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Cositas de papá (II) - La fuente de la que emana el Todo

          Yo soy depresivo. Cuando le comentaba a mi padre que me sentía mal, él -luego de indagar el posible origen de los episodios de tristeza profunda en diversos tópicos de mi vida que a él le habrían permanecido indebidamente ocultos, como algún traspié inexistente en mi carrera universitaria o la relación con alguna "mina" que no tenía- me contestaba que yo estaba así porque tenía de todo, y que encima era un desagradecido con él y con mi madre. Sostenía a los gritos, delante de mis hermanos que permanecían en silencio, que yo no servía para nada pero quejarme sí, para eso era mandado a hacer, igual que para estirar la mano para pedir, y que ésa era la prueba más evidente de que me importaba un carajo lo que mi padre me daba desinteresadamente y lo que mi madre me ofrecía a partir de su esfuerzo descomunal por llevar adelante la casa chorizo en la que vivíamos. Yo lloraba, a pesar de que ya había cumplido la mayoría de edad, e intentaba explicar -tengo una muy insistente tendencia a conceder in dubios: siempre pienso que quizás mis detractores no me hayan entendido-, intentaba explicar, digo, los pormenores de mi dolencia. Pero a cada refinamiento de mi descripción, mi padre contestaba con una invectiva más injuriosa -él la habría pasado mucho peor, en la pobreza extrema, dominado por una madre autoritaria que sólo le imponía castigos y lo enviaba a trabajar con la obligación de entregarle el sobre completo del sueldo-, y entonces mi llanto se multiplicaba, y me sentía solo y sin consuelo, ya que mi madre no aportaba ninguna palabra y mis hermanos, como dije, permanecían en silencio.

          Mi padre, en cambio, lograba que compareciera ante sí una persona joven, doliente y vencida aunque lúcida e inteligente, que le detallaba con minuciosidad de conciencia plena y sufriente -aun llorando- las aristas de su sentir, en busca de piedad, de contención o de condolencia; pero su psicopatía le ordenaba denostar y humillar, escupir la cara del que lo necesitaba, y entonces, si ya habían dado por ejemplo las diez menos cuarto de la noche, respondía a mi llanto gritando "ajjj", acompañando esa onomatopeya del asco con el gesto que le convenía y diciendo que se iba a mear y a dormir y que si no me gustaba cómo se vivía en esta casa me podría ir en cualquier momento, eso sí, con el cometido de no volver alargando la mano para cubrir mis necesidades elementales que yo no sabría subvenir, como siempre según él lo hacía; mi madre lo seguía en silencio y mis hermanos también se retiraban a sus cuartos, sin dirigirme la palabra.