domingo

Cositas de papá (VII) - Si tu mano te traiciona, córtala

          Cada vez que, por imposición de mi padre, tomaba yo alguna herramienta o intentaba realizar alguna labor, papá proclamaba en voz muy alta que yo era un inútil con las manos. Mientras desarrollaba el trabajo (clavar, hacer un nudo, escarbar la tierra, desenroscar un tornillo), se ubicaba a mi lado y emitía locuciones del tipo “no, no, no, no, no, no…” o preguntas retóricas de notoria altisonancia y gesto de indignación: “¿así lo estás haciendo?”; y finalizaba invariablemente “dejá, dejá, dame, dame, dame”, y como yo no se la diera: “¡dame!”; y cuando le entregaba la herramienta: “andá, andate: si no vas a colaborar, no molestés, haceme ese favor”. Más tarde, generalizaba en sentido estigmatizante que "A éste no se le puede encomendar ninguna tarea".

          Esta forma de descrédito entró en crisis con mis primeras masturbaciones, que comenzaron en abril de 1980. Mi padre no las toleraba. Cuando entraba al baño y tardaba más de lo que él había dictado aleatoriamente como tiempo prudente, se dedicaba con empeño a repetir invocaciones intensas de aparente vindicta doméstica: “Qué falta de criterio” o “¿Qué carajo está haciendo en el baño? ¿Qué carajo está haciendo? Está la madre, están los hermanos… Andá a ver qué está haciendo”; yo entonces me apuraba para acabar, y salía del cuarto de baño con mucha vergüenza, dejando por ahí la revista que me había llevado.

          En aquella época de execración no lo sabía, pero era claro que mis manos, que en la visión del monstruo no servían para nada, se hallaban sin embargo creando un nuevo hombre en aquel espacio total, y patentizando con eficiencia incontestable una “aparición” indeseada, que echaba por tierra el universo de palabras reverenciado en aquel grupo enfermo. Entonces el psicópata, incomodado mórbidamente por los hechos imparables del mundo de las cosas, impotente frente a la evidencia de mi fructificación, reaccionaba del modo que se contó; es decir, impidiendo al hombre, y para ello contaba tanto con las aristas conductuales de su dolencia, como con la aquiescencia silenciosa de los demás, especialmente de mi madre.