miércoles

Cositas de papá

          Me brotan recuerdos, por decirlo en mala poética. Me brotan recuerdos de las manifestaciones psicopáticas de mi padre. Pero no puedo sino escribirlos rápidamente y muy mal, porque, en el fondo, todo esto conforma una clara vulneración al cuarto mandamiento, y así seré castigado. Entonces no puedo pensar mucho mientras me salen estos episodios traumáticos.

          El que hoy nos convoca tiene que ver con el arte de curar las piezas dentarias, que parece que están fuera de la concepción psíquica del cuerpo. Esto me lo dijo una vez una dentista mientras me sacaba una muela: "No te preocupes, no es lo mismo que te saquen un dedo que una muela: no hay consciencia de los dientes, así como no hay consciencia de cada uno de los pelos. Lo que sí, te das cuenta estéticamente cuando te ves o cuando comés, pero no es lo mismo que si tenías una mano y por algo te la cortaron".

          De algún modo el psicópata de mi padre parecía compartir internamente esa concepción, sea con la conciencia reducida propia de la dolencia, sea como manifestación razonada su plan enfermo.

          La prueba evidente de ello es el tesón que ponía mi padre en llevarme a un dentista que había sido de su barrio, al que llamaba "Chuco", que era un carnicero del torno. No estoy hablando del miedo normal y habitual de las personas al dentista: me refiero a una persona que dejaba el torno trabado en las muelas sin moverlo, y que frente a mis gritos intentaba detenerme diciendo "pará, pará" y esgrimiendo una risa también sádica de médico que ya fue y vino y gesto de "vo te preocupá por una carie, yo no sabés las cosa que tengo que ver acá".

          Yo no quería ir a lo de "Chuco" porque era una bestia, pero mi viejo me llevaba igual. A pesar de que había sido "amigo de él del barrio" lo trataba de Ud., como al Dr. Mabuse. A los seis o siete años me acuerdo que me dolía un diente, no sé si uno de los incisivos laterales. Cada vez que me dolía, mi viejo me decía "¿otra vez te duele? Vamos que te llevo a lo de Chuco", y yo iba, muy temeroso de sus instrumentos del dolor. Con ese diente pasó que no me lo arregló: no sé por dónde puso el torno las dos o tres veces que fuimos. Cada vez que el tipo me metía esas cosas adentro de los dientes (sea el torno, el gancho con forma de hoz para rascar que me hacía ver las estrellas, hasta había una especie de palita con la que apisonaba la mezcla que te ponía en la muela y era un homenaje al alarido), cada vez que me hurgaba en los dientes de niño, yo gritaba de la desesperación, pero Chuco decía: "No te mová", y mi viejo, al lado, agregaba: "Dale, tenés que ser más hombrecito querido, no es para tanto". Yo ni siquiera podía mirar a mi viejo, como hacen los chicos cuando se sienten mal, porque Chuco de mierda seguía con su tarea de hijo de puta, y ponía todo el tiempo el torno, aun después del plomo. Me siento muy mal y muy cobarde escribiendo esto. Invariablemente, como a los presos de la Inquisición, me lo mostraba antes de ingresarlo en la boca y lo hacía funcionar con ese pitido tan terrible; se reía un poco y me decía "¿Ves?", y mi viejo repetía: "¿Te das cuenta de que no es nada?" Pero yo decía "Me duele" ("e uele") o "¡Ah!" a cada rato.

          Estoy muy triste y no puedo ahondar en detalles. A la salida mi viejo me preguntaba, como para ver si ya me iba a dejar de romper las pelotas: "¿Listo? ¿Se te pasó?"; pero a mí no se me había pasado nada, aunque, con dos miedos sumados, le contestaba: "Sí", y me reía igual que mi mamá cuando le gustaba someterse a los designios de él, que era todo el tiempo, en virtud del vínculo sádico que los sigue uniendo (por ejemplo, cuando la mandaba a ponerle no sé qué a la comida que según él estaba fea, para lo cual tenía que levantarse de la mesa y recorrer los kilómetros que separaban el comedor de la cocina, con andar de consternada, pero sonriendo). Tengo ahora la sospecha de que más de una vez me "arregló" otra muela distinta de la que me dolía. Por eso, al regresar a casa yo decía "me sigue doliendo", pero mi viejo me contestaba "ya te llevé a lo de Chuco, ¿qué más querés?"

          Mi infancia dental fue terrible. Por miedo a ir a lo de Chuco ya no decía que me dolía la muela. Recuerdo un día de fiebre en que el dolor de una carie muy profunda era insoportable: la consciencia del dolor superaba a la de la fiebre; trataba de poner la muela (una de las últimas del maxilar superior) sobre la almohada, abriendo la boca, pero el dolor no pasaba. Uno de mis tics de niño era pasarme la lengua por los agujeros de las muelas, hacer "sopapita" en las caries avanzadas. Recuerdo también haber escupido la pared de una muela, arrojándola al pormenor del pasto del jardín de casa, antes de los doce años, tratando de convencerme de que ya había pasado todo y de que con ese pedazo de nada podrida se iba mi desvergüenza para otra parte y para siempre. Igualmente pensaba que mucho tiempo más no podría ocultar mi desbaratamiento dental, y así, cuando visitaba nuevamente al perverso de Chuco, la única solución era el tratamiento de conducto múltiple, que me mandaba a hacer al Hospital de Odontología porque era más barato.

          También, desde los ocho o nueve años, me creció una mancha negra en un incisivo central superior (una "paleta"). Yo pensaba que las chicas no me irían a dar bolilla por eso, y entonces le pregunté a la bestia si no había algún método para blanquearme la paleta. Chuco me contó: "Y, sí, te podría comer toda la parte de adelante y rellenarte con pasta, pero a la larga perdés el diente". Y mi viejo agregaba: "Dejate de joder, si no se nota, no rompás, eh", con cara de Al Pacino cuando Diane Keaton le dice que abortó porque no quería tener un hijo de él. Tiempo después -yo ya tenía 14 años- en la encía donde estaba enclavada esa paleta se me produjo una infección. Chuco me hizo un agujero en el incisivo, del lado de atrás, y me dio una aguja tipo tornillo sin fin para que dos o tres veces por día yo, mirándome al espejo, me fuera escarbando y sacando el pus del maxilar, durante quince días. Yo le decía a mi viejo: "voy al baño a sacarme el pus del diente", y mi viejo me contestaba: "bueno", y mi mamá escuchaba, pero no decía nada. Mi diente ya estaba, además de gris, marrón. Yo le decía a mi viejo que eso no podía ser un método serio de curar un diente: mandarme a ponerme un instrumento y a escarbarme, a mí, que de esto era lógico que no supiera nada. Se imaginan que no hubo respuesta, ni mucho menos actitud crítica de parte de mi vieja. (Ahora que pienso, resulta muy llamativo -aunque confirmatorio de su psicopatía- que haya sido mi padre quien me acompañara al dentista todas las veces, al que más me hacía doler; pero era mi mamá la que me acompañaba al resto de los médicos: inclusive fue ella y no él la que, de la mano y con orgullo de ama de casa que hace las cosas bien, me llevó a los ocho años al clínico para que me derivara a un psiquiatra, porque mi viejo decía que yo era un esquizofreno-paranoico).

          Gracias a Dios el diente que me impedía conocer chicas y que había caído en las garras del Dr. Chuco, con la aquiescencia de mi padre y el silencio de mi madre, se destrozó por completo en el verano de 1988. Una vez colocada la prótesis que igualaba el color de mi "paleta" de niño al del resto de los dientes, pude dar mi primer beso a una mujer... a los 21 años.

          Mucho tiempo después, nos llegó la noticia de que el despiadado Dr. Chuco había muerto. Ese día me di cuenta de que yo no había sido ningún maricón que no soportaba el dolor; se me develó como la hoja de un libro mágico que dice la verdad toda la inutilidad de mi sometimiento de niño, porque resultaba que Chuco, el exterminador, había albergado durante décadas un tumor maligno en el cerebro, que lo hacía quedarse quieto a pesar de que pensaba que se estaba moviendo. O sea que, en aquellos días de tormento, cuando tenía que sacar el torno de donde estaba, él no lo hacía: lo dejaba ahí, y yo decía "ay, ay, ay, ay, ay, ay," y él ordenaba sacar el torno o el gancho de mierda ése pero la mano no le hacía caso, y mi padre al lado me enseñaba a los gritos a no ser maricón. Por esa razón, también, me entregó la tarde de la infección sus instrumentos de sacar pus, porque no podía sacármelo él, como es debido. Sabía cómo arreglar mi diente manchado, pero la nube morbosa que le había crecido en la cabeza se lo impedía. Andá a saber si esa risa de cuando yo gritaba no era un esfuerzo por sacar el torno o el gancho del nervio de la muela, un esfuerzo inútil, porque la parte sana de la cabeza ordenaba, pero la parte enferma no respondía. Y mi viejo secundándolo, llevado por su psicopatía: "Dale, maricón, dale, si no te está haciendo nada".

          Sus garras despedazan hoy las dentaduras macizas de los muertos, con la venia de algún Ángel de la Justicia que, como mi padre junto a su sillón brotado de apremios, de algún modo es enviado a fiscalizar la tortura de quienes por razones que todavía desconocemos -yo era un niño- somos llevados por la vida a purgar faltas cuya existencia y autoría ignoramos.

          No sé si ha sido una conjunción de eventos de mala suerte (un dentista enfermo cuyo diagnóstico se revela veinte años después, un padre de personalidad psicopática que condena al primogénito a la experimentación de un estoicismo impracticable para su edad, una madre que calla y no defiende); no sé si ha sido esto o el accionar determinado, voluntario e intencional de otro malnacido que elige con inteligencia y precisión la herramienta de provocación de dolor, el terror cuya proximidad o amenaza conduce tanto a ese desamparo más temible que la muerte.

          Ojalá mi padre sea alguna vez condenado a sufrir los terrores injustos del dolor físico infantil voluntariamente inferido, luego de ser minuciosamente juzgado por un tribunal de enfermos similar al que conformaba en aquellas sesiones irreversibles junto al satánico Dr. Chuco, el despedazador de dientes, y que Dios, olvidándose de su bondad, lo arengue a no ser tan cagón, y la Virgen se quede para siempre callada, igual que mi madre.