domingo

Vomitando toda la santa fiesta (II) - Epílogo

          Uno de los personajes más logrados de Carlitos Balá es sin dudas “El Indeciso”, un tipo que no se decidía nunca y decía todo el tiempo cosas como “A ver, voy a hacer algo". “No, mejor no lo hago”. “No, sí, mejor lo hago”. “No, no, no cómo lo voy a hacer”. “No, pero sí, lo hago”. “No, pero mejor no, no lo hago”. Entonces iban y lo invitaban a una fiesta, y el tipo previsiblemente contestaba: “Bueno, voy”. “No, no, pero mejor no voy”. “No, sí, sí, voy”. “No, no, mejor no voy”. “No, pero sí, voy” Hasta que los interlocutores se cansaban de tanto dime y direte y le decían “Está bien, no se lo tome así” y él entonces decía: “y, no, la verdad es que no me lo tengo que tomar así”. “Pero pensándolo bien, sí, me lo tendría que tomar así”. “No, pero mejor no me lo tomo así”. “No, pero no, no, yo me lo tomo así y listo”. “O no, mejor no me lo tomo así”; hasta que cansaba al tipo con el que estaba hablando, que lo terminaba mandando a freír churros (porque en la televisión de los setentas, domada por los militares, no se podía mandar a la mierda como hacen ahora); y Carlitos Balá terminaba el sketch diciendo “No, cómo me voy a ir a freír churros”. “Pero la verdad, me conviene ir a freír churros”. “No, pero no, no me voy nada a freír churros”. “Pero mejor sí me voy a...”

          Bueno, la pavada esta viene a cuento porque pensé en no dar a luz la segunda parte de esta crónica aberrante, a pesar de estarla escribiendo en este momento, y así (o sea, escribirla) habrá de ser, aunque estuvo tan redonda la anterior que nada, como dicen los boludos.

          Porque no puedo pasar por alto el romance del Aniceto y la Francisca que se formó en el desposamiento histérico aquel, algo tan líquido, viscoso, algo tan supurado de hormonas que voy a tener que parar un rato porque no puedo seguir.

          En fin, ya desde antes se veía venir que la Francisca era una de éstas que demuestran tener cierto carácter para manejarse con diez o doce tópicos toda la vida, fuera de los cuales determinan directamente que no hay nada, y dentro de los cuales menean el orto como si fueran reyes absolutos. Como si tuvieras la suerte de tener un jardín y no te importan los demás jardines y además pensás que el tuyo es los Jardines Colgantes de Babilonia y cincuenta mogólicos te dicen que sí, y son los únicos cincuenta que te interesa ver en la vida. Cuántas veces me pasó de decir: “no, mirá, es un jardincito como cualquier otro” y que ni siquiera me contesten, y que encima haya un par que te miren como diciendo: “qué hablás, pelotudo”; y a la salida de esa escena enferma jurarme que iba a cambiar por el resto de mi vida, ser consciente de que para tener relaciones humanas en el estado en que se encuentra la cosa individual y social es necesario ser extremadamente pelotudo y no decirlo, cosa que los demás tampoco se esfuercen mucho y todos alegres como si la vida pasara por ahí.

          La Francisca entonces, que venía sometiendo a un estúpido peludo desde hacía muchos años, se había cansado aparentemente de no sé qué monotonía, no sé; vivían como marido y mujer y se cansó. Todo esto lo sé porque lo escuché dentro de un chisme que le contaba a cuatro o cinco con cara de ensoñada, como si fuera parte de una historia de amor ideal, una mediocre intensa que trabajaba con nosotros y que era muy hija de puta con la gente, pero a estos dos parece que por algo los quería, quizás porque la Francisca pintaba para ascender y la gremialista se querría prender en algo, porque viste que además siempre en los laburos hay un gremialista que no hace un carajo y habla, habla. Bueno, ésta era gremialista también.

          El Aniceto, por su lado, era un ejemplar desorientado pero lindo que cada vez que se equivocaba daba orgasmo en las minitas. Yo no sé si era por una torpeza congénita –ya que los bisontes de esta especie que el Señor pone en nuestro camino sirven bien para asegurar la multiplicación-, pero el tipo yo qué sé, era en general técnica, escolar o psiquiátricamente inhábil todo el tiempo: desde la ortografía para arriba, fallaba en todo, salvo por supuesto el porte de macho arquetípico y esos códigos de calle o falsa amistad que hacían que la gente lo invitara a todos lados y que nadie le exigiera mejoramiento profesional ni le reprochara ninguna de sus cagadas objetivas, aunque de hecho hubo veces que tuvo que hacer cinco veces la misma cosa, y él encima se lo tomaba a bien porque decía que estaba aprendiendo. Pero bueno, la Francisca, que era más inteligente, le vio el lado fálico, lo escrutó con su mentalidad analítica y superior, planeó como un japonés universitario la maniobra y le pareció, con la venia del imaginario enfermo, que la fiesta de casamiento era el ámbito ideal para transárselo. Igual desde antes venían hablando idioteces: una vez me acuerdo que ella intentaba sonriendo explicarle algo que el cuadrado al final no entendió; yo me daba cuenta de que ahí había direccionamientos vaginales a los cuatro vientos y de que el tipo intelectualmente no pasaba de la tabla del cinco; entonces hice un chiste para disipar el aire académico-empresarial de la disertación de la Francisca y el Aniceto, que no era tan salame como para no darse cuenta del horizonte genético que se le abría delante de él, me contestó una agresividad enorme; yo me hice el boludo y me dije “estos dos se están cortejando, es la preservación de la especie, además el chico te caga a trompadas y además el chiste que hiciste era pelotudísimo, por qué mejor no te callás deseando internamente su muerte”, y me quedé escuchando esa sarta de tecnicismos que la Francisca le hacía ver que sabía nada más que para terminar la historia con el monótono y subirse al Aniceto, que a la sazón era medio orangután y por lo menos yo le imaginaba un pene doble carne doble queso.

          Empezamos con que justo después de la iglesia me tocó ir en una 4x4 con ellos, y yo, que ni me había enterado del plan de la tórtola, ¿no voy y me ubico en el asiento de atrás, entre ella y el Aniceto? Se imaginan la cara de orto que me puso. Le pregunté como para decir algo, en el silencio mediocre que reinaba en esa camioneta cara: “Francisquita, ¿vos sabés si desde acá es muy lejos la fiesta?”, pero en ese mismo instante Aniceto le hizo otra pregunta o dijo algo rayano en la oligofrenia, algo tipo “uy”, como que se había agarrado las bolas con algo del tapizado, y la Francisca se murió de risa en el acto, una risa que le faltaba poco para ser salvaje, pero que le sobraba una cuadra para ser la de una señorita, todavía tenía cierta ronquera de vicio. Le volví a preguntar: “¿No sabés, Francisca?” y la Francisca me respondió “No”, mal, poniéndose seria repentinamente y dándome a entender que yo no tenía que estar ahí, justamente en el medio. “¡Epa!”, dije, pero la Francisca miró para el lado del Aniceto y no le dijo nada y le sonrió como antes de entrar a una amueblada, y ahí me dio mucha náusea.

          Obviamente no sé qué tramoyaron para cambiarse de mesa, porque me olvidé de decir que en esa bacanal cada cual tenía un lugar, una jaula de cobayo, que la desposada había elegido haciéndose la estratégica, ante la indiferencia viril del novio, que lo único que le importaba al respecto era que las viejas no estuvieran muy cerca de los parlantes porque si no no se iban a oír entre ellas.

          ¿Y vos podés creer que cuando empezó el baile, cuando se apagaron todas las luces, cuando encaramos lo que serían siete horas de desenfreno asqueroso de rito copular, ella lo agarró como a un pomo sin que le interesara nada ni nadie, y empezó a bailar como en un cabarulo mirándolo a él, que se hacía el tarado? Yo veía desde afuera de la turba esa que se desesperaba cada vez que llegaba una de Calamaro y me decía: “¿pero qué diferencia hay entre esto y la danza instintiva de las nutrias, cuando se alzan y van de acá para allá marcando círculos para dar a entender que viene el coito?” O sea, la Francisca aprovechaba los cambios de acordes para mover los hombros y mirarlo de cerca, y el Aniceto se hacía el que ya había bailado así un montón de veces con un montón de minas y se había terminado acostando con todas, y a ella toda esa mierda le encantaba. Entonces cada una hora y media figuraba que estaba cansada, como indica el decálogo mierdoso del couplé, y él la acompañaba a buscar algo tipo vino o capaz que champán, porque había de todo, y se sentaban por ahí no muy lejos de la porquería para que más o menos alguien los viera y hablaban boludeces mirando de reojo a ver si había alguno.

          Así hasta que terminó todo, sin nada que indicara que la cosa iría a cambiar, ni tampoco ellos esperaban que fuera distinto, porque viene así mandado por el mal llamado cerebro reptil. Me volví con la misma porquería que me había traído; serían las seis y media de la mañana pero la supuesta joda seguía con las luces apagadas y la música toda de temas distintos y horribles, y desde la ventanilla del auto en el que me llevaban, porque nunca supe ganarme un mango por no alternar con la porquería, desde la ventanilla del auto al final los vi abrazándose y chapando con tal prepotencia que se me revolvió el pollo a la no sé qué que había comido hacía seis horas, que encima con el ataque de hipo que tenía estaba sin digerir.

          El lunes siguiente todos los felicitaban, como si se hubieran recibido de algo, ay, los felicito chicos, pero esto no es de ahora, no me van a decir que no estaban saliendo de antes y no nos habían contado nada, decían las boludas, te juro que no, decía la Francisca y se callaba; y el Aniceto se reía y se equivocaba en todo lo que hacía y ella lo miraba, se reía y le tocaba el pelo haciéndole rulos con los dedos, Dios, por qué, por qué; y encima el contubernio de negados decía “los próximos me parece que ya sé quiénes van a ser, chicos avisen así vamos”, como si no les fueran a avisar a todos, como si a ellos no les gustara espectacularizar esa repetición ancestral de la manera más absurda, como si ese más de lo mismo no fuese en realidad la legitimación de sus universos limitados, dentro de los cuales son tan tiranos que ni siquiera permiten a los demás pensar de otra manera, o sea, pensar que todo eso es una gran mierda, si se los dicen se ofenden y los demás también se ofenden con vos, por ese tipo de solidaridades que funcionan solamente en contra de uno.

          Y cada tanto, en el transcurso de los días de sumisión, mientras se chupaban algún lápiz y con el aire filosófico de la solterona del tango soñando el paisaje de amor tras el ventanal, mientras pega la llovizna en el cristal, las estúpidas se preguntaban por la casada, por el novio al que siempre le decían ponele Ricardo y que ahora le decían “el marido”; “se fue con el marido a la loma del orto que se los pagó el padre”, pero “pobre”, decían, “yo cada vez que iba al baño estaba ella vomitando”. “Ay, sí –decía otra imbécil- se la pasó vomitando toda la fiesta”.

          “Y yo también”, pensaba. Yo también me la pasé vomitando toda la santa fiesta, quedate tranquila, claro que si te lo cuento no creo que te llegue a importar. Para que te importe tendría que venir otro Renacimiento y disiparse todo el oscurantismo y la medianía por obra de los efectos del auge, pero para que eso ocurra, todavía hay que seguir pagando un derecho de piso de mil años de mierda, mentira y sometimiento a lo vulgar, igual que en la Edad Media.