domingo

Muchas veces cuando como

          Yo nunca quise estar solo, pero ha sido tanta la insistencia de la porquería que mi cerviz orgullosa doblé. Me entregué luego de batallar de mil formas y de perder todas y cada una de las batallas, exhibiendo el cuello a la risa legitimada del ejecutor, incluso sin que siquiera se me haya reconocido la dignidad del que pelea por lo que cree. Contra la mediocridad de la inmensa multitud de vivientes somáticos no se puede: no puede la “mitad sana”, no puede un puñado de elegidos y mucho menos puede la sola voluntad individual, por más que venga impulsada por la elevación más intensa del espíritu. En el campo de los hechos, el líder no será juzgado por su iluminación o sus condiciones intrínsecas, sino por los beneficios o perjuicios concretos que prodigue a la carnalidad exaltada: si con las “reformas” ganan plata lo aplaudirán, y si no, buscarán la manera de echarlo a patadas, como ha sucedido tantas veces. ¿A quién le importa hoy en día la presidencia de Marcelo Torcuato de Alvear, que se extendió desde 1922 hasta 1928 y que aportó nunca hasta hoy resucitadas construcciones culturales en todas las ramas del arte? Todo el mundo recuerda a Perón, el dador gratuito de cosas a los obreros, el último carismático de Latinoamérica cuya sola invocación produjo tantas muertes que los hipotéticos descendientes de esos tristes difuntos alcanzarían hoy para mandar a poblar con éxito las Malvinas y conquistarlas para siempre y por las buenas, cosa que a ningún gobierno le dio las bolas de hacer.

          Pero no es de política que quiero hablar, sino de las neo-realistas consecuencias de mi cíclica soledad. La ausencia del Otro me puede todas las veces, porque entre los miles de rostros afectados por el devenir desviado del plan de Dios no encuentro un puto prójimo. Tanto valdría buscar en la batea de tres por diez pesos de Pompeya a ver si se coló algún Armani: no hay, no busque porque no hay. Hay lo que hay: hay mierda, hay minas culeadísimas, hay firmadores de cheques, hay mentirosos –todos-, hay gritadores de estupideces, hay cogedores compulsivos o televisivos –monos de ciudad, monos de campo-, hay autoritarios de quinto hache, hay asesinos al volante, hay boludos, hay intelectuales subidos a la cresta de la ola de la ficción, hay despiadados con cualquier cosa débil, hay nenes llorando por todos lados o rompiendo sistemáticamente las pelotas, hay cagones, hay pizzeros, cocacoleros, embarazadas satisfechas, porquería que espera la hora de salida, porquería que espera que la llamen para entrar, porquería que llora para entrar y después caga a alguien de adentro, hay gansos que jugaron a la felicidad mientras Bucay se llenaba de guita, hay místicos de luz en el fondo del túnel, hay vendedores de pirulines y de nada más que pirulines y no los saqués de los pirulines, hay empleados, hay boludos contentos, hay porquería tan aparentemente buena que sólo se justifica su bondad como tributaria de su pelotudez. Es decir, no hay.

          La trascendencia, ciega en el presente y despojada hoy de porvenir por la tozudez de la porquería, no tiene más alternativa que ir y venir por el tiempo buscando un hueco en el que clavar su raíz prestigiosa, pero todos los huecos están en el pasado remoto y ahí se instala como una gorda a la que le cediste el asiento por educación fingida; y así ahora con alguna claridad podemos ver las consecuencias de ese desajuste, que consisten en tener que acordarnos de más o menos treinta tipos que algo hicieron, algo que jamás harán ni los que conocemos ni los que conoceremos; ni tampoco nos importa. Pero a nadie tampoco le importa un pito pasar a la historia, razón por la cual esos arquetipos no son seguidos por nadie, salvo un par a los que todos catalogan de locos y condenan al ostracismo, porque son así de vagos y de mierda.

          En esa barahúnda de caminos cerrados me hallo todos los días, sintiéndome solo sin remedio frente a cualquiera. Cabe aclarar que tampoco encajo en los cánones de belleza deseable ni tampoco tengo un mango, razones ambas que me echan sin más a la fosa común en la que el vulgo sepulta a los que no nacieron para el Puente de Avignon, lugar en el que todos bailan y yo también. Mucho más en mi imperdonable caso, que consiste precisamente en haberme bajado de ese puente. Sí, yo me bajé del Puente de Avignon, y eso la porquería no me lo va a perdonar jamás: en el mejor de los casos, y superada la etapa del desprecio, se limitará a imaginar que estoy en la Arcadia, en pelotas y haciendo lo que quiero, pero con la conciencia plena de que todos los “Arcades” son todos unos tarados (dirán, filosofando estilo Tinelli o hablando como dormidos o como borderlines: “yo no quiero para mis hijos que tengan que andar desnudos por ahí, en todo caso cuando sean grandes que elijan, pero si es por MÍ... no”).

          La cosa, sin embargo, revierte un poco muchas veces cuando como. Porque ahí incorporo el Universo en forma concreta. No me meto dentro de nadie –como cuando cogemos-, no hurgo en la Humanidad al pedo –pues no aparecerá el Armani en la batea de oferta-; solamente tomo la pitanza y me la meto en la boca y la mastico. Pero ahí viene la cuestión temible y mística: cada paladeo acciona secretos mecanismos que activan de algún modo mi sobredimensionada esfera afectiva, llevándome con lentitud pero con contundencia a la irrefutable certidumbre de que ese placer de comer es tan mío y tan único que constituye la prueba más acabada de que estoy enteramente solo. Mi ruta del disfrute se desanda nada más que comiendo, porque no puedo gozar del encuentro con el prójimo, porque no hay prójimo. No puedo incorporar al Otro, porque el Otro no quiso ser más Otro y se transformó en otra cosa, en monstruo que repite, en garantía de decadencia, en porquería, y lo que incorporo con el resto de los sentidos –por ejemplo, con la visión-, es nada más que más de lo mismo: la confirmación de la inexistencia del entorno virtuoso. Entonces me entran deseos de llorar mucho y de comerme también las lágrimas, mientras como lo que estoy comiendo.

          Así me sucedió recién. Venía de clavarme tres panchos caseros, de esos de salchicha gruesa revestida en piel, tipo alemana. Les mezclé salsa barbacoa de Dánica y una mayonesa barata, y previamente tosté el pan en una asadera que tenía grasa de tiempos precámbricos, material que quedó incorporado en vetas dionisíacas a las paredes amarronadas de La Salteña Pan de Viena. Después quise algo dulce y salí por ahí a buscar pochoclo de carrito, sorteando el efecto marea de cuando salís de tu casa y te tenés que enfrentar a la mierda. Pero no había ningún vendedor de pochoclo y entonces ya que estaba entré a un locutorio a levantar los mails. Chatié con alguien a quien le corté la conversación de golpe por la inusual densidad de imbecilidades y abreviaturas que despedía, y cuando me dispuse a pagar el gasto frente a la mujer del locutorio los vi. Mil, dos mil caramelos de goma de eucalipto, prismas triangulares idénticos llovidos de granos de azúcar y tocados de esplendor. La que atendía, adormecida desde que terminó la primaria y rodeada de atributos de supermercado mayorista, ni siquiera sospechaba el aura irradiada por el balón hermoso en el que se agolpaban las delicias, cuánto están, son de eucalipto en serio, quince centavos, dame quince pesos, ¿eh?, que si no me podés dar quince pesos de caramelos de eucalipto. Por supuesto que me puso cara de ortísimo, primero porque le costó darse cuenta de que quince pesos significaban en su fenicia relación nada menos que cien gomitas; y segundo porque no sólo tuvo que hacer quince pesos dividido quince centavos (o sea, categoría versus sub-categoría), sino que ahora tenía que contar hasta cien de uno en uno. “No, no te voy a llevar forros, tarada”, pensaba yo; “quiero cien gomitas de eucalipto, que son mejor”. Y te vas a la putísima madre que te parió.

          Casi se va a buscar una bolsa de basura para que entraran. Cuando iba por el treinta y siete, abiertamente sacada –porque soy gordo, soy feo y soy débil y estaba frente a ella- me dijo “no sé si hay”. Yo no le contesté. Seguramente no se pondría así frente a su bebé cagado. Por dentro deseaba su muerte y la del crío. Al final me entregó el despropósito que se me ocurrió, todo verde y manchado de azúcar por todos lados, a la voz de “diecisiete con cincuenta”, habiendo sumado horriblemente quince de gomitas y dos con cincuenta de Internet, mientras uno que desde la vereda venía gritando “párliamen” también me puteaba en silencio más o menos desde el setenta y uno.

          Ya despojado de vergüenza, caí en la cuenta de que mi único acercamiento al goce, la única plenitud que me había sido deparada para siempre –un trueque aleve al estilo Fausto, una hijadeputada tipo Shylock- era aquella concreta dulzura y nunca jamás otra de distinta naturaleza. De a dos, de a tres; probé de a cinco también: mi boca se enardeció de eucalipto, como si todos los bosques de la Arcadia se me metieran amablemente y sin dolor en la humanidad castigada por las culpas de los demás, por las costumbres de los demás, por la tiranía glacial de los demás. Masticaba sonriendo, matando mis ambiciones imposibles –la imposibilidad de la metáfora, la imposibilidad del Otro- en la viscosidad de la gelatina húmeda, sintiendo una nueva oleada de redención, placiendo. Entonces pasó lo que pasó, el silogismo perfecto, la petite mort. Si aquella era la única fuente de placer, lo era –en tanto única y distinta- en prescindencia del prójimo, ergo, estoy solo. Y quise llorar y no pude, porque también se llora para. Hice fuerza, mientras me introducía porciones plurales de gomitas, los dedos invadidos de azúcar, la boca azucarada. Cruzaba las calles queriendo llorar entre los eucaliptos, pero no.

          Porque hasta el niño que fui me acababa de robar los caramelos comiéndoselos, y lo que ahora soy no llora. Habla, dice pavadas, quiere cagarse en todo, pero no llora, porque no hay de qué –ya que si es irreversible es como si hubiera sido así siempre- y, además, como ya dije, tampoco hay para quién.