miércoles

Una discusión sobre el amor

          Resulta que me hice una página en Facebook, porque mis ex compañeros de la escuela primaria se juntan ahí. Facebook es un gran rejunte de porquería. Hay que decir cosas para que la porquería se ría. Hay que tirar buena onda. Hay que exhibirse. Hay que ser un boludo contento. Hay que esperar que otros se interesen en uno. Hay que ser original, y la originalidad consiste en elegir algunas de las pelotudeces lúdicas que ofrece la misma página, tipo "pregúntale tu destino al hada" o "envía rosas a alguien que quieras". Facebook es una mierda, como el pop latino, con quien comparte el público y el estilo.

          Entonces decidí que no iba a jugar al juego del pusilánime que se encuentra. Iba a jugar otro, iba a quedar mal de alguna otra manera, pero de ésa, no. Un rato fui amable con el guiso, y poco tiempo después (antes de la semana) mi compromiso con la verdad superó toda otra forma de tolerancia.

          Quiero mostrarles hoy una serie de "comentarios" a una frase salame que una de las participantes de ese cyber-forreo colgó a manera de "lean mi alma a partir de esto que digo".

          La frase era, así escrita:


"En la guerra, como en el amor, para llegar al objetivo es preciso aproximarse".

NAPOLEÒN BONAPARTE ..


          Más allá de que la oracioncita me hizo recordar todas las frustraciones afectivas sufridas por haberme juntado siempre con gente a la que le basta "acercarse" para cogerse, decidí participar en el menudeo mogólico que propone el espacio de e-reunión de amigotes. Un antiguo amigo de la primaria, cuyo nombre es El Gordo Benito, se inspiró en la máxima que precede y anotó, textualmente: "LA GUERRA ES COMO EL AMOR,SIEMPRE SE TERMINA .CUERPO A CUERPO,BENITO". El Gordo es un jodón, no sabe ni escribir, se gastó la guita de las dos mujeres anteriores y ahora se chupa la paciencia de la tercera. Dice que su cuñada es una petera. Manda mensajes a las dos y media de la mañana. Tenía un cabaret en la ruta.

          Así que yo tuve que comentar. "La guerra es como el amor, el que está en el cuerpo a cuerpo ya ensartó a varios otros, o bien lo han ensartado varias veces, y todos toman esa circunstancia con orgullo". Nadie se iba a hacer cargo, estaba seguro.

          La siguiente aparición respondía a una clara facebook-girl, una narda sin cerebro que, al mejor estilo Maestra de Jardín de Infantes, propuso la siguiente forrada: "ese petiso de Bonaparte!". En cuanto leí este monumento a la mediocridad, me dije "Seguro que esta tarada tiene más suerte que yo". La idiota, como hace el 99 % de la porquería, se contentaba en este caso con pensar así, interactuando sin vergüenza de la manera que más patentizaba su medianía, sin aportar nada y sin esperar nada tampoco. "Debe estar casada", supuse, "debe tener el falo, en algo que la complete se debe refugiar", colegí, "si no, le tendría que haber dado medio gramo de pudor mandar esa pavada, exponerse gratis con esa cortedad que la ubica inmediatamente y sin posibilidad de discusión lúcida en el cono de deyección adonde va todo lo indeseable".

          Así que apareció otra, una a quien llamaremos Florencia, por decir un nombre masivamente elegido, que dijo así, sin espacios, sin ortografía, sin prudencia, sin mesura, sin ninguna de las virtudes cardinales: "uy chicos¡¡¡¡¡que derrotistas¡¡¡el amor no es como la guerra¡¡¡son opuestos¡¡¡¡,cuando alguien amo de verdad,jamas haria daño¡¡¡¡". Me la imaginaba torciéndose los dedos mientras se le salía el espíritu por reencauzar hacia Internet y hacia el Mundo sus cuatro o cinco únicas convicciones, cimientos conductuales de televisión, que se habían visto sobresaltados por la mención de la palabra "guerra" cuando ella claramente había pelotudizado la locución "amor".

          Quise que un "muro" en el que yo participaba no quedara concluido de la forma subnormal en que parecía haberse sepultado, y le encontré la vuelta. Dije: "Vos amás de verdad y es el otro el que te hace daño".

          Ahí Florencia enloqueció. Llevada por la suma de sus preconceptos (un Todo que era más que esa suma), desmadrada por la perturbación que imponía el hecho de que alguien dijera algo que en la "red" no estaba permitido (ya que, como dije, allí hay que escribir huevadas con las que todos estemos de acuerdo y después contentarse como El Hombre Feliz que No Tenía Camisa y que, como un gil de goma legitimado por todas las oficinas, Ama las Pequeñas Cosas de la Vida), no dudó en omitir toda convención de lenguaje escrito ni en desdentar el teclado para consignar: "BUENO,OK,TENES RAZON,COÑO¡¡¡PERO ESO NO ES AMOR.EL AMOR ES OTRA COSA,UNA PERSONA NOS PUEDE HACER DAÑO,PORQUE ALGO FUNCIONA MAL EN LA RELACION,Y NO QUEREMOS DARNOS CUENTA¡¡¡¡¡TE ENAMORAS NO DE ESA PERSONA QUE TERMINA HACIENDOTE DAÑO,SINO DE LO QUEN IDEALIZAS DE ESA PERSONA ,AMAS A ALGUIEN QUE NO ES¡¡¡¡REALMENTE LO QUE CREES DE ESA PERSONA POR HACE DAÑO¡¡¡¡¡"

          Y bueno, más allá de que no se entendía un carajo, me la dejó picando. Reaccioné como siempre, como todas las veces, eximido de toda excepción al respecto: le tiré diez mil palabras al que sólo quería escuchar cinco (no cinco mil, sino cinco), a aquél para el cual el mundo es lo que él piensa del mundo y pará de contar, a aquél que no quiere más que lo que ve, lo que morfa, lo que caga, lo que trabaja, lo que se compra y lo que coge, sacando el tema de los hijos, que es más patético. Me eché un discursete al pedo. Fíjense lo que le escribí:

          "Florencia, mirá. Primero te pido disculpas porque es largo lo que te voy a decir.

          Ya sé que Facebook es para cagarse de risa, pero bueno, capaz que también se puede decir lo que uno piensa...La frase que decís "algo funciona mal en la relación" sólo puede querer significar "la relación no satisface algún interés de alguien". En este punto, queda conectado el problema del amor con el del egoísmo.

          Y por lo demás, me parece que tu (profundo) comentario abre el problema del "significado y significante". Ya te decía Descartes que el mundo exterior podía ser un engaño de tus sentidos ("eso no es una manzana, sino la imagen que en mí se forma a partir de la supuesta manzana que habría ahí, y que en mí impregna como una manzana"). Hay incluso un cuadro que representa a una pipa, que se llama "Esto no es una pipa".

          Viste cómo fue el famoso debate acerca de si el hombre en verdad llegó a la luna: "Yo vi a Armstrong descender en la luna y bajar las escaleritas del Apolo XI, así que no hay duda acerca de que el hombre llegó a la luna". "No", contesta el otro, "vos lo que viste es un televisor que mostraba una imagen de un tipo vestido de astronauta, en una geografía que vos ya tenías adquirida como que era lunar, mientras un periodista te decía que esos eran Armstrong, la escalera del Apolo XI y el Apolo XI apoyado sobre la LUNA".

          En suma, un símbolo puede significar todo lo que vos quieras (en algún momento de la historia, la esvástica representaba un buen sentido místico y el amor a una deidad). Pero la NECESIDAD misma del Otro que te complete, que se manifiesta en el amor, es una sensación real que queda fuera de toda relatividad. Que tenga causas no te lo niego. Pero que esa necesidad choque todas las veces con la FALLA del otro también es indiscutible.

          Yo sostengo precisamente que esa FALLA del Otro es una falla VOLUNTARIAMENTE buscada, es producto de elecciones conscientes, libres y discernidas. Por eso, es el Otro mismo el que se impide a sí mismo ser amado, y daña a quien, ahí sí como vos decís, equivocadamente va y lo ama".

          Después sucedió que Florencia era psicóloga y me abochornó con una perorata de tres mensajes que querían decir "mirá todos los libros que me clavé, no me vas a decir que no son un discurso coherente que habría por lo menos que escuchar", más la confirmación de la genial respuesta de Erich Fromm a Sigmund Freud, que cuando éste dijo con el dedo levantado "La religión es una forma de neurosis", le contestó: "Puede ser, pero la verdad es que el psicoanálisis es una forma de religión".

          Y qué más decir... ¿mandarlos a todos a la mierda? Quizás sea peor estar solo.

lunes

Una conversación telefónica

-Hola Pietro, me pediste que te llamara.

-Sí, viste que salió la sentencia de...

-Sï, un desastre. ¿Cuánto tiempo hay para apelar?

-No sé, esperá que me fijo por Internet. Creo que son seis días.

-................ -mientras busco en la página de información legal, no dice nada.

-Seis días.

-Ah, escuchame, tengo para hacerte dos preguntas. Una: ¿Si presento la demanda frente a un juez incompetente se interrumpe la prescripción?

-Sí, es el artículo 3.986 del Código Civil. -y explico mucho, mucho.

-Ahá. ¿Y qué tiene que ver esta otra ley que establece una jurisdicción distinta de la que venía siendo hasta ahora para presentar la demanda?

-Es una ley posterior. De acuerdo con un criterio de interpretación de la ley, las previsiones de una ley posterior prevalecen sobre las de la ley anterior.

-........

-¿Entendés?

-Sí -dice mi interlocutor -lo que pasa es que no me quiero ir hasta San Justo.

-Presentala donde quieras, interrumpe la prescripción igual.

-......................

-Bueno, me voy a caminar por ahí porque estoy muy deprimido, me siento muy mal. Espero que caminando se me pase.

-Bueno, chau.

domingo

Consecuencias de haber hecho solamente el bien

          Quiero decirles hoy, breve y en enumeración completa, cuáles fueron las consecuencias más importantes de haber hecho el bien durante todos los días de mi vida. Quizás todavía me halle en la mitad del camino, pero, si hoy me muriera, la descripción sinóptica de mi realidad sería la siguiente:

          .No tengo familia. Mis hermanos no han querido apoyar mis demandas relacionadas con la psicopatía de mi padre, la condescedencia de mi madre a su accionar mórbido y las innumerables conductas de agresión patológica que me ha dirigido. Mis tíos se han plegado a la doctrina de mi padre, por ley del menor esfuerzo. Me queda una sola abuela, por poco tiempo, que no tiene fuerza para asumir ninguna postura. Mis primos están fuera de la discusión. El único pariente con el que tengo alguna relación vive a más de 10.000 km, y está absolutamente de acuerdo conmigo. Quizás me convenga viajar hasta allá y convertirme en un marielito.

          .No tengo amigos. Con los años mi angustia ha crecido tanto que mis amigos, consciente o inconscientemente, claramente evitan el mayor contacto. Nos reunimos una o dos veces al año, en pequeñas comidas en las que no se habla de cosas importantes. Mis comentarios reivindicatorios o depresivos los incomodan. No obtienen ningún beneficio de mi presencia ni de mis ideas.

          .No tengo trabajo. Renuncié al Poder Judicial hace dos años y medio porque uno de los jefes era igual a mi padre y no lo pude tolerar. Debía convalidar con mi silencio situaciones injustas que me ocurrían a mí y a quienes trabajaban conmigo (¡situaciones injustas en el Poder Judicial!). Debía redactar sentencias injustas. Hablando con un juez, le dije una vez que debíamos ser la reserva moral de la comunidad, y se rió. En pocos lados me respetaron menos. Cuando me quedaba solo en casa, lloraba. Luego de un período de descanso, intenté montar un pequeño bufete, pero me quedé sin dinero antes del año. También me asocié con algunos conocidos para abrir un “café-bar” en Flores, pero esta gente se manifestó altamente trotskysta y consideró que, como yo sólo aportaba dinero y no trabajo, entonces no aportaba nada, y comenzó a explotar el negocio al estilo izquierdista, organizándolo como una “fábrica recuperada” anticapitalista, con el único afán de lucro necesario que les permitiera pagar el alquiler y comer. Les dije que trataran de devolverme el dinero de alguna manera y en el plazo más amplio posible, pero, preparados sólo para resistir, no me han dado ninguna seguridad. No voy a contratar a ningún abogado para que defienda mis intereses, ya que, debido a mi bondad, aporté dinero sin pedir la firma de ningún documento, sólo por la confianza que me merecía el grupo que no sabía que era trotskysta. Hoy en día sostienen con fervor que abandoné el barco.

          .No tengo dinero. El poco que me queda es el que me dio mi ex novia para que dejara de salir con ella. El resto lo gasté confiando en la gente. Ahora te cuento lo de mi ex novia.

          .No tengo novia. Me ilusioné y me desilusioné. Las consecuencias de esta desilusión se manifestaron en forma de explicaciones permanentes, producto de mi angustia. Las causas de mi desilusión fueron terribles, pero en todo tiempo consideré que no correspondía recriminar nada a la chica, sino hacerle saber que yo conocía esas causas. Así y todo, le molestó la cantidad de veces que le describí mi desilusión, y, como estrategia de defensa, asimiló mi discurso triste a insultos, como si yo, diciéndole que me lastimaba la verdad y expresando esa verdad, hubiese tenido intención de injuriarla. Como dije, para que dejara de soterrarla con las toneladas insoportables de mi discurso eterno y más pesado que el mercurio, finalmente la chica decidió entregarme una suma de dinero, acelerando así el trámite (no le afectaba mi desilusión). Algún día se lo devolveré. Quizás le deje mi casa en un testamento.

          .No tengo casa. En verdad, tengo una casa en un lugar muy alejado del que vivía. Pero es una casa muy pobre: su valuación fiscal es tan baja que el Gobierno me eximió de pagar el impuesto inmobiliario. Necesita muchos arreglos, pero no tengo dinero para hacerlos. Últimamente un vecino se quejó del peligro que significarían sobre su techo o no sé sobre dónde las ramas de un pequeño sauce que crece en el fondo de la casita: un jardinero me pidió 150 pesos para talarlo, pero ahora 150 pesos me parecen una fortuna. Hoy se rompió una perilla de la cocina y me dije “mirá qué pasaría si se te rompiera la cocina entera”; tuve que despejar con mucho esfuerzo esa idea.

          .He descubierto todos mis límites. En especial, los descubrí durante la última relación afectiva, la de la chica que me pagó para que me fuera. NUNCA el destino me deparará los placeres y las posibilidades que a ella, y a todos los que la fecuentaron, les ha prodigado.

          .No tengo cobertura médica. Es una consecuencia, como muchas otras, de no tener dinero.

          .Se ha alimentado mi vulnerabilidad. Como mis pensamientos jamás toman en cuenta la solución “zorra” o de conveniencia, la porquería cree entonces que no sirvo para nada, porque soy tan inofensivo que ni procuro el mal ni obtengo beneficios ni se los hago obtener a los demás. Sí se aprovechan en forma gratuita o muy barata de mis capacidades, de mi inteligencia o de mis trabajos. Me sancionan con ímpetu cuando alguna de mis palabras o de mis acciones amenaza con mellar cualquiera de sus intereses, aun los más mínimos. Tengo una tía, por ejemplo, que no me habló nunca más porque leyó en estas páginas algo que no le gustó. Tengo otra a la que le dije tres cosas que eran verdad y tampoco me habló más. Tuve hace mucho una novia que siguió encontrándose conmigo mientras no tuvo otra pareja, porque argumentaba que me amaba y por ende me necesitaba, pero también dejó de hablarme el día siguiente del que se apareó con alguien y comenzó a considerar que entonces tenía novio, y que mi presencia no era ya necesaria. Algunas madres de mis ex alumnos particulares dejaron de enviarlos cuando me mudé a cinco cuadras, molestas porque sus hijos deberían caminar esa distancia, que antes se reducía a una o dos cuadras. Todo esto me daña, porque, además de bueno, soy extremadamente sensible, y por sobre todo porque pienso que el bien no debería recibir como recompensa el mal.

          .Mis ideas y mis conductas son permanentemente puestas en tela de juicio, y quienes esto hacen terminan extendiendo a toda mi personalidad el resultado negativo de ese juicio. Normalmente, veo que los interlocutores respetan a aquéllos respecto de los cuales sólo disienten. No sucede lo mismo conmigo. Yo predico “hacer el bien antes que el mal”. Predico “dignidad antes que decadencia”. Pero me dicen que no, no sé por qué, y se enojan y me sub-califican, producto de ese enojo. Esto no puede ser porque se sientan afectados por mis palabras, pues, como ya dije, soy débil y vulnerable, y no tendrían necesidad de sostener ninguna defensa en relación a ninguna de mis palabras: simplemente con no contestar el asunto ya estaría terminado. Pero me niegan verdades evidentes, con fervor de discusión sanguínea, y luego injurian sin ningún prurito (por ejemplo: "vos pensás así porque tenés la panza llena" o "vos perdoname pero si pensás así sos un tarado" y esas cosas). Creo que la razón por la que el prójimo siente que frente a mí puede reaccionar de la manera que lo hace es precisamente mi bondad, que me torna inofensivo e indeseable (no se olvide que todas estas características deben conjugarse con mi fealdad física; ya volveré sobre este punto). Además, como si tuviesen una capacidad de inteligir oculta que en el momento de hablar conmigo se ven obligados a esgrimir con eficiencia, le buscan la vuelta de falsedad a todo lo que digo, hilan fino, van pesquisando, en medio de mi discurso casi bíblico, en qué punto piso el palito. Por ejemplo, invocando el contenido de estas páginas, me argumentan frente a cualquier situación: “no, no te hagas el bueno, vos no sos bueno, vos tenés un blog donde puteás a todo el mundo”.
          Más allá de esto, la tendencia general es no prestar atención a ninguna de las cosas que digo. Esta particularidad se nota, en especial, en las mujeres que tienen marido e hijos, que vez a vez dan por finalizada la conversación iniciando con compulsión de un segundo al otro alguna tarea como levantar los platos o sostener algún bebé y emitiendo un "¡Bué!" corto que me deja sonriendo como un pelotudísimo gato de Cheshire, lo cual me produce una desazón imposible de describir.

          .Nadie me desea. Nadie desea a una persona que solamente es buena. Las chicas se quieren coger a cualquiera, a los mediocres, a los empresarios, a los hombres en general, pero no a mí, porque no tiene sentido dejarse aparear por aquél que no te reportará ningún beneficio más que algunos segundos de orgasmo, que pueden conseguirse con gente mucho mejor, gente que se sabe defender y que es capaz de conseguir lo que quiere, no quedarse sentado lamentándose por lo que pudo ser o por lo que es. Porque así hablan, abstracto, yo mucho no les entiendo. A mí me quieren coger después de haberse copulado a varios de los que acabo de describir, como para iniciar una relación seria que solamente tiende a redimirlas de alguna manera; porque es verdad que causo buena impresión entre las familias. Entonces dicen que antes se equivocaron, pero que de mí se enamoraron, y que se dieron cuenta de eso estando con una persona buena como yo. Igualmente, cuando se cansan, se van o dejan que me vaya, y después se vuelven a aparear con tipos que quizás no sean tan inteligentes y superlativos, pero sí más concretos y menos problemáticos, y que en definitiva las valoran por lo que son y no por lo que hicieron, cosa que tampoco nunca entendí. O sea, lo del apareo reincidente sí lo entiendo; lo que no entiendo es ese imperativo decadente de tener que percibir el valor de una persona sólo a partir del mero presente, obviando el bien y el mal que hasta ahora ha venido queriendo ejercer.

          En suma, estoy solo. Mi fracaso en Buenos Aires me ha hecho retornar a la casita del Interior, donde no conozco a nadie. No recibo llamados de teléfono, los mails que me llegan a la casilla son todos “spam”. No conozco a los vecinos. No sé qué voy a hacer en este pueblo, en el que me exilié para escapar del mal de los demás. Pero acá también están los demás.

          De todas formas, está claro que yo no inventé el asunto de "la bondad y no más bien la maldad". Cualquiera que haya leído a Sade sabe que la cuestión no pasa más que por un reordenamiento de moléculas (“a la Naturaleza lo único que le importa es la materia, no lo que haga la materia”). Comunidad de libertinos, entonces, antes que comunidad de virtuosos; o ninguna de las dos.

          No sé que voy a hacer, más que seguir siendo bueno, o seguir llorando. Así me va a ir.

viernes

Una respuesta de mamá

          Durante el año 2003 mi depresión alcanzó enormes y graves valores, impidiéndome siquiera moverme. Había dejado de dar clases para conchabarme como abogado en una empresa aventurera que montó mi tío con un estafador: a los pocos meses advertí que la firma, que se dedicaba a prestar servicios de medicina prepaga, tomaba “afiliados” para cobrarles la cuota y no otorgarle las prestaciones, sean cuales fueren las consecuencias, que nunca iban a dejar de ser el enriquecimiento de dos o tres. Si me iba, defraudaría -en el código marginal de supervivencia legitimado que a veces cultiva mi linaje- las proyecciones y aspiraciones de quienes me habían elegido para defender los intereses del grupo. Si me quedaba, en poco tiempo yo, el único abogado de la empresa, resultaría cómplice calificado del delito de quiebra fraudulenta. Me fui.

          Por los mismos días había terminado una relación de cuatro años con una mujer a la que no pude amar. Esa consciencia de hallarme negado cósmicamente para el cariño me lastimaba y me inmovilizaba.

          Me encerré en casa. Vivía de noche; escuchaba programas de radio que comenzaban a la madrugada. Cenaba a las cuatro de la mañana. Todo me había defraudado. No recibía llamados, nadie venía a visitarme. Tenía dos o tres clientes a los que les abandoné los casos. Tenía también la plena consciencia de mi inutilidad, de mi incapacidad de seducir, de mi sobrepeso, de mi pobreza.

          Un día sonó el teléfono. Era mi madre. Preguntó cómo estaba, y le contesté “muy mal”. Entonces ella respondió:


          Y bueno, Pietro, yo no puedo hacer nada.

          
          “Sí, ya sé”, casi le lloré, y ella dijo “Bueno, Pietro, chau”.

          Años después, quizás en forma crítica, una persona que también había sufrido me explicó que logró en cierto modo tolerar su desventura por el apoyo que había recibido de su familia. “A vos tendrían que haberte sacado de la soledad, llevarte a vivir con ellos por algunas semanas, ir todos juntos al psicólogo, armar toda una estructura de contención, porque si no ibas a terminar como estás ahora: con una gran necesidad afectiva muy difícil de satisfacer, y con enormes fracasos en todo lo que emprendés, ya que buscás por todas partes el afecto esencial. Además, en ese episodio, es claro que tu madre te abandonó, una vez más”.

          “Claro”, pensé, “pero dada mi historia, esa propuesta de comunión es imposible”. Y después me dije que quizás no fuera tan imposible; pero no, a poco que reflexioné me di cuenta de que el ensamblaje de esa “estructura de contención”, que fructificaba en otros devenires más sanos, era, en mi caso y en el de los que me rodeaban, realmente imposible.

domingo

Imago Dei

          Después de los cuarenta años, la nariz se me salió de cauce y pasó a ser una protuberancia grotesca y ancha con pozos y túbulos de grasa multiplicados, enormes agujeros desde los que despuntan cada vez más pelos, permanentemente cargada de viscosidades que de diario no se exhiben, pero que en invierno se apelotonan en montones blancos sin que me dé cuenta. A veces no puedo respirar bien; entonces tengo que escarbarlas para tirarlas por ahí: las más coloidales, que incluyen también a las transparentes, se ubican en la ventana de los orificios; las más sólidas, arriba, de modo que para quitarlas debo introducir más de una falange. Invariablemente busco rincones o momentos de descuido de la porquería –que no me vean sacándome los mocos- y entonces hurgo, los extraigo, los miro y los tiro. Si alguien quisiera dirigir su vista hacia mi cara –nadie lo hace por más de uno o dos segundos- apreciaría cuatro verrugas del lado derecho del apéndice: una grande y tres incipientes, que serán también enormes dentro de veinte años. Además, últimamente se me ha encorvado la punta hacia abajo, como una bruja de Disney. Mi nariz es el símbolo del grotesco general de que estoy hecho.

          Mi frente es descomunal. Sus arrugas no provienen de la dejadez de la piel, sino de irregularidades mórbidas del hueso frontal, que además no es plano sino curvo; ello impone que el cuero cabelludo comience a desarrollarse más allá de donde debiera según veo entre la gente: a mí me nace casi a la altura de las orejas. Esta doblez espantosa de la frente proviene de las circunstancias de mi nacimiento forzado: en vez de cesárea, mi madre aprobó una evacuación mediante fórceps que deformó la estructura general del cráneo. Una de las consecuencias de esta práctica animal (tironear para que salga), además de mi consecuente carácter dolicocéfalo, fue la modificación permanente del hueso occipital, que luce desde entonces y para siempre como un pequeño pomo de puerta cuya base no continúa la línea del cuello, sino que se ensambla con él mediante un ángulo recto. Los peluqueros se asombran de este detalle: los más bastos confiesan sonriendo que “nunca vieron una cabeza así”. Yo les pido, antes de empezar, que dejen cabello suficiente como para construir una continuidad uniforme entre el cuello y la cabeza, aunque no todos lo logran.

          Tengo ojos celestes, pero en la desmedida dimensión de mi cara –hace poco la mensuré en relación a una persona normal y verifiqué que mi sola cara abarca las alturas de la cara y el cuello corrientes- en ese universo de rostro contrahecho, digo, mis ojos celestes no son sino dos aberturas intrascendentes que nada aportan ni quitan al desarreglo general. Eso es no sólo porque, siendo grandes, figuran pequeños bajo la frente espantosa y hundidos al pie de la orográfica nariz, sino, además, porque las cejas de color marrón estándar –yo era rubio- los enmarcan demasiado, les impiden lucirse.

          Mis dientes, que de niño sufrieron caries innumerables, delatan mi pobreza estética cada vez que sonrío: uno de mis incisivos se ha reemplazado desde hace más de veinte años por una prótesis plástica barata que viene cambiando de color y de tamaño (se achica con el avance del tiempo); me faltan algunas muelas, que se me debieron extraer desde la adolescencia en forma definitiva. Otro incisivo presenta en uno de sus bordes laterales un arreglo que ya “filtra”. Mi dentadura no es blanca sino algo amarilla, y como todas las veces cubro la angustia con comida, mi lengua presenta vez a vez una pátina blancuzca que prenuncia las reacciones anómalas del tubo digestivo.

          El mentón no es puntiagudo, aunque tampoco redondeado; en cualquier caso, queda mal. Desde que me dejé crecer la barba hace unos tres años, descubrí que no cubre el rostro de modo uniforme, sino entre pozos lampiños antiartísticos. Luego de cinco semanas de no cortarla, mi barba de treinta pelos me da aspecto de estudiante de la Torá. Mis conocidos cristianos, entonces, me dicen: “parecés un judío”; y mis amigos judíos, “Qué hacés, Moshé”.

          Toda esta enormidad aparece coronada por un pelo crespo de raigambre italiana, un pelo duro como de bisonte que además brota enrulado aunque de crecimiento lento; y es por ello que, cuando la sortija de cada bucle da la vuelta para volver sobre sí más adelante, padezco un período de dos o tres meses en el que la cabeza se me puebla de “alas” o puntas de cabello dirigidas hacia arriba y hacia los costados, concediéndome un aspecto de cortesano del siglo XVIII que, si sonrío según mi debilidad, troca en cortesano alcahuete que sin el rey y las dádivas no es nada. No puedo peinarme, porque el pelo no se acomoda a los tironeos o se deja arrancar. Además, por causa de la aplicación del fórceps, mi cabeza ha adquirido con los años forma de huevo (los parietales se articulan formando un “pico” alargado, como las cumbres rocosas de las sierras); esta deformidad, cuberta de cabello duro, me exime de toda belleza. Durante la adolescencia discutía con mi padre: yo quería dejar crecer el pelo para disimular las distonías apuntadas, pero él, sí que claro, se manifestaba en contra.

          Mis labios son finos: cuando levanto el labio superior, la mueca es espantosa y me conecta con los rictus de cara sinuosa y lumpen de la línea genética materna.

          A ambos lados del cuello grueso en exceso, se extienden dos porciones de hombros demasiado cortas en relación a la altura del cuerpo. Esta “cintura escapular” tenía el mismo ancho que la pélvica, de modo que mi torso adquiría la forma de un termotanque (mi hermano advirtió jocosamente que parecía un “lavarropas”). Visto de espaldas, presento un surco demasiado pronunciado en el lugar en que se encuentra la columna vertebral, acentuado al llegar a las nalgas. Pero éstas eran mis dimensiones antiguas: ahora me ha crecido un cinturón de grasa y agua retenta -o “salvavidas”- que cada vez que uso pantalón con cinturón rebasa de la prenda sin caer, de forma que quedo circunscripto como Don Chicho en ese despropósito de guirnalda de la fosa ilíaca.

          Ello, mucho más cuanto que mi abdomen jamás fue plano: también desde hace unos veinte años se abomba, aunque no desde la parte inferior de la panza, sino desde antes del extremo del esternón: es una panza italiana del sur, heredada de mi madre. Sólo soy capaz de reducirla a través del seguimiento muy estoico de una dieta despiadada, que debe incluir por lo menos dos días a la semana sin cenar y la supresión de todos los desayunos, además de la realización de turnos de dos horas y media de ejercicios con una frecuencia no inferior al día sí y día no. Pero como ya describí mi ausencia de cintura, soy plenamente consciente acerca de que ningún esfuerzo será suficiente para achicar el diámetro de ninguna de las partes del torso, y esto ha llevado a muchas personas a confesar que no habían advertido mi adelgazamiento, aun la vez que bajé 16 kg en tres meses, hace unos diez años. “Yo te veo igual”, decían. “Feo”, pensaba yo.

          Con la cuarta década, me han crecido pequeñas parvas alrededor del ombligo y se ha multiplicado también el pelaje del pecho, que, sin ser abundante, resalta claramente sobre la piel algo amarilla o algo verduzca, según la estación. A propósito de esta zona, no deja de advertirse que ha decaído con los años, y lo que hace algunos lustros eran pectorales más o menos tónicos, hoy se cubren de rugosidades desde su base inferior hasta las estrías incipientes que presenta la unión de las axilas con la parte intercostal. Los años y la molicie –producto ésta de las innumerables decepciones- me han deparado tetas, mamas de pezones cada vez menos sensibles que ya se endurecen sólo con el frío.

          A este tronco lipídico y petiso lo enmarcan dos brazos claramente delgados y sin proporción con el cilindro visceral; pero si se los aprecia aislados (en especial cuando están en flexión), dan sensación de pertenecer a un hombre más o menos obeso. El brazo nunca ha presentado bíceps desarrollados; el antebrazo sólo tuvo pelos visibles desde los treinta años. Las manos son carnosas, mis dedos son gruesos, gotosos y de piel extremadamente sensitiva. Cada vez que tengo la dicha de acariciar, percibo la temperatura, los temblores, el proceso de ruborización, las tersuras, los latidos.

          Mis piernas son gruesas, ostentan rodillones sólidos pero orientados hacia el interior del espacio ubicado entre ellas; los pies también son anchos. En la parte superior, las piernas forman un culo demasiado esférico y muy prominente que, dados mis muslos ensanchados y mis peronés globosos, me confieren aspecto de Bernardino Rivadavia de este siglo, si bien sin ninguna de sus honrosas prerrogativas.

          Cuando estoy de pie –y últimamente, también cuando me siento, ya que el exceso de peso me hace apartar groseramente las piernas al ubicarme en cualquier silla- se me notan los genitales. No es que los tenga grandes, pero cuelgan demasiado adelante. Mi pene es pequeño cuando está relajado, aunque ya en media erección adopta un grosor superior al diámetro del pene normal (pude comprobarlo durante el servicio militar). Se nota mucho el glande, y en estado de "modo de espera" la bolsa de los testículos predomina claramente respecto del tronco del pene y de la cabecita mustia. Todo esto hace que no pueda usar pantaloncillos o aun equipos de gimnasia sin que delaten mi pelotada, gruesa y ridícula como las de los almaceneros de Calabria hace más de un siglo.

          En suma, todos estos elementos convergen con perfección de antiesteta esforzado, y así mi imagen no resulta seductora para nadie. Mi altura es de un metro y setenta y seis centímetros, pero sólo porque la forma ovoidal de mi cabeza ubica el punto extremo norte del cuerpo tres o cuatro centímetros por encima de lo que debió haber sido mi cráneo de no haber alumbrado mi madre con ayuda de los instrumentos de pulsión. Las pocas veces que seduje a alguien fue a causa de mi verba o de alguna otra manifestación de mi espíritu de la que no soy consciente. La primera impresión que causo en una mujer es de rechazo; luego de muchos meses de frecuentarla, alguna, por excepción, y después de muchos fracasos y de haberse entregado a muchos otros hombres aun sabiendo que existía, me sugiere una relación, aunque más no sea casual. Nunca conquisté a una mujer: todas las veces que me propuse una conquista me di cuenta de que jamás llegaría a conseguirla, mucho más cuando es cierto que me gustan aquéllas que también le agradan a los demás, y que por consiguiente se hallan inclinadas siempre a elegir, entonces, a esos demás dispuestos a complacerlas, no a Bernardino Rivadavia.

          A pesar de esta sinfonía discordante de excesos e insuficiencias, soy extremadamente sensible y así también vulnerable. He amado a conciencia y sacrificio, como indicaría el manual del romanticismo, a pesar de los hielos y de las mediocridades; he deseado y juramentado fidelidades y devociones dificilísimas de corresponder, que de hecho no fueron correspondidas, quizás a causa de mi ausencia de comunión con los cánones de la belleza; he sentido los poros del amor, la melodía de Su presencia; he escrito cartas y poemas, he compuesto canciones de alabanza al Otro necesitado y ausente desde la mera separación de los cuerpos, tragedia de los días del enamorado. Pero, ya que tengo infinita capacidad de amar, me proyecto tanto sobre el sujeto de mi sentir que éste, finalmente, no lo resiste y de algún modo se va, o no opone resistencia cuando, decepcionado, me voy.

          Quizás esta particularidad de mi psiquismo fuera la que serviría de cebo a mi padre para hacerme doler, ahora contando repetidas veces el final del Jorobado de Notre Dame, cuando el monstruo, al ver que la gitana se alejaba de París seducida por otro hombre a pesar de los esfuerzos heroicos del contrahecho, se abrazaba a una gárgola y decía: “Quisiera ser de piedra, como esta estatua”.

sábado

Cositas de papá (VI) - Bienaventurados los grandes de espíritu

          A principios de 2007 salía yo de mi período de internación en Balcarce, un pueblo a 400 km de Buenos Aires. Había padecido una neumonía intensa –la noche del 18 de febrero respiré la mitad de lo que debía-; mis padres, que veraneaban en Mar del Plata, todos los días se costeaban los 64 km que separan ambas ciudades para visitar la sala de terapia intensiva. Durante el período de convalecencia en el hospital de la ciudad, papá fue muy amable y sus palabras, junto con el cariño de muchos que también me visitaron y la dedicada atención de los enfermeros y médicos, contribuyeron a la curación.

          Ya en Buenos Aires, papá organizó un asado en la casa chorizo, al que concurrieron los parientes más cercanos, ese círculo de protección interna, escudo universal que en una familia no patológica debiera garantizar la indemnidad de sus miembros. Antes de que la carne estuviese lista, charlé con mi hermano –que a la sazón, habiéndose buscado un tiempito para venir, se paseaba por las instalaciones bajo la categoría de vida hecha, habida cuenta de la tenencia de su esposa, sus dos hijos, su casa, su negocio y su automóvil- charlé, como digo, algunos temas medio universales de ésos que a la clase media le gusta. No recuerdo el asunto principal, pero sí que una de sus respuestas fue: “Yo actué así porque la grandeza te hace actuar así. Ahí se ve la grandeza”.

          Le respondí que su conducta podía ser calificada de cualquier manera; quizás sí, un observador externo habría consentido en adjudicarle a la manera de conducirse que había recreado en la anécdota el valor que él le asignaba; pero que, en verdad, dudaba que la acción personal que ornamentaba su pomposo relato hubiese sido “grande”. Le propuse dos pruebas de mi duda: la primera consistía en que lo “grande” es “grande” en relación a lo “pequeño” y no hay discusión de ello en el mundo de las cosas; pero que, tratándose la “grandeza” de una virtud que sólo atañe a las personas, el que es “grande” no puede saberlo, pues no puede considerar “pequeño” a nadie, ya que la “grandeza” impone ciertamente mirar al Otro en tanto “semejante”, es decir, a “semejanza” de uno mismo, y no en desmedro o inferior jerarquía; en definitiva: quien viene dotado del don de la “grandeza” ignora que es “grande” moralmente, porque su propia “grandeza” le impone ver al otro sólo como “igual”; y por tal razón, de su particular conducción por la vida nada más podría predicar que obra “bien”.

          La segunda, que daba por borda con cualquier otra argumentación, estribaba en el hecho de que el beneficio personal que se adjudicaba le ocluía la posibilidad de predicar que había sido “grande” en sentido moral, porque alguien que cuenta con la virtud de la “grandeza” también viene dotado de otras cualidades que vienen unidas o resultan abarcadas o subsumidas por ella, como son la modestia, la prudencia, la templanza y el pudor. Le dije que en aquel momento no estaba siendo modesto –pues se hallaba laureando una actitud propia y asignándole los mayores reconocimientos morales-; que tampoco era prudente al hablar así -porque su enorme conclusión no devenía de una meditada actitud contemplativa, sino de una ocurrencia de conversación que sólo tenía por fin magnificar aparentes loas de su propia persona, y que, de hecho, yo estaba rebatiéndolas, es decir, poniéndolas en peligro-; que de ningún modo la descripción que él realizaba de sus dotes tenía que ver con la templanza –pues quien se califica “grande” moralmente frente a una tribuna de más de diez personas que seguían más o menos la charla, al menos diferencia dos extremos de conductas, y se coloca rabiosamente y sin más reflexión en uno de esos extremos, despreciando el justo medio-; y que, por último, siquiera por pudor debería haber dejado que fueran otros quienes alabaran sus perfiles destacables, y no exponerlos él mismo como banderas de su buen saber, sin más resultados a la vista que sus hijos correteando por ahí y el hecho de ejercer en general una vida correcta, quizás mancillada sólo por la misma leve delincuencia inofensiva que toda la clase media practica en la ciudad (evasión de impuestos, hurtos de poca monta, injurias poco calificadas, excesos en la legítima defensa, falsedad ideológica de documentos privados y públicos, abusos leves de firmas en blanco, ínfimos desbaratamientos de derechos acordados, incumplimientos contractuales poco lesivos, dolos domésticos, garronerías por descuido, retenciones indebidas, estafas más o menos trascendentes, excesos de velocidad, violación de semáforos en rojo, conducción con carnet vencido, conexión de más bocas de teléfono que las declaradas a la empresa, robo de señal de televisión por cable, estacionamiento indebido; discriminaciones cotidianas fundadas en cuestiones de raza, color, sexo, nacionalidad o elección sexual; contratación de trabajadores “en negro”, realización de actividades lucrativas sin título o habilitación, robo de señales de tránsito o de placas identificatorias de calles o automóviles, realización de pequeñas obras caseras sin permiso municipal, violaciones al estatuto del servicio doméstico, etc.).

          Mi hermano ensayó solamente una de las respuestas limitadas con que cuenta el estamento: “noooooo, estás muy equivocado”, como si en fracciones de segundo hubiera meditado las razones que le exponía; pero mi padre –que ya se había retirado a buscar una mesa para colocar en el jardín no bien yo comencé a replicar la enorme propuesta- sí tuvo oportunidad de emitir su veredicto. Lo escuché unos minutos después, mientras cargaba con mi madre una muy pesada tabla correspondiente a una mesa descomunal que guardaba para las ocasiones numerosas. No sé qué le habrá comentado ella, pero el psicópata, quizás ya molesto por el hecho de haber organizado un asado para el hijo que lo negaba, y habiéndome asesinado mucho antes de la neumonía, le contestaba:


-Sé, pero al final éstos hablan, hablan y no hacen un carajo nunca.


          No se refería a mi hermano y a mí, sino sólo a mí. Mi padre nunca apreció mi facilidad de palabra más que para denostarme, haciéndome saber en muchísimas oportunidades que mi “labia” no era más que verborragia de tipo que tiene la panza llena –en el caso, llena gracias a él-, de cagatintas de oficina, de vago que habla y no hace nunca nada, culo sentado, esas cosas.

          “Éstos”, como le estaba diciendo a mi vieja, era la categoría en que mi padre me embolsaba, ahora que me encontraba sano y ya no tenía por qué andar dándome indulgencias, como la que me había concedido los días de Balcarce, mientras me moría.

          Finalmente, se avino a las palabras de mi hermano, considerando “grandeza” sus conductas narradas y vocinglería mis razones esgrimidas.

          Mi madre continuó cargando con papá la tabla pesadísima –yo no podía hacer esfuerzos todavía- y no dijo nada. En esos estoicismos y renunciamientos también emergía la postura masoquista del vínculo sádico que había decidido perpetuar con papá, el hacedor de sus infelicidades más deliciosas.

jueves

Cositas de papá (V) - The final countdown

          Mi padre hacía llorar a mi madre por diversión. Cuando lo decidía, iniciaba un juego erótico de una sencillez espantosa y de una correspondencia temible. Papá se acercaba a mamá y le decía: "A ver, Susana: Uno... Dos... ¡Tres!" y castañeteaba los dedos.

          Entonces mi madre parpadeaba y lloraba, así, por la mera fuerza del predominio moral. Mi papá, al ver las primeras lágrimas, reía con sonoridad lúgubre e instaba a los demás a festejar el fenómeno. Mientras todos (¡Dios mío, yo también!) celebrábamos el episodio, mamá miraba a su humillador de reojo y le dirigía una sonrisa masoquista de complacencia.

          Otra manera que tenía mi padre de hacer llorar en forma instantánea a mamá era diciéndole "huevo frito". La locución, en apariencia inofensiva, detonaba en ella el recuerdo de sus días de infancia, cuando eran muy pobres y no le prodigaban cariño y cada vez que tenía hambre mi abuela le hacía un sánguche de huevo frito, porque otra cosa no había o porque la estúpida no podía pensar en darle otra cosa, según la calificación de mi padre.

          Entonces, ahí también, mamá parpadeaba, dejaba salir unas lágrimas y luego, exhibiéndolas a su deseado flagelador, sonreía.

miércoles

Cositas de papá (IV) - Apología del comportamiento canino

          En la casa espuria en la que vivíamos había un perro roñoso que ensuciaba lo que estaba limpio, dejaba podrir lo que tenía que comer, comía comida podrida y miraba con cara de extraviado cualquier fenómeno del mundo exterior. Creo que fue mi vieja la que lo bautizó "Pucho", con esa creatividad bajisonante tan suya, reflejo de la reducida dignidad de cocoliche de vodevil que se cultivaba en las esquinas intrascendentes del Barrio Cafferata en el que sin mayor cariño se desarrolló su niñez y su primera adolescencia. Después de los quince años conoció a mi padre y ahí se terminó todo: los carnavales de papel de envolver manzanas, los beneficios relativos nacidos del totalitarismo peronista, las muñecas obreras, la tradición familiar de moneda de 25, las glorias de la primaria, todo, los comentarios del verdulero, todo. Pero algo se ve que le quedó y como para demostrar algún gracejo de cosa simple le puso "Pucho" al perro, con sólo sustento en la misma sonoridad grotesca de la palabra, en el despropósito voluntario que al patentizar el grotesco lo despeja de ridículo y lo convierte en fetiche compartido, no sé por qué, quizás porque por esos años en que yo había terminado el secundario mi padre ya había comenzado a pergeñar su discurso infame y descalificador acerca de que lo que verdaderamente interesaba era las cosas simples de la vida, y entonces ponerle "Pucho" a un perro y sonreír con los dientes agujereados como mi madre resultaba un seguimiento a pies juntillas del determinismo de mi padre, y ella así tan contenta, con su vergüenza disminuida por el discurso unicista de mi viejo y un "qué me importa" también sonriente y vergonzoso frente a cualquiera que, en pleno uso del sentido común, denostara el despropósito que no necesitaba luz del día para fulgurar.

          El caso es que esta mierda de animal venía dotado de una hiperkinesia enfermiza, de un olor inmundo, de costumbres de cagar en cualquier lado, de erecciones asquerosas, de capacidades de ladridos interminables y al pedo, de uñas que desenvolvían conciertos repugnantes contra la cerámica del piso de clase media con ganas de pertenecer, de saliva esparcida por ahí. Yo daba clases particulares, como ya conté en otro artículo, y una vez el perro de mierda éste le meó el chango a la mamá de un alumno. Cuando le conté, molesto, esa circunstancia a mi padre, me contestó: "Y bueno, no la tené que hacer tan larga con la mamá de lo alumno", llevando a lumpen su dicción para enaltecerla respecto de lo que él entendía ínfulas de M' hijo el dotor; es decir, mi triste actividad de profesor de barrio.

          Mi enemistad con el perro tuvo entonces su correlato en el afecto que mi padre comenzó a sentir por "Pucho", a quien le componía cancioncitas simples que todos menos yo repetían. Cada tanto, mi padre, delante de mi vieja y de mis hermanos -que permanecían todos callados- permitía que el perro apoyara sus dos patas delanteras sobre la mesa; entonces le daba un pedazo de pan o de queso y me decía: "Mirá, aprendé, es más agradecido que vos, mirá cómo lambe la mano que le da de comer". Yo empezaba a contestar; entonces mi viejo me insonorizaba desgañitando alguna de las dos o tres coplas que le había compuesto al perro. Mamá sonreía, igual que mi viejo, que con estiramiento de labios de satisfacción consumada lo acariciaba mientras el animal lo miraba de costado. "Vaya, vaya", le ordenaba. El perro quería más bocados, pero mi padre le ordenaba "¡No!", y volvía a reír; y así el perro interpretaba que esa risa significaba algún exequátur y se abalanzaba contra la mole sentada; parecía que reía y mi viejo entonces se reía él en agudo para acompañar la risa aparente del perro que él hacía real uuujujuju ju ju juuu, y sostenía otro pedazo de queso a cinco centímetros de la altura máxima a la que Pucho llegaba con sus saltos y Pucho saltaba una, dos, cinco, siete veces y entonces mi padre concedía aun sin haberse levantado de la silla una indulgencia de Borgia moderno que tranquilizaba al animal como a un niño y a mí me exasperaba, en especial por la necesidad de mi padre de que alguien lo necesitara tanto, por el precio de lo que desde afuera parecía cariño.

          "Vo lo que tené que hacer es hacer como Pucho, que cuando no le gusta algo se queda piola hasta que después alguien viene y le da de comer", me decía también. No romper las pelotas, como cuando el perro, que no sabía discutir, se iba por ahí a sufrir como mejor podía. Esas cosas me sugería mi padre, mientras yo trataba de finalizar mi carrera de 14 años en la Facultad de Derecho, que él encontraba adecuada a mi suprema vocación de cagatintas, algo similar -como una vez me expresó con extrema claridad- a la mediocridad de esos tipos que tienen como norte y modelo de regocijo completo el pasarle escobillas a los libros y ponerlos nuevamente en los estantes, boludos que no sirven para una mierda, según su aplaudida calificación.

          Otra vez yo estaba muy triste porque me había peleado con una mina. Por supuesto que no le comenté nada, pero uno de los rasgos más notorios de la psicopatía es el de advertir el problema del otro y trabajar sobre él para obtener algún provecho mórbido, como podría ser la simple convalidación de que uno se siente bien y el otro se siente mal, y de ese desnivel pasar a la superioridad moral de ese uno sobre ese otro. Después de cenar, hizo subir las dos patas delanteras de Pucho sobre la mesa y, acariciándolo, me aconsejó: "Vo lo que tené que hacer es lo mismo que hace el animal: buscarte una perra". El perro lo miraba después de que mi papá terminaba de hablar, seguramente para ver si le llegaba algún bocado de algo. Pero como en ese grupo patológico las cosas eran como las decía mi padre, y éste ante la mirada del perro contestaba "¿No cierto? ¿no cierto que hay que buscarse una perra?", mi madre y mis hermanos parecían estar asistiendo a un diálogo real entre mi padre y su dominado, cuya inferioridad potenciaba la mía y la colocaba aun más abajo, al quedar ostensiblemente evidente que ese acuerdo entre la fuente de la verdad y el ente irracional se refería a cuestiones que yo no había sabido resolver -qué hacer frente a un desamor-, y que entre ellos, quedaba sumamente claro y determinado, frente a mi imposibilidad de hallar una solución sensata al conflicto.

          Yo a Pucho le decía "perro" o "perro de mierda". Por ejemplo, si estaba estudiando Criminología o Derecho Constitucional en el jardín y el perro me pisoteaba los papeles, yo le gritaba "salí, perro de mierda". Entonces venía mi padre y, señalándome en tren de amonestación, me advertía "tratá bien al perro, eh". "Pero papá, me acaba de pisotear todos los pap..." "Tratá bien al perro, que es mejor que vos el perro". Y lo llamaba y le cantaba su canción.

          Finalmente, un día mi hermana quedó embarazada de su jefe. Yo, por supuesto, puse el grito en el cielo. A mi padre se le figuró que la noticia era "una bendición", y dejó de darle bola a Pucho. Mi hermana tuvo mellizos (se casó al tercer mes de gestación por iglesia, sin estar bautizada), y cuando cumplieron dos o tres años el animal no soportó más la indiferencia que todos comenzaron a practicarle, porque, manifestándole mi padre indiferencia, todos le fueron también indiferentes. Así, una tarde, mientras los mellizos jugaban a los gritos, el perro dio unos cinco o seis resoplidos de celos, giró sobre sí unas tres veces tratando de encontrar el aire que le faltaba, se tumbó y se levantó, dio como cinco resoplidos más, se volvió a tumbar, se volvió a levantar y finalmente cayó con la lengua afuera y muchas burbujas de saliva, temblando hasta que lo agarró mi papá, lo llevó al jardín, lo apoyó sobre el caminito de laja y lo acarició, como cuando le regalaba queso después de la cena de los hombres. En ese momento, Pucho, como reconociendo el Origen y el Final, dio un último temblequeo y se quedó para siempre inmóvil, con la lengua todavía y hasta el final de los tiempos afuera, como un ahorcado que desde muerto quiere demostrar que está muerto por culpa de alguien.

          Entonces me agarró una desazón por ese tiempo incomprensible, una identificación también mórbida, una piedad sin medida, un sentimiento de extrema solidaridad que me condujo horas después a querer consultar a un sacerdote para que me tranquilizara respecto del lugar de los perros en la Creación y su destino ultraterreno, si lo había. Se me representaban los quejidos del animal que eran reflejo de sus intentos por ingresar infructuosamente el mismo aire que años antes lo había enaltecido y ahora lo espaciaba del privilegio de los mellizos amados, de los mellizos en cuyo porvenir, y no en el del perro, comenzó a cifrarse el desahogo del ocio enfermo de mi padre, el denuedo masoquista de mi madre, los sueños de ama de casa primeriza de mi hermana, los celos de mi hermano que sólo pudieron aplacarse con el nacimiento de su primera hija. El recuerdo del perro enredándose sobre su propio eje me figuraba el ovillo vertiginoso de la casa enorme en la que se había cimentado mi angustia primaria, y yo mismo continuaba ovillándome como un guisado de malos ingredientes que en las vueltas de cucharón machucado buscara refluir alguna cosa de buena mesa, extraer virtud de donde no la hay, revolver en la mierda.

          Los dos, Pucho y yo, nos ensimismamos mórbidamente en el juego de la oca de entrecasa que edificaba con notoria patología psíquica mi padre, quien establecía penalidades y recompensas relativas por sólo caer en la casilla que él ocupaba, o en la que él había determinado que no había que caer. Mi padre tiraba los dados, o lo que es peor: nosotros tirábamos los dados, pero él decía cuánto sacábamos, y así podíamos tener un seis o un uno según su antojo, la vida o la muerte según su antojo, según su antojo de mierda, según su antojo repleto de comida que mi madre sonriendo servía y que mis hermanos loaban creyendo que sacaban seis cada vez que el discurso de muerte de mi padre construía con voz de león que teníamos una casa hermosa, una madre hacendosa que nos alimentaba aun sin merecerlo, un futuro venturoso construido a fuerza de sacrificio y agotamiento y hasta un perro juguetón, una mascota que otros no podrían disfrutar, porque nosotros vivíamos en una casa y los demás vivían en departamentos oscuros y cerrados, donde no se podía ser feliz como teníamos la obligación de ser, en especial vos, Pietro, que sos el más desagradecido de todos.