jueves

De la crónica diaria (II)

          Resulta que sobre una avenida angosta se había parado un colectivo para que subieran los pasajeros. Para cualquiera ésta es una operación previsible, a tal punto que cuando la clase media que anega la ciudad le enseña a manejar a los hijos o a los sobrinos, una vez que éstos ya saben más o menos no hacerse kilombo con el embrague, los mayores les dicen: "ára que sabé manejar, lo que no tené queacer é ponerte atrá de lo colectivo, porque si no en vé de manejar vó tú auto, es el coletivo el que te termina manejando él a vó".

          Superado por la compra de una camioneta marca Chevrolet modelo "Meriva", color negro, muy nueva, uno de la porquería venía conduciendo detrás de un 71 que iba hacia el norte por Triunvirato, una avenida que antes era de una sola mano, y que desde hace unos meses le determinaron, sin ensancharla, dos carriles de contramano; o sea, al decir de la clase media, "A Trunvirato licieron doble mano dede creo que Chacarita hastolazábal".

          Lo cierto es que el de la Meriva sufrió la detención del ómnibus de pasajeros que iba delante de él apenas había traspuesto la calle transversal, para lo cual ya había tenido que tolerar el cambio de luces del semáforo, algo que tampoco le agrada a la clase media venida un poco a más. Los carriles de la avenida son en ese sector bastante angostos, de modo que, habiéndose parado el armatoste a la altura de la mitad de la cuadra, resultaba imposible avanzar para todos los que precedían al elefante masivo, que ocupaba un carril y más de la mitad del otro. Imprevisiones de los cráneos que "planifican el tránsito" en la ciudad.

          Repito, esto es algo que entra en el espectro de previsibilidad de todos los clasemedieros motorizados, de modo que no suele causar más consecuencias que una irritación que muere con el sobrepaso del vehículo.

          Pero para éste de la porquería que venía detrás, el de la protocamioneta, pequeño propietario sorete, la cosa rebalsó la escupidera en la que depositan sus sueños. A los treinta segundos comenzó a increpar a bocinazos al colectivo, que, por disposición municipal, tiene prohibido retomar la marcha hasta que no ascienda la totalidad de los pasajeros. Quizás por ello -aunque no debe descartarse la posibilidad de que el chofer, al que le chupa un huevo todo y que maneja por inercia desde los 12 años, lo estuviera despreciando también por inercia- el colectivo no se movió durante los 30 segundos siguientes, ni durante el minuto que sucedió a esos 30 segundos.

          Al principio la táctica inconsciente y brutal del cuentapropista encabalgado fue bajar los vidrios de la puerta contigua a su asiento -levantavidrios eléctrico-, sacar la cabeza por la ventanilla y gritar: "Dale, flaco, daaale, la puta que te parió", sin dejar de accionar la bocina de fábrica. El tipo tenía un corte de pelo estándar y llevaba anteojos de sol, como le gusta usar a la porquería de clase media cuando hace un mango. El colectivo no se movió. El tarado de la Meriva la emprendió entonces a bocinazos, ya con la ventana abierta, mientras seguramente pensaba que se le iba todo el aire del aire acondicionado. Le pegaba al volante, donde le gustaba que estuviera el accionador de la bocina, porque esta mierda también piensa que si la bocina está al costado -o sea, como alguna función accesoria de alguna palanca ubicada en el eje del volante- el auto es modelo viejo y esas cagadas. Como el colectivo permanecía de todas formas detenido, el minorista volvió a asomar la cabeza y a gritar: "Daaaaaale, la reputa que te parió, daaaaaale". Yo pensaba: "¿para qué usa anteojos de sol si la camioneta que se compró tiene todos los vidrios polarizados? Debe ser un código de pertenencia, sin dudas". El 71 siguió en su lugar.

          Como pasaran 15 segundos más sin que la mole reanduviera su recorrido, el de la porquería se sacó. Bajó de la camioneta nueva -que dejó andando en plena avenida, de lo loco que estaba, contaría seguramente después con tono épico- y se arrimó caminando nerviosamente hasta la ventanilla del chofer, quien miró para otro lado sin modificar su gesto. El chofer llevaba también anteojos negros, pero el significado de esta portación era muy otro que el del clasemediero. "Eh, tarado, por qué no te movés más adelante, no ves que estás parando todo el tráfico", le gritó el de los anteojos legitimantes al que miraba para el lado de las viejas, confundiendo, como hace toda la clase media, las palabras "tráfico" y "tránsito". Como el colectivero no le dio bola, el de la Meriva, que tenía una camisa de comerciante por su propio esfuerzo, unos pantalones jeans de coger y unos zapatitos náuticos símil cuero de cuatro o cinco años, le vociferó, golpeándole la carrocería con la palma abierta: "¡Eh!", como si el chofer fuera un perro. Como un perro, el del 71 le contestó acelerando en vacío y llenándole de humo el capot de la Meriva.

          Yo venía de pesarme y de constatar que, con ropa, había llegado a los 103,400 kg, producto de mi depresión y de mi decadencia. Igual que el ómnibus repleto que se había plantado en el medio de Triunvirato, limitado por culpa de decisiones que otros habían tomado en el pasado -en el caso, y por sólo dar un ejemplo, tener que andar sobre esos carriles tan angostos-, yo también me había inmovilizado, aunque había comenzado a apostar a la sola ingesta de lechuga, porque sí, para bajar de peso, para recuperar algún esplendor de la juventud que ya me saludaba desde el 71 estancado. Esa estrategia, claramente, resultaba un placebo en mi devenir de segunda categoría, que en modo alguno alcanzaba para repeler las consecuencias del desprecio por la energía en casi todas sus formas, a salvo la química contenida en los alimentos. Toda la porquería se daba vuelta para ver a ver si se pelean, esa costumbre tan mierda que tiene la horda que vive en un planeta ficticio en el que lo peor que pasa es que las cosas aumentan de precio todos los días, pero no pasa nada más -sí: alguien tiene un hijo, alguien se compra un auto, alguien cambia de teléfono celular por lo menos una vez por año, a alguien lo echaron del trabajo, alguien se va de vacaciones al Sur, alguien tiene a alguien enfermo, etcétera-, de modo que el hecho de que alguien se pelee en la calle constituye un circo que alegra las galletitas del desayuno o la propaganda durante la cena.

          Yo, en cambio, lo miraba y te juro que por generación espontánea sonreía. De hecho -como dice la clase media desde que ve "comedias de situaciones" por Sony Entertainement Television- de hecho nuestras miradas se cruzaron: el tipo indignado y yo, con sobrepeso, un calor de mierda a las 9:30 de la mañana, avenidas saturadas de autos poblados de prescindibilidades y vestido con ropa que ni por asomo significaba lo que el atuendo del merivense irradiaba, yo me reía desde mis ojos desnudos de inmigración judeo-cristiana. Habrá pensado: "de qué se ríe este pelotudo"; y yo pensaba: "no va a venir a hacerme nada: dejó el automóvil en marcha, qué desastre, qué ganas de no ser así, por qué a todas las mujeres les gustan los tipos así, por qué mi vida es tan sola, por qué tengo la certeza de que el suicidio es doloroso, por qué un viaje en subte que no quiero hacer, lleno de porquería, con el aire estancado de las galerías soterradas por negocio municipal de hace mil millones de años que ahora es un servicio esencial, un derecho de toda esta mierda, que tan sorete es que, como el contenido de las cloacas urbanas, también va por debajo de la tierra". El tipo, no bien retomó el control de su Meriva, continuó tocando bocina.

          Miré unos segundos hacia la entrada del subte. Como esas fotografías reveladas de los nazis, la escalera descendente recibía lechadas de seres humanos condenados, a la espera de la recepción de otro gas, engañados, llevados a la entrega de una asombrosa plusvalía que eran capaces de generar a pesar de su torpeza y de sus vuelos de perdiz; forzados a que, sin darse cuenta, generen un sentido común tan soso que, con el correr de los años, sólo resultarían merecedores del olvido más contundente; condenando a las generaciones que eran tan injustamente capaces de engendrar a perpetuar el mismo sino que los estigmatiza, también sin tener la más mínima consciencia, y aun rechazando con categoría de interlocutor asentado y abrazado a su ser invariable cualquier idea que pretenda iluminarlos respecto de su verdadera condición.

          Al cabo de ese nutrido instante, volví a prestar atención al road incident, pero de alguna manera, como en los relatos de Kafka, la Meriva había desaparecido. "Tendría que haber escuchado el acelerón exagerado que todos los conductores de clase media dan cuando salen de un atolladero", me dije. "Pero no lo escuché, qué raro", me contesté de inmediato, terminando la frase igual que mi mamá cuando algo le deviene dudoso, con la frase "qué raro" -"la verdulería estaba cerrada, qué raro"-.

          Así que me metí en la escalera del subte, formando parte de esas caminatas del dolor luego de la cual morían de Ziklon tandas de 2.000 ó 3.000 polacos. "Qué sorete toda esta mierda", pensaba. "Lo voy a dejar por escrito porque si no, pasan los días y en vez de olvidármelo me queda rebotando en el inconciente y después explota en una de esas depresiones profundísimas que en el momento no sé por qué me vienen".