martes

Qué cosa soy yo

          Yo era un hombre bueno. Sinceramente, me convencí desde niño de que la verdad estaba en la palabra de los maestros, y en esa inteligencia vi el mundo bajo la óptica de los paradigmas perfectos. De tal modo, consideraba que era a los sabios a quien había que emular, a aquellos que habían aportado conocimiento y echado luz sobre la oscuridad –como enseñaban las metáforas escolares- y, a la inversa, que los colectiveros que puteaban y te mandaban “para atrás que hay lugar” cuando evidentemente no lo había, eran pobres tipos y no había que ser como ellos; que los que mentían a propósito eran viles y repugnantes; que las viejas que barrían las veredas y chusmeaban y querían saber más que cualquiera estaban hechas mierda por lo que ellas habían decidido ser esencialmente (es decir, por salirse de la buena esencia); que los delincuentes estaban enfermos; que el que escribía con faltas de ortografía era un descuidado que le importaba un carajo y que probablemente le importe un pito de muchas cosas, ya que desdeñaba la ciencia que es la verdad; que aquel que no pagaba las cuentas antes de su vencimiento era un especulador motivado por su propia mierda interna y que a alguien querría cagar; que el que no leía un libro en su vida era un ignorante genético merecedor de culpa.

          Resulta que, con el correr de los años, me fui desayunando lentamente con que todos esos botones de muestra son la cosa más corriente y abundante en la vida, y que la porquería que protagoniza esas mismas y otras costumbres horribles es la mayor parte de la porquería que existe; pero no el 51%, sino el muy trillado 99,9%. O sea, no es que yo sea un privilegiado o alguien que se cree a salvo; todo lo contrario; sin temor a quedar como un paranoico soy víctima de todos, porque son tantos, tantos, que es imposible revertir el asunto, es imposible que si las cosas son en la práctica de otra manera vos las logres ver en algún lado de la forma en que viven en el Mundo de las Ideas. Es imposible, te guste o no te guste, aunque seguro que vos, lector cualquiera, no vas a llegar al estadio en que te tenga que gustar o no gustar, porque todo esto para vos con toda seguridad debe pasar desapercibido.

          Durante mucho tiempo, incluso, pensé que el equivocado era yo, que tenía que vivir de otra manera. Por ejemplo, cuando alguien me hacía ver que la ley de la calle era mejor que cualquier otra cosa, yo me decía: “y, sí, me falta viveza, tengo que ser más zorro”, y entonces trataba de ser el Rey de las Pistas; pero como no me daba ni la sonrisa pretendidamente seductora ni el porte ni ninguna otra cosa, quedaba como el más imbécil, siempre, aunque pusiera empeño en ser de otra manera, todo lo cual significaba que mi naturaleza era otra, y así también lo veían los que despreciaban mi vocación (pero solamente como contraste, nada de sentir que ellos cultivaban el error), y acto seguido se regodeaban en su mierda de supervivencia a través del músculo, el aparato genital y la astucia animal.

          ¡Cuántas veces me sometí forzadamente a la escucha de “lecciones de vida” impartidas por tipos sin afeitarse porque no les interesaba honrar al Otro con un buen aspecto, o pensando en que lo que hacían lo hacían bien, por comerciantes inmundos que se desvivían por mil millones y también por cero coma cinco centavos, por autoritarios de Piso Doce para los cuales las cosas son como se las dicta su criterio desprovisto de higiene y no de otra manera, por tipos que siguen creyéndose que su experiencia es la única que hay que escuchar, o sea, que le dan universalidad a sus vidas individuales que encima no persiguen ninguna virtud, sino la satisfacción de sus intereses personales, como si fueran monos! ¡Cuántas veces me tomaron de palenque de legitimación de su mierda! ¡Y yo solamente, débil como soy, me quedaba deseando su muerte en silencio, porque no podía anular su influencia, su aliento, su "estar ahí" con nada!

          Para mí esa realidad de millones de individuos que encima hacen didáctica de sus elecciones decadentes es irreversible. La porquería, que no tiene piedad y todo lo juzga con el cristal de sus limitaciones, tampoco tiene salvación. Por eso, cada vez que voy por la calle estoy deseando llegar a mi casa, al refugio en donde viven como si nada las hubiera dañado aquellas ideas que diez empleados públicos raramente iluminados –es decir, mis diez maestros- me incorporaron, quizás domados por alguien que les imponía enseñar bien, o sea, que aunque lo hubieran hecho por obligación lo hicieron realmente bien. A veces hasta me dan ganas de llorar, solamente yendo por la calle.

          Creo que la única suerte que tuve en la vida fue haber tenido los maestros que tuve. Podrían haberme adoctrinado, en aquella época horrible, que no había que hablar con los negros ni con los gitanos, que no había que ser de izquierda, que no había que leer. Pero no, la Srta. P. nos llevaba al patio para que al redactar las composiciones nos inspiráramos con el rumor del viento entre las hojas de los árboles del cantero (metáfora escolar), nos inducía el empeño por el respeto de la coordinación de género y número entre el sujeto y el predicado (que pocos siguen, y así dicen, por ejemplo, “el resto de los pasajeros sólo sufrieron heridas leves” o “la mayoría de los desocupados son de clase media”); a la vez, el Profesor M. formaba equipos de resolución veloz de cálculos y nos hacía ver que el placer del descubrimiento de las soluciones aritméticas era en verdad más intenso que cualquier otro, porque nacía de la actividad mental puramente y se basaba en abstracciones, placer puro sin nada que tocar, comer, chupar, etc. Cuando las chicas comenzaron a tener sus primeras menstruaciones, nos explicaron que estábamos frente a un hecho trascendente, que nuestras infancias no morían, sino que se habían encumbrado y llegaban virtuosamente a un final pero del mismo modo que termina el monte Everest, con su impronta de contundencia y su vocación de centinela perpetuo de las acciones del adulto. Que sí, sí, te podés empezar a tocar, pero que el toqueteo más libidinoso no significaba nada al lado de las esencias que podía desgranar Platero y Yo o a las naderías de los Ejercicios Combinados, y que si en la vida empezabas a darle más bola a esas taradeces del cuerpo olvidándote del cerebro y de la búsqueda de lo trascendente, ibas a ser un pobre tipo, como terminaron siendo ellos, pero por razones inversas, en la consideración de la horda.

          Yo, de todos modos, los defraudé, como dice Borges (ya al poner “naderías” se habrán dado cuenta de que me venía el Viejo). No hay un puto tipo al que yo le pueda hacer entender estas cosas, nadie. Claudiqué como no claudicaron mis maestros, los que me dijeron que no había que claudicar. A cada uno de los que componen la porquería ya ni les hablo: los miro, y también me voy a cansar de mirarlos, porque tampoco sirve para un carajo, no intimida, no atemoriza, no indica, no sirve. Por ejemplo, pasa un auto por una esquina que estoy queriendo cruzar y ya sé positivamente que el imbécil que maneja va a querer doblar antes de que yo me proponga iniciar el cruce de una vereda a la otra; entonces avanzo un poco para escuchar que el primate, al que todos respetan como un tipo “normal”, acelera mientras dobla, para pasar primero que yo; y ahí nomás lo miro, y ya veo que tiene anteojos de sol y que maneja fumando, y que además tiene puesta una remera de levantar minas vulgares y un jean desde el que se le notan las bolas, y me da tanto asco; y a la vez pienso que no tengo un mango porque no quiero ser así, y que tampoco me sirve nada de lo que sé, porque no lo puedo compartir con nadie porque a nadie le importa un carajo, todos quieren ir en auto y pasar antes que yo y vestirse como para que una imbécil se los quiera levantar. De última, el clímax debe ser lo mismo para todos, brutos, imbéciles, doñas rosas y consagrados, con lo cual a los jugos corporales tampoco le importan el intelecto o el Hombre en sentido ideal.

          Entonces, ya ubicado en el campo infértil de la derrota, pienso que el hecho de considerar que esos idiotas son pobres tipos tiene que ver con mi debilidad más que con lo que me hayan dicho los maestros, una debilidad impotente al estilo de la zorra cuando no podía alcanzar las uvas (“no las puedo comer, no están maduras”), un mecanismo de racionalización de cuarta para hacer más tolerable toda la mierda que me rodea.

          Y a veces me parece que soy yo solo el que sigue haciendo la guardia de la infancia, mientras todos los demás se ahogaron en semen, flujo vaginal y cuentas corrientes, sin un puto libro que los aleccione acerca de esa otra cosa que olvidaron y que era tan importante, el placer de la aprehensión de las esencias. No puedo creer que hayan sido compañeros míos, compañeros de esa chica que se había enamorado de mí y que, cuando se me ocurrió decir que yo era novio de otra, me llamó aparte y me dijo: “Quiero ser amiga tuya toda la vida”, y me regaló una plancha de “stickers” de autos antiguos como recuerdo de nuestro paso por la primaria, solamente a mí, que me quería con ganas de querer esencial. Obviamente no la vi nunca más, creo que se fue a Santiago del Estero, porque también me pasa que toda la gente que sirve se va, llevada por alguna debilidad.

          Por todo eso digo que era un hombre bueno. Porque abandoné la prédica en el desierto; y además no creo que sea de hombre bueno estar convencido de que todos los demás son una mierda, una reverenda mierda, que la madera con la que están hechos no da más que para hacer escarbadientes, que solamente son útiles para agarrarse a algo que les dé placer de alguna manera, y cuando lo que están haciendo no les da placer (por más que sea la obligación más jodida e importante de la Galaxia) largan todo y putean al que les hace saber que ese comportamiento es de dejado hijo de mil puta, y que con esa actitud lo que se va construyendo día a día es algo tan basura que hace –con razón- que la erosión de los acantilados o la temperatura de Plutón sean más importantes que toda la historia de la Humanidad, es decir, la suma de las historias individuales de cada uno de estos inservibles, hombres con ansias de ameba o de nutria, que son casi todos.

          Y toda esa realidad inmunda desemboca en que hoy, dada mi circunstancia de adulto que persigue la verdad en todas las cosas, dada mi vocación de sentarme frente al prójimo sin ninguna intención de obtener ninguna ventaja más que una linda conversación, dada mi postura inofensiva respecto de toda la parafernalia de mierda interesada que construyen los demás, a la vista de ese llano e inservible 99,9%, yo resulto un tipo que no hizo nada ni va a llegar a nada, un tipo que habla pero que no hace un carajo, un tipo que habla porque tiene la panza llena; es decir, claramente un pelotudo, y como tampoco cultivan ningún tipo de escrúpulos, me lo hacen sentir invariablemente todos los días, a veces incluso diciéndomelo directamente, porque son así de mierda.