jueves

Cositas de papá (VIII) - Mira quién vino a cenar

          Otra de las formas que aplicaba mi padre para rebajar mi dignidad era insultar de algún modo a mis amigos. Hay casos terribles que alguna vez contaré, pero hay también otros más sutiles que los espíritus sanos no están llamados a recordar, y respecto de los cuales son, por lo demás, inmunes. Mi padre solía ponerme de ejemplo esa circunstancia: si nadie recordaba sus acciones y a nadie dañaban, era porque resultaban inocuas, y sólo a un enfermo como yo podían impresionarle de modo dañoso. Yo las recuerdo porque él me enfermó.

          Como la vez que me reuní en la casa chorizo con unos camaradas a jugar a las cartas. Más allá de la prohibición de “hacer ruido” a las nueve de la noche o de la sugerencia de que “no anden pasando todo el día para el baño porque acá mañana se trabaja” (“hoy” era viernes), sucedió una pequeña desgracia que, aunque episodio común para cualquiera e imposible por sí de generar culpas, disparó el mecanismo de insidias que mi padre llevaba como herramienta concedida por su dolencia psíquica al fin de remanir uno de sus objetos mórbidos –en el caso, yo-. Fue que alguien de mis invitados ensució el piso cerámico con alguna deposición de perro de las que hay por ahí.

          “Qué olor”, vociferó mi viejo apenas llegó el grupo y por respeto se corrió hasta el comedor a saludarlo. “Por qué no se fijan si alguien…” Yo –entonces no sabía por qué, y ahora lo sé- comencé a sentir culpa y a querer con mucha adrenalina que todos tuvieran sus suelas limpias.

          “Ay… me parece que fui yo”, dijo Bob, el mayor, que además de culto y amigo era homosexual. “Permiso, permítame por favor pasar al baño que lo soluciono”.

          “Sí, pase, por ahí” –dijo papá, mirándome con reproche, y al tratar de usted al invitado reflejaba su disconformidad con mi realidad de abrochar amistades de cualquier sexo, orientación y franja etaria.

          Inmediatamente, mi padre lanzó una onomatopeya propia de quien se ve compelido a tolerar un estímulo insoportable fuera de todo derecho, seguida de la del asco (“pfffffffff, ajjjjjjj”). “Vamo a tener que limpiar, a ver, correte”, me dijo, y salió pomposamente a buscar la escoba, el repasador, el trapo de piso, un balde, una pala de basura y un frasco de desodorizador de ambientes.

          Comenzó a fregar con ímpetu, en pijama, a pedir que también se corrieran los seis o siete que venían a la partida porque en el lugar que estaban molestaban o podrían continuar tocando la caca y la esparcirían por toda la casa. Mientras mi padre baldeaba ellos hablaban de otra cosa, esplendores que jamás me atañirían. Papá fingía desorientación histriónica, no saber con claridad adónde estaba el foco del olor, demostraba ostensiblemente los perjuicios de la invasión que impone recomponer las cosas a su estado anterior, modificado por mi desidia, por mi imprudencia, por mi gran negligencia de proyectarme a través de mis amigos. Tiró un baldazo de agua que salpicó a dos de los chicos. Yo tenía la certeza de que Bob desde el baño escuchaba realmente lo que estaba pasando.

          -Esperá, papá, no es para tanto… Nos pasa a cualquiera. Además, escuchame, se va a ofender… Bob es un buen tipo, tiene cuarenta y pico de años, es arquitecto, respetá aunque sea la investidura, es medalla de oro…

          -¡Sí, pero pisa mierda! –contestó mi viejo casi gritando y con cara de repulsión, una mueca de indignación que patentizaba el canon general de la indignación del hombre de criterio, como si siguiera oliendo, como si estuviese teniendo que sufrir indebidamente la profesión habitual de alguien que se sólo dedica a pisar mierda y que en ese momento viene a romperle las pelotas, a SU casa.

          Algunos de los del grupo se rieron, porque, sanos ellos mentalmente, sólo podían apreciar las exageraciones de mi padre como una gracia que les dirigiera. No podrían jamás concebir el hecho de que, a través de ese episodio en apariencia inofensivo, mi padre remarcaba que también yo compartía la naturaleza de la gaffe de mi compañero, y que la prueba más evidente de ello era que el que mejor podía representar al conjunto de mis amigos, el medalla de oro, no alcanzaba en lo más mínimo a redimir mi condición, dado que los semejantes tienden a unirse y yo me había unido al pisamierda en razón de amistad. En esa influida visión, yo solamente servía para juntarme con la mierda, como palmariamente quedaba demostrado, y a la mierda hay que barrerla y tirarla de inmediato, como tendría que hacerlo con vos que ya sos lo suficientemente grande como para irte de esta casa y dejar de hinchar las pelotas.