martes

Creo que me equivoqué (II)

          Como se puede apreciar, mi padre construía un espacio TOTAL, fuera del cual no había nada. Producto de su psicopatía era también su autoritarismo, y entonces todo disenso importaba una “aparición” en ese mundo homogéneo, aparición que debía “desaparecerse” en seguida, bajo pena de continuación del conflicto hasta que tu propia alma se retorciera de culpa. Pero ojo, vos podías no estar de acuerdo en algo que era realmente una pavada y el tipo ya se ponía loco. Y yo también me ponía loco, pero porque todos los demás (por caso, mi madre muda, mi hermano y mi hermana) o se quedaban callados o avalaban lo que decía mi viejo, por más que fuera la mentira más absurda. Por ejemplo, un día nos pusimos a discutir sobre lo que significaba la palabra “guion” y la palabra “argumento”. Mi viejo, que había encontrado otra ocasión para mortificarme, empezó a decir que era lo mismo, sabiendo no sólo que no quería decir lo mismo, sino además que lo que él dijera iba a ser considerado verdad, aunque fuera mentira, y que como yo iba a decir otra cosa, iba a quedar como un loco que decía CUALQUIER COSA y que no había que escucharme, que tenía problemas mentales. Yo le decía: “no, mirá, papá, el guion es esto y el argumento es esto otro; el guion contiene al argumento”. Pero mi papá seguía diciendo que eran lo mismo, que yo complicaba las cosas al pedo producto de mi cerebro retorcido. “No, papá”, insistía yo, “hay diferencias entre ambos conceptos. Vamos a buscar en la enciclopedia”. “Andá vos -decía el psicópata- porque es lo mismo y yo no voy a ir al pedo hasta allá” y ahí le pedía un pedazo de queso a mi mamá, que no opinaba y se levantaba a buscar el queso que mi papá comía de postre. Yo entonces traía dos tomos de la enciclopedia: el Tomo I que tenía la voz “argumento” y el tomo creo que V o VI que tenía “guion”. Y ahí nomás me ponía a leer. Mientras yo leía mi papá subía el volumen del televisor o le decía algo a mi mamá y mi mamá le contestaba. “Eh, pará, respetá que estoy leyendo”. “Leé para vos” decía el hijo de puta, y ahí me agarraba una angustia terrible, porque ya me daba cuenta de que jamás me iba a dar la razón, y que tanto la razón como la verdad eran categorías que él construía con la anuencia obligada de los demás, principalmente de la muda. Bueno, resultó ser que justo en la palabra “guion” el artículo traía la diferencia con el “argumento”, y ahí lo leí en voz alta, mientras mi viejo ponía cara de que no lo estaba dejando escuchar la televisión. Y yo como un tarado de catorce o quince años me empeñaba en tratar de que se consolide una posición que no le importaba a nadie. Mi hermano se iba por ahí, terminaba de comer, se aguantaba un eructo y se iba, y mi hermana se levantaba de la mesa y mientras yo estaba leyendo ella también decía “chau”, y luego, mientras yo seguía leyendo, le contestaban, sobre todo mi viejo y en voz altísima: “Chau querida, cerrá la puerta y no hagas ruido mañana cuando te levantes que tu madre tiene que descansar”. Mi mamá simplemente “estaba”, sin decir nada, y miraba el televisor con cara de vaca que ve pasar los autos de la ruta. Yo decía “¿me escuchás?” empeñado en que “guión” no era lo mismo que “argumento”, mientras mi viejo se tiraba agresivamente pedazos de queso en la boca como si fuera un orangután y me daba a entender que quería escuchar lo que decía Pérez Loiseau. Entonces yo leía, por sobre o debajo de la música de las propagandas, que es donde se sube más el volumen: “Suele confundirse el guion cinematográfico o teatral con el argumento, que es la trama en virtud de la cual se elabora el libro y luego el guion, pieza que consta de diversas indicaciones de escenografía, movimientos de personajes y otras acotaciones de valor para la representación de la obra”. Y ahí él me decía: “¡Ja! ¡Ahí tenés! ¡Te maté! La enciclopedia dice lo que dije yo.” Y yo le contestaba “¡Pero no! ¿No ves que dice todo lo contrario?” “Basta –decía él- no me rompás más las pelotas y guardá la enciclopedia donde estaba”. Yo me enfurecía, le preguntaba a mi vieja cuál era su opinión al respecto y me decía “no sé, pienso que si tu padre piensa que es así, debe ser así”. “No, no, mamá –decía yo- VOS qué pensás, no papá, o sea decime si el libro dice lo que dije yo textualmente o lo que papá dice que dice” y ahí mi viejo gruñía, frunciendo agresivamente el ceño: “Mmmmmmmmm basta querido, basta, andá a guardar la enciclopedia, andá”, “No, no, porque ahora quedo como un loco yo”, y entonces mi papá le preguntaba a mi mamá en voz más baja: “¿el derecho o el izquierdo?”, que todos sabíamos que significaba de cuál de los dos testículos había salido el polvo al pedo que se había echado cuando me engendró a mí, porque en una discusión anterior me lo dio a elegir a mí así en esos términos. O sea, fijate que en todo esto mi viejo ponía en tela de juicio mi capacidad de leer, porque decía que ahí no estaba escrito eso que yo estaba leyendo, yo que tenía 10 en todo, y los demás o no les importaba o le daban la razón. Es decir que se creaba una “para-realidad” que en la percepción alocada que reinaba era la realidad misma, y la realidad “real” era en ese dibujo mi locura, y mi descripción de esa realidad “real” me calificaba como a un loco. Y todo esto es nada más que una de las millones, una que me acuerdo ahora, pero hay mucho más crueles, que por algo (quizás por defensa personas) no logro que suban al conciente.

          Ahora que lo traigo, el asunto de la locura era también un tópico especial. Porque mi viejo, que decía que había estudiado hasta tercer año de medicina y que no pudo seguir porque su madre lo obligaba a trabajar debido a las deudas que contraía su padre que se iba a jugar con amigos y a emborracharse, mi padre desde que yo tenía cuatro años me diagnosticó una esquizofrenia paranoica. Desde los cuatro años. Todo vino de una vez que yo me quería quedar a dormir en la casa de mi abuela -la que decía que yo era su mejor nieto- porque me daba el afecto que no me daban mis padres. Mi viejo, incapaz de tolerar que el afecto de su madre que él había reclamado durante más de tres décadas me lo brindara a mí, puso el grito en el cielo y me fajó. Repito que yo tenía cuatro años. Bueno, la cosa es que a partir de ahí mi padre proclamaba todas las veces que se daba la ocasión que yo estaba afectado de esquizofrenia y paranoia a la vez; y claro, si todo lo que decía él era verdad, entonces eso también era para todos aquellos enfermos la verdad absoluta. No hay que olvidarse de que mi madre no aportó jamás una opinión acerca de ninguna cosa, y el día que opinaba lo hacía del mismo modo que se lo había escuchado alguna vez a mi padre, y con las mismas palabras y la misma construcción sintáctica, idéntica (por eso hoy en día me molestan tanto los chupaculos, los mataría como no pude matar a la estúpida de mi vieja). Entonces por ejemplo nos sentábamos a la mesa a comer la comida que mi papá nos hacía saber que era suya y que la recibíamos por gracia de Él, y en cuanto yo no estaba de acuerdo con algo, comenzaba diciendo que yo tenía “los valores morales alterados”; y como yo persistía en mi posición (pero ojo, mi posición podía ser “me gusta el tenis” y que mi papá dijera “el tenis es el deporte blanco, a vos te tiene que gustar el fútbol o cualquier otro deporte”) ahí mi papá saltaba con que yo era un esquizofreno-paranoico. Además se lo contaba a otros miembros de la familia, que era la familia carnal de él, porque debo aclarar que en cuanto se casó, mi madre dejó de frecuentar a la suya, la abandonó casi completamente para dedicarse a mi padre y a su familia. Mi tía (ya nos estamos refiriendo a todos parientes que vienen de la rama carnal del psicópata) es una hueca que tuvo la suerte de casarse con un despachante de aduana que la hizo tener mucha guita en su momento, una mina incapaz de comprometerse con nada y menos conmigo, que en el discurso hegemónico de mi papá era un esquizofreno-paranoico. Entonces era el auge del psicoanálisis y mi tía, en vez de desenvolver un discurso crítico (porque era EVIDENTE que yo NO ERA ni siquiera un tipo con rasgos esquizoides de ninguna naturaleza) le sugería que yo fuera al psicólogo, y el hijo de puta le contestaba delante de mí que yo lo que tenía que hacer era ir a laburar en las vacaciones, a propósito, para escarnecerme (ojo, yo tendría unos ocho años). Me acuerdo un día en el que la tía había venido con nosotros no sé por qué y a mí me agarró un ataque tal de llanto que decidieron que me llevarían al médico para curarme la esquizofrenia, pero mirá hasta dónde llega la perversión del hijo de mil puta que ese día de angustia descontrolada me sacó una foto obligándome a reír en medio del llanto; y después decía que la foto había salido hermosa, pero que mejor había salido mi hermana porque era más sencilla que yo en su manera de ser.

          El caso es que mi mamá me agarró un día de la manito y me llevó... ¡al médico clínico! ¡Porque mi papá decía que yo era un esquizofreno-paranoico! Te aclaro que mi mamá es MAESTRA y que para recibirse de maestra tuvo que estudiar algo de psicología. Pero desde que empezó a salir con mi viejo, como ya te conté, claudicó totalmente, se dejó absorber la personalidad, y las verdades que antes provenían de los libros de texto comenzaron a emanar de los antojos autoritarios y del pene de mi padre. Bueno, así que después de como dos horas de batería de preguntas –que yo contestaba al borde del llanto- el médico le terminó diciendo, como era de esperar: “Señora, el niño no parece tener nada. Si quiere le podemos hacer un electroencefalograma”. Mi vieja por supuesto le dijo boludamente “lo voy a consultar con mi marido”, que terminó diciendo que el médico estaba equivocado, pero no me mandó a ningún otro médico ni psicólogo ni psiquiatra, y se limitó a torturar mi infancia generando culpas con cada uso de mi libertad que yo hacía, a veces sin darme cuenta.

          Entretanto mi madre iba haciendo comidas cada vez más refinadas para agradar a mi padre demostrándole que cocinaba bien, y se acentuaba día a día, mes a mes, año a año, el texto oral irrefrenable de que en casa no faltaba nada, que éramos privilegiados con respecto a otros. Mi viejo seguía construyendo ese discurso epopéyico que te conté, a veces con cuestiones absolutamente inverosímiles. Me acuerdo una vez, siempre después de comer, que había que escuchar esas historias que sin embargo te atraían por el carisma que él tenía, pero que una vez analizadas un segundo te dabas cuenta de que eran todas mentiras. Una vez, te estaba diciendo, contó que la primera casa que alquilaban o que compraron era muy pero muy pobre, y él se puso a arreglarla junto con mi vieja que estaba embarazada de mi hermano –yo ya había nacido, yo estaba afuera de la historia-, mi vieja zarandeaba escombros para aprovechar el polvo o qué sé yo qué y mi viejo ponía mientras tanto unos azulejos no sé si en la cocina o en el baño. Entonces él decía que estaba tan cansado que se cayó de la escalera, pero como no quería dejar de trabajar, A MEDIDA QUE SE IBA CAYENDO DICE QUE IBA HACIENDO RETOQUES EN LOS AZULEJOS QUE YA HABÍA PUESTO, y se jactaba de esa anécdota imposible (que él decía que era verdad) como contando una historia mayúscula, pero ese absurdo era creído por todos, que se regodeaban con el aparente martirio (mentiroso) del hijo de puta y no decían ni mu, internamente vivían el superhombre. Nuestro bienestar, entonces, quedaba forjado a partir de ese esfuerzo sin límites de mi padre, que ponía azulejos mientras se caía, que no dormía, que vivía en la mugre para que nosotros vivamos entre algodones. Yo le decía “papá, es IMPOSIBLE que mientras te estés cayendo sigas poniendo azulejos, porque hay un instinto primario que hace que te defiendas de la caída con las manos por lo menos”, y entonces mi viejo me mandaba a la mierda, mi mamá se levantaba e iba a llevar los platos a la cocina, mis hermanos decían “bueenoo” y se iban a pavear por ahí, y por consiguiente se terminaba la conversación, y mi viejo comenzaba a decirme todo lo que yo era y lo que yo no era, ahora que había comido y que tenía la panza llena.

          Y así hay miles, algún día las voy a escribir todas, como cuando me dio un cachetazo violentísimo siendo yo ya grande porque le dije algo con lo que él no estaba de acuerdo, como cuando no sé quién llamó por teléfono y él le dijo “aquí estoy, hablando con la mierda de mi hijo”, como cuando me comparaba con el hijo de un comerciante amigo de él que se había comprado una moto y yo me la pasaba sacándole el polvo a los libros y así me iba a morir, como cuando me comparaba con el perro y me decía que el perro era más inteligente que yo, porque agradecía el bocado que le daban y después se buscaba una perra, que es lo que tendría que hacer yo (lo hacía subir a la mesa y lo acariciaba como a un hijo, sonriendo levemente), como el día que por no pegarme a mí partió el teléfono de un sillazo, como las veces que trató mal a mis novias, a mis amigos (mi padre no quería que yo tuviera amigos, porque dice que le hacían acordar a los amigos del suyo que había que mantenerlos mientras ellos se morían de hambre, porque mi abuelo se los llevaba a dormir a la casa por largas temporadas, parece). La violencia moral era tan grande y persistente que me horadó el cerebro y jamás pude llevar una vida normal. Mis hermanos sí, porque el que sintomatizaba por todos era yo, y además mi viejo lanzaba su furia psicópata solamente sobre mí, por todo lo que te conté de las cuestiones con su vieja. Mi hermano, por ejemplo, era visto por el enfermo como víctima de una injusticia que consistía en que todos se fijaban en mí porque su madre lo decía y porque era inteligente. Entonces, lentamente, comenzó a ensalzar la figura del hermano del medio, mi viejo comenzó muy de a poco a alentarlo –como jamás me alentó a mí- en pavadas tales como mirá qué bien que clava los clavos, mirá este chico sin estudiar tanto las notas que se saca (acordate de que yo me sacaba diez en todo, también partiendo de la nada y con un marco anímico adverso), seguía con que mi hermano era por lo menos un macho de verdad porque se agarraba a trompadas en la plaza, un tipo que ponía empeño para tocar el piano y al final sacaba la pieza (aunque carecía de talento: fijate que mi hermano empezó estudiando piano y terminó vendiendo pianos), seguía con que mirá qué buen comerciante que es cómo se fija en todo (no te olvidés de que mi papá era también comerciante de muebles) y así se fue forjando una unión enferma (tampoco te olvides de que mi viejo tiene atrofiada la esfera afectiva de su estructura psíquica, así que no lo podía querer) que tuvo su pico máximo, luego de muchas injusticias que no vienen al caso, un día de hace muchos años en que mi hermano se fue a vivir con la novia a una casa que se compraron juntando los sueldos y pidiéndole guita a él. Te voy a contar la historia porque es grotesca y muy dañina.

          Resulta que a mi hermano el padre de la novia lo había echado de la casa, porque le gustaba más el novio que tenía antes la chica. Así nomás. La mamá de la chica esta había supuestamente apoyado la decisión. Así me lo contó mi hermano la noche que lo echaron, llorando. Bueno, yo juré que el día que llegara la ocasión iba a tomar alguna medida contra ese deshonor que le habían hecho. Ese día llegó como tres años más tarde, precisamente cuando escrituraron la casa. La vieja de la chica vino a brindar con nosotros y el padre no vino porque estaba recaliente que la nena se le iba con el gordo asqueroso que es mi hermano. Así que yo brindé así nomás y me fui. Al día siguiente le dije que había brindado así nomás y me había ido por lo que le habían hecho a él en esa casa y por lo que le había prometido fielmente aquella vez en que él me lo contó llorando. Bueno, para qué. Fogoneado por la preferencia de mi padre y agrandado como sorete en kerosén porque se había comprado una casa con la novia, comenzó inconscientemente a sintomatizar del modo que mi viejo le había ordenado: me dijo que qué me metía en su vida, que qué carajo tenía que andar diciendo y que si no quería brindar que no brindara y que me fuera. En un punto me dijo: "mirá, mirá lo que sos", porque yo todavía no tenía ni guita ni casa, yo daba clases particulares por dos mangos la hora. Al mismo tiempo, mi papá iba intercalando frases como “qué lección de amor”, “mirá cómo lo está revolcando al otro”, “mirá este hijo de puta –por mí- cómo le está arruinando el día al hermano” y nada que ver, yo le decía que yo qué sé, me parecía bien que se hubiera comprado una casa, pero que yo no iba a estar en la misma mesa con gente que le había hecho mal a él; yo cumplía mi parte del pacto que él me había pedido muerto de angustia. Pero no hubo caso, el concubino se la pasó gritándome, yo me puse a llorar y mi viejo aprovechó la movida para meterse en la conversación sin que nadie lo llamara, a favor de mi hermano. Nos peleamos tanto que esa noche yo dormí adentro de un auto que tenía, estacionado en la vereda. En tanto, se selló la alianza entre mi padre y mi hermano, que es la otra persona que antes te contaba que se lleva perfectamente con él, porque es un beneficiado relativo del orden total que impone el hijo de puta. No sabés hoy en día cómo le alaba la mujer, los hijos, y si vos los ves, mirá... qué sé yo, será que me da asco la mediocridad también, pero eso ya es un problema mío. Al regresar de dormir en el auto mi viejo me echó de la casa (hay que aclarar que un discurso recurrente en él hacia mí era “si no te gusta lo que hay acá, te vas; en esta casa se hace lo que yo digo, y al que no le gusta, viejito...”; y no te olvides que desde chico me enseñó que fuera de esa casa yo me iba a morir de hambre, porque no tenía capacidad para ganarme la vida. Una encerrona de hijo de mil puta). Yo no me fui porque no tenía adónde, y entonces el tipo no me habló como por seis meses. Con mi hermano no, con mi hermano por ese problemita estuvimos 11 años sin hablar, sin que ni mi viejo ni mi vieja se metieran en nada para solucionarlo, porque así le parecía a mi papá que las cosas estaban bien, y por supuesto la tarada de mi vieja no iba a decir otra cosa que no fuese ésa; en realidad no decía nada, ahora vas a ver.

          Me acuerdo que en ese momento yo tenía una novia que me decía: “Escuchame, no te habla nadie en tu familia”, y yo no sabía qué decirle. Se lo dije a mi vieja: “che, hasta mi novia me dice que ustedes no me hablan, cualquiera se da cuenta de lo que están haciendo”, y la imbécil me contestó (estaba planchando, me acuerdo): “mirá, cuando haya que decirte algo se te va a decir”. ¡Hija de mil puta! Claro, mi papá le había dado la orden de no hablarme, ¡y ella, la madre, no me hablaba! ¡En psiquismos normales y en esa situación, la madre lo manda al carajo al padre! Pero esta tarada no. Bah, a veces pienso que no es ninguna tarada, que así arrastrándose en el lodo de mi viejo conseguía su propia supervivencia, y que ésa era la forma de sacar la cabecita por el río de bosta que le había deparado la providencia, ahí tan cerca de Parque Chacabuco en los ’40 y los ’50, con un padre tosco y privado de capacidad de amar y una madre despojada de casi todo. Hasta me da pena a veces, te juro, pero mientras tanto me sigo cagando en mí, sin saber otra cosa qué hacer.

          Y mirá el daño que me habrá provocado ese episodio que ni siquiera cuando se dieron las oportunidades de que me hablen me puse contento. Porque mirá: lo primero que me dijo mi viejo después de no decirme nada por un montón de meses fue “llevame al hospital que me pegaron un tiro”, porque lo habían asaltado y le dieron un tiro en el brazo. Creo que en ese entrevero él mató al ladrón y, por eso, otro que venía con él le disparó, pero él alcanzó a desviar la bala con el antebrazo. Ni se murió ni fue en cana ni nadie le preguntó nada, mirá qué invulnerable que es el hijo de puta. En cambio mi hermano lo primero que me dijo 11 años después del quilombo ese, 11 años durante los cuales no me habló y se regodeó en mi caída, fue “Escuchame, estoy medio nervioso, porque pasó una desgracia hace media hora... no sé cómo explicarte... un juego del parque de diversiones del Abasto le quebró dos o tres vértebras a mi señora y no sé si va a volver a caminar... quiero que te hagas cargo del juicio”. Mirá vos cómo la necesidad tiene cara de hereje. Ahí mi viejo tomó una participación activa, me llamó por teléfono y me dijo: “tenemos que estar todos unidos por tu hermano... lo tenés que ayudar porque lo que está pasando es terrible...” Seis meses después, cuando le conseguí una indemnización de miles de pesos, mi hermano decidió no decirle nada a nadie, no sé por qué, muy probablemente guiado por su enorme egoísmo. Entonces lo llamé a mi viejo y le conté, sin decirle la cifra, que ya estaba solucionado lo de mi hermano, y que aquella solidaridad que me había pedido, a pesar de las diferencias de criterio que teníamos desde hacía 11 años (por otra parte, por culpa de él), había funcionado a la perfección y estaba todo resuelto y la esposa curada. “Ah, no sé”, me dijo el hijo de mil puta, que jamás iba a reconocer que yo hacía algo bien, “no sé, eso es algo entre tu hermano y vos, a mí no me interesa”. La reputa madre que te re mil parió.

          Y en la próxima y última entrega vas a ver por fin por qué creo que me equivoqué.