martes

De repente, Dios

          Estoy solo, lejos. No tengo familia, ni amigos, ni trabajo, ni mujer. Cerca de mí, dos mil millones de árboles. El pozo detrás del esternón. Todas mis posibilidades fenecidas. Comida de ayer. Esplendores encerrados entre cartones muertos. Dos perros de los que me salvé. Gotea el baño sucio de una semana. Se pudre algo. La raíz del tilo se va levantando y arquea las baldosas de la vereda hasta que se quiebran. Se enciende el termotanque. (Si lloro nadie lo va a advertir). En el baño, también un compilado de artículos de Derechos Reales del año '88 y una antología de Bukowski; a ambos lados de la cama bullones de ropa de dos semanas y media. La vecina se fue a dormir a otra parte; la casa de la esquina está en venta. El bosque se dobla antes de la lluvia, el mar llega hasta la Avenida 10 (después no hay luz). Cerré las ventanas. Dos de los de por acá no saben quién soy; la almacenera y un tipo al que le quise regalar un colchón viejo sí. Cien mil muertos. Nadie mueve las cortinas. Un quintal y un poco más. Otro perro hacia lo negro; detrás de él, otro, más peludo, abriendo el frío.

          Entonces, inexplicablemente, una avenida de París, las dos de la mañana, una tarde gris enmarcada por edificios grises y árboles grises deshojados, un niño, cuatrocientos golpes y un útero enorme.

          Si apago el televisor, van a castigar al niño.