lunes

Creo que me equivoqué (I)

          Te voy a contar mi historia, aunque ya sé que a la larga me vas a decir que hay peores y que yo sufro de nada y que sin ir más lejos lo que te pasó a vos fue peor. Tengo un padre psicópata grave, cuya madre es psicópata grave, hija a su vez de un psicópata muy grave, un tipo que era inmigrante y se hizo pasar por judío para que le dieran una fracción de tierra en Santa Fe hace unos cien años. Como la víctima con la que un psicópata se ensaña más suele ser otro psicópata, mi abuela (o sea la mamá de mi papá) lo mandó a la mierda por un millón de cosas que le hizo, lo dejó todo y, ya con dos hijos, se fue a la Gran Ciudad a llevar una nueva vida. Era la década de 1940 y Perón enamoraba a todos: vos para la década del ’80 abrías el armario en la casa de mi abuela y aparecía la foto del General del brazo con Evita.

          En resumen, y para no ahondar en detalles de hace tantas décadas, mi abuela victimizó principalmente a dos personas: una fue mi padre (a quien por razones que sería muy largo contar acá le hizo pagar las culpas del exilio, ya que era el primogénito) y la otra fue mi abuelo, es decir, su marido, que no era un psicópata pero era un bohemio, y así una vez por ejemplo se fue no sé cuántos años a Miramar, abandonando a todos. Con decirte que mi abuela se puso la familia al hombro según se dice ahora y cosía, criaba gallinas para venderlas, cagaba a palos a los hijos, juntaba pesito tras pesito, los escondía para que mi abuelo no se los jugara a la quiniela, limpiaba casas ajenas, etc., una mierda. En su puta vida le hizo una muestra de cariño a mi papá, que así fue construyendo su psicopatía -en razón de que su esfera afectiva, con un padre que además de bohemio y abandonante era alcohólico y una madre más dura que el granito que le hacía doler cuando lo peinaba y no le hacía una puta caricia, su esfera afectiva vino siendo menos cultivada que un potrero de Palestina desde el mismo momento de su concepción-.

          Mi papá se peleó un millón de veces con mi abuela, porque tenía los mismos huevos que ella y entonces le reclamaba afecto peleándose. Y mi abuela le daba afecto llenándolo de comida y exigiéndole (según él) el sobre completo con el sueldo, que ya empezó a cobrar tipo a los once años porque mi abuela según esta versión epopéyica (propia del discurso psicopático), lo mandaba a trabajar forzosamente porque si no nadie comía, o sea que para mi papá él empezó a mantener la casa desde los once años. Por eso cuando conoció a mi mamá tardó siete años en casarse, cosa que antes no se hacía. Ya constituido como psicópata grave, mi papá no sufría ninguna culpa de todas las que le echaba mi abuela día a día (no hay que dejar de tener en cuenta que mi abuela veía y sigue viendo en mi padre a un reflejo del suyo: para mi abuela su padre era un hijo de puta y su hijo lamentablemente le había “salido así”, lo que nunca va a saber es que los tres sufren de la misma alteración psíquica y por eso se ven como objeto de sus actitudes psicopáticas, salvo mi papá con su abuelo, con quien se alió para matar a su madre, metafóricamente hablando). Mi viejo, además, tiene una contextura física privilegiada (como también se da en muchos psicópatas), una inteligencia muy desarrollada y un ámbito volitivo desproporcionadamente hipertrofiado: entonces, como es típico de su sintomatología, construía y destruía todo el tiempo. Por ejemplo, se compró un terreno y lo desmontó y construyó una casa entera; trabajaba acarreando muebles de lunes a sábados (muebles que él vendía por su cuenta) y los domingos se iba a hacer la casa, y mientras tanto en nuestra casa (bueno, a mi padre le sigue gustando decir que es nada más que de él) por lo menos durante veinte años había que pisar arena porque por ahí te levantabas a las siete de la mañana con los martillazos de que mi viejo había tirado una pared entera para construir otra y revestirla de madera que él cortaba, previo hacer toda una instalación eléctrica adentro de la pared nueva, porque supuestamente los caños de la pared vieja estaban todos podridos y un día “tu madre” se va a electrocutar, decía el culpógeno hijo de mil puta vestido con un overol lleno de portland y con la cara cubierta de polvo de escombro.

          Mi madre es un caso aparte. El papá de ella no tenía las tremendas carencias afectivas del de su marido, pero no estaba muy lejos. Hijo de un inmigrante italiano iletrado que lo hizo trabajar de albañil antes de los diez años, llegó hasta cuarto grado y habló toda la vida (hasta los 64 años en que murió del corazón, reventado de laburar como un caballo de calesita) con un cocoliche mejorado, a pesar de que él sí era argentino. El tipo también tenía un insoportable vigor enfermizo que lo llevó a instalar una ¡fundición de bronce en el jardín de la casa! O sea que nunca más jardín y para siempre olor a incendio, olor a fierro derretido; las manos de mi abuelo no podían acariciar porque estaban hechas mierda, así que a mi mamá tampoco la acariciaron, porque mi abuela materna padece de una abulia abismal que le impide manifestar cualquier cosa, sea placer, dolor, hambre, asombro, etc. Creo que antes de tener que decir "tengo miedo" elige mearse encima y no contárselo a nadie. Para colmo, unos parientes de no sé dónde a quienes los habían echado de la casa por no pagar el alquiler, le pidieron prestada por tres meses a mi abuelo una habitación de la suya, hasta pasar la tormenta; pero dicha tormenta terminó durando ¡catorce años!, muy pasada la adolescencia de mi vieja, a quien decían que un día iba a volver con el bombo y esas cosas. Además mis abuelos maternos eran bastante sucios: mi mamá siempre se quejaba llorando de que la mamá no le compraba bombachas y que ella tenía que ahorrar moneda sobre moneda y limpiarse ella las dos o tres que tenía, y que cada vez que venía de la calle con una bombacha nueva los “vecinitos” parientes murmuraban que a alguien seguramente se la quería mostrar.

          O sea que se las querría mostrar a mi papá, porque mi mamá lo conoció a los quince años. Te imaginás lo que fue para mi vieja que alguien la quisiera (lo mismo que es hoy para mí que alguien me quiera, no sabés cómo lo vivo), y lo que fue para mi papá que una mina se le entregara devotamente, con la caricia que la madre no le había dado nunca, pero apreciada ahora solamente desde el punto de vista sexual. Este año se cumplen cincuenta años de que se conocieron y yo jamás escuché que mi vieja le dijera que no a mi papá, salvo que mi papá dijera antes que no, entonces mi vieja repetía (y sigue repitiendo): “no”. Fácil es deducir que para mi mamá fue y es mucho más importante el vínculo con mi papá que el vínculo con los hijos, como debería ser normalmente. Esto también es parte de su patología.

          Y ahí es donde vengo yo. Resulta que vengo a ser el primero de los nietos de mi abuela la mamá de mi papá, que es la que más importa en esta historia. O sea, soy el que inicia la nueva generación. Yo, fruto de ancestros con la esfera afectiva recortada, debería padecer de la misma psicopatía que mi abuelo paterno, mi abuelo materno, mis abuelas y mi padre. Pero no, La verdad es que tengo una esfera afectiva sobredimensionada, una inteligencia algo más de lo normal y una esfera volitiva decididamente menor a las otras dos. El destino negro de esta combinación explosiva (vago, llorón y con labia) se potenció el mismo día de mi nacimiento, en que mi abuela paterna comenzó a manifestar por mí el cariño que jamás le dio a mi padre. O sea, la primera vez que mi papá percibió a su madre como “madre afectiva” fue cuando yo nací, y hasta capaz que la vieja lo hizo para joder a mi papá, es decir, al viejo de ella. Y como es una psicópata grave, lo hizo durante muchísimos años, diciendo a los cuatro vientos que yo era su “nieto preferido”.

          Te imaginás la revolución psicogenética de mi papá. Durante todo lo que siguió de su vida, a la par de tirar paredes y reconstruirlas, de romper lo que no estaba roto, arreglar lo que rompía y destruir lo que arreglaba, hizo lo mismo pero conmigo. Como yo le había arrebatado su amor esencial, comenzó a apreciarme como una especie de ladrón de lo que nunca tuvo; y como esta apreciación la realizó solamente con su parte intelectiva y su enorme voluntad de King Kong deforestador de selvas y desprovisto de miedo (fijate que se le animó al Empire State), es decir, sin nada de afecto o con el poco que tenía, no dudó en reaccionar como reaccionaría un tipo inteligente con una voluntad de hierro que no siente culpa de sus propias actitudes ni del eventual daño que provoque. Así es que, desde mi más tierna edad, me denigró de todas las formas posibles, a salvo las delictivas, ante el silencio de mi mamá. No te voy a dar ejemplos, pero para resumir y que no suene tan terrible te cuento que me enseñó con minuciosidad, paciencia y trabajo de días y años que yo no tenía ninguna capacidad que “sirviera”, que las capacidades que yo tenía (leer, razonar, charlar, escribir, concentrarme, hallar soluciones a problemas de razonamientos, tocar instrumentos musicales, jugar al tenis, enseñar, explicar simplificando los fenómenos complejos en partes simples, adquirir vocabulario cada vez más crecientemente, conocer los fenómenos del universo, hacer especulaciones filosóficas, aprehender las esencias, aprender idiomas, resolver ejercicios matemáticos complejos, imitar personajes famosos, cantar, ganar en los juegos de mesa siguiendo las reglas y sin acudir a ardides, enfrentarme ingenuo a cualquier relación humana) eran todas de vagos cagatintas que no hacían un carajo, y que por eso yo estaba condenado a que me “comieran los piojos”, que yo “no estaba para las grandes cosas”, que yo era un “vago de mierda” y todas cosas por el estilo. Cuando pasé a la adolescencia, él preguntaba a los gritos qué carajo estaba haciendo yo en el baño, nada más que para humillarme. Mi inmóvil madre contestaba "No sé". Cuando se dio cuenta de que tenía condiciones para tocar el piano, me compró un piano y me mandó a estudiar, pero mientras yo practicaba los ejercicios ponele de Czerny, las escalas de sol menor y si bemol mayor una y otra vez, él también pasaba una y otra vez pero con carretillas llenas de escombros, producto de alguna construcción o destrucción, y me miraba con gesto de reivindicación, tipo “hijo de puta, yo te compro un piano y vos no me ayudás con los escombros”, pero cómo iba a cargar escombros si después no podía tocar el piano. A los parientes les decía que yo “ejecutaba la fría página del pentagrama”, a pesar de que me sacaba 10 en todos los exámenes, además de sacarme 10 en todas las materias del primario y del secundario. De más está decir que abandoné piano, ¿no?

          También había otras formas de humillación y de opacamiento de mis capacidades. Por ejemplo, no me daba un mango nunca, no porque no tuviera, sino porque claramente y a la vista de todos me decía que no me lo merecía; o cuando me daba había que agradecerlo como si fuera un sacerdote franciscano que se encontró una sandía enorme y con eso come tres meses entre rezo y rezo y se flagela la espalda con un látigo de siete puntas. Mi viejo había sido pobre pero él, gracias a su inquebrantable psicopatía neurótica obsesiva y libre de culpas, había hecho guita. Vivíamos en una casa enorme, pero no se podía jugar porque a la tarde dormía la siesta, o se ensuciaba todo lo que “tu madre con el sacrificio de que nadie la ayuda limpió para vos y para tus hermanos”. Porque, a pesar de que tenía plata, pagaba solamente una mujer para que viniera a limpiar una vez por semana la casa multidimensional y elefantiásica una mañana; el resto lo hacía todo mi vieja y con gusto, porque se lo decía mi papá.

          Por otra parte, había que agradecer todo. Pero todo es no solamente “gracias”, sino “gracias papá por el dulce”, “gracias por la manteca”, “gracias papá por traernos a comer”, “gracias por las vacaciones, papá”, “te agradezco que me hagas estudiar, papá” y así. Yo desde chico me rebelé a todas esas cosas, y ahí firmé mi sentencia de muerte, porque además mi viejo es un líder carismático y todo el mundo lo sigue, convencido de que lo que él dice es verdad. Por eso tal vez tengo tanta inclinación a mortificarme con lo que les pasó a los judíos en Alemania y tanto asco y miedo por toda clase de autoritarismo. Entonces yo me rebelaba y mi mamá ahí sí reaccionaba: se ponía a hablar sin parar dando razones de por qué mi papá era lo mejor que hay, como una autómata adoctrinada por el Kremlin, como una monja medieval, recitaba el decálogo de su devoción hacia el psicópata una y otra vez, “no te das cuenta de que las sábanas son de él, la comida que comiste recién es de él, los cubiertos son de él, esta casa es de él... tendrías que estar agradecido por todo eso, desde la miga del pan hasta las vacaciones, el auto” entonces yo le decía “bueno, mamá, pará” y ella llorando seguía: “el auto, la casa rodante, tenés cortinas en las puertas, tenés una habitación para vos y para tu hermano, tenés un living, una casa quinta que la hizo tu padre, y ¿sabés lo que él me dice cuando todos ustedes están durmiendo, después de cenar, bien comidos, sabés qué me dice? Me dice yo no quiero nada, todo es para ellos, me dice....” y lloraba creyéndose todo eso, y yo también entonces me largaba a llorar, tanto a los seis años como a los diez, a los trece, a los veinte, a los veinticinco. Sentarse a la mesa, con él en la cabecera, era garantía de que algún despelote iba a haber. Quiero aclarar que toda la supuesta guita que juntó se la está gastando ahora en viajar por el mundo con mi madre, la única persona que lo aguantó sin chistar. Bah, no es la única, hay una más, pero eso lo voy a contar más adelante.

          A mi vieja le gustaba, y le sigue gustando, esa sumisión, porque es un código de ese afecto que jamás habían tenido antes y porque la víctima del psicópata és también su "complementario", como dicen los psicólogos. La víctima "complementa" el impulso psicopático dejándose psicopatear (por ejemplo, dejándose humillar cuando el psicópata quiere humillarla), y esto también es producto de una patología: andá a saber si mi mamá no estará repitiendo esa invasión del jardín de su infancia, en el que en el lugar de las flores, las mariposas y algún perro simpático y travieso el hombre había encasquetado un horno de fundición que trabajaba día y noche quemándolo todo, y ella ahora lo repetía aceptando incondicionalmente la acción perversa de un tipo que también trabajaba día y noche y que le licuaba con el fuego de un aparente cariño la personalidad y el alma, y con ellas su autodeterminación. O quizás, como mi viejo es un psicópata carismático y ella es mujer, le encantaría ser sometida por alguien con tanta fuerza. Si algún día iban al cine, al día siguiente comentaban la película en la mesa, pero el estilo discursivo lo imponía mi papá. Por ejemplo, mi viejo decía “entonces él urde una trama para vengarse”. A los dos días vos veías que mi vieja recibía a mi abuela que venía de visita y decía: “No sabe la película que vimos el otro día con su hijo (y la contaba, y cuando llegaba a la parte en que mi papá había dicho “entonces él urde una trama para vengarse” mi vieja decía:) “claro, entonces él agarra... y urde una trama para vengarse”, y mi abuela no entendía nada, aunque estaba igualmente subyugada por la historia, porque mi mamá hablaba subyugada porque la había a su vez subyugado mi viejo cuando se la contó, a pesar de que la habían visto juntos. O sea, de la salida al cine a mi mamá le había gustado mucho más el hecho de salir al cine con mi papá, y la historia de la película la vivía plenamente recién cuando al otro día mi papá se la contaba, como si ella no hubiera ido con él.

          Otra cosa que pasaba era que mi papá la podía hacer llorar a mi mamá como quería, por diversión. El método que él usaba era una pavada: contar hasta tres. Decía “Mirá: uno... dos... tres... “ y chasqueaba los dedos. Entonces mi mamá lloraba. Cuando le conté esto a la psicóloga, la mina se entró a cagar de risa. “¡No puede ser!” me decía, creyendo que era una fantasía, un delirio producto de las múltiples patologías que me generó esa familia disfuncional. Yo le decía “no te rías, para mí es terrible” y ella me contestaba “ya lo creo, pero tenés que ver que es un juego entre personas enfermas”. Sí, pero mirá qué justo, eran mi papá y mi mamá. Y yo me enojaba con los dos cuando pasaba eso: mi viejo me decía que no me metiera y mi mamá, llorando, me decía “no te metás en las cosas que son de tu padre y mía”.

          Ya se hizo muy largo, así que voy a continuar en el próximo, dentro de uno o dos días, y ahí vas a ver por qué esto se llama "creo que me equivoqué".