me endulce y me refresque, cuya plenitud abarque mis incompetencias y me las chupe como un tirabuzón benéfico y gratuito, cuya suavidad lisa me resbale el deseo y en cuyo vientre puedan dormir mis penas y disolverse mis dolores; una mujer buena que me converse amándome fuera de todo monstruo; una mujer cuya belleza y virtud fueran mi orgullo, mi deseo y mi razón; y en seguida me digo que es imposible y alzo la vista y acá hay dos tipos que conversan de cómo cogerse a no sé quién mientras en una mesa lejana una vieja toma té con leche y aprovecha que el marido lee el diario para echar una mirada sobre mí, y justo la pesco mirándome, como si me lo ordenara Dios.

martes

Un gato

Tengo un gato en el culo que simplifica el todo.
Tengo un gato en el pie, un gato en el morbo.
Tengo un gato en las uñas que me saca los mocos.
Tengo un gato en la oreja que pervierte los tonos.

Tengo un gato en la hipófisis conectado hacia el choto.
Tengo un gato en la espalda como dos tercer ojos.
Tengo un gato en el ano, un gato en el escroto.
Tengo un gato podrido fermentando en los poros.

Tuve un gato una vez que reía de noche,
un gato blanco y puro que acariciaba entonces
cuando era blanca y pura la mitad de la noche

pero ahora yace ahogado en eyaculaciones,
y donde había gatos con botas y ratones
hay un crisol de gatos que solamente cogen.

jueves

Audition

          Viste cómo soy, el destino o la Fuerza me llevan a compartir con los que no quieren que les comparta, discurrir en la lejanía, tantear al Otro para ver si está; pero nunca está y siempre es mucho que decir a nadie para escuchar.

          En este caso fue queriendo encontrarme en aquel a quien había asignado, con algún ventisco de esperanza, dotes de semejante, a través de un texto de Bukowski. Estaba con alguien que no había leído a Bukowski, y me pareció que el comienzo de Factotum representaba claramente el estilo y el contenido de toda la obra del tipo. Entonces, como haría un niño que encontró un pájaro muerto, se lo mostré con entusiasmo:


          "Llegué a Nueva Orleans con lluvia a las cinco de la madrugada. Me quedé un rato sentado en la estación de autobuses, pero la gente me deprimía, así que agarré mi maleta, salí afuera y comencé a caminar en medio de la lluvia. No sabía dónde habría una pensión, ni dónde podía estar el barrio pobre de la ciudad.

          Tenía una maleta de cartón que se estaba cayendo a pedazos. En otros tiempos había sido negra, pero la cubierta negra se había pelado y el cartón amarillo había quedado al descubierto. Había tratado de arreglarlo cubriendo el cartón con betún negro. Mientras caminaba bajo la lluvia, el betún de la maleta se iba corriendo y sin darme cuenta me iba pintando rayas negras en ambas perneras del pantalón al cambiarme la maleta de una mano a otra
".


          -¡Shhhhh! ¡Estás gritando! ¡Leé más bajo! –explotó mi interlocutor(a), con cara de criterio.

          -No estoy leyendo tan fuerte.

          -¡Sí! Se están dando vuelta todos –porque estábamos en un bar.

          -Ok, entonces no leo más.

          -No, no, leé, pero más bajo…

          -Falta que entre alguien y lo saludes con frases tipo "¡ay, no te puedo creer!".

          -No sé lo que falta, pero no grites. Podés decirme lo mismo sin gritar.


          No hizo ningún comentario del contenido de los párrafos que le había compartido. Me acordé entonces de las sobremesas horribles de mi infancia, adolecencia y primera juventud, en las que quería también compartir algo que había leído en algún lado y a nadie más que a mí le interesaba, y mientras leía tratando de obtener atención forzada mi viejo subía el volumen del televisor o decía “ssssssssssssssssssssssssssss” entrecerrando los ojos y estirando los labios, mis hermanos se levantaban de la mesa para hacer alguna cosa que todos consideraban normal y mi mamá, sabiendo que a mi padre le gustaba tomar queso de postre, le preguntaba en voz más alta: “Ricardo, ¿te llevo un poco de queso o no querés?”