martes

Breves palabras sobre el espíritu revolucionario

          ¡Ja! Espíritu revolucionario... Madre mía, con tantos pelotudos...

          No quiero agobiar, simplemente quisiera dejar asentado que sin gente de verdad, sin material humano, no hay nada. Nuestro planeta está poblado por dos clases de porquería: los jefes y los que se dejan domar, que son los más ruines y son todos (excepto los jefes). El jefe es una mierda cercana al mono aullador o al jabalí que lidera la manada hociqueando las entrepiernas de los demás, y el que se subordina es una recontra mierda traidora a la raza humana. ¿Por qué no se rebelan los subordinados? Porque están bien como están. Entonces, eso ya los califica; de ahí hacia el más infinito todo es de segunda para abajo. ¿Qué, van a subir a tomar el cerro, a invadir el cubículo infame donde el mandamás se caga en ellos? ¿Van a elevar voces de protesta? No, se van a dejar llevar por las ofertas de préstamos para electrodomésticos. A ver, si hay alguno que luche por la Equidad y lo insubordine la injusticia: ¿qué decir útilmente a la mayoría silenciosa, a la porquería que prefiere el tímido resguardo de su café con leche antes que la pelea por un mundo mejor?

          Porque sí, sacan préstamos para por ejemplo comprarse un plasma de 45.000 pulgadas. ¡Sacan préstamos! O sea: ¡no tienen la guita para la mierda que le dicen que tienen que tener y van y la PIDEN! ¿Qué los mueve? ¿Cómo pueden adherirse tan salvajemente al método que se los empoma, cómo pueden dejar que libremente y con pleno consentimiento de la víctima les rompan el ano? Porque les rompen el culo. Yo por ejemplo, mil veces le dije a mi hermana, que sacó un crédito para comprarse una casa A PAGAR EN 15 (quince) AÑOS: “Escuchame, ¿no te das cuenta de que vas a pagar dos casas con lo que le estás devolviendo al banco? ¿No es diáfanamente evidente que luego de la mitad de ese tiempo, es decir, siete años y medio de sacrificio, comprarías en las mismas condiciones la misma casa, y que el resto en vez de regalarlo lo gastarías para vos, es decir, siete años y medio de tu esfuerzo que se lo regalás al hijo de mil puta que te lo presta a interés usurario?” Pero la retardada, junto con el pelotudo del marido que también es oficinista, me contestaba: “Se trata de calidad de vida... yo no puedo vivir con los chicos en una casa como la que tengo, que no tiene (ponele) bolud-room, que no tiene dependencias de no sé qué mierda, que no tiene un lugar donde mis hijos puedan correr”. Ahí paré, porque vi que ya me salía con la invocación inmunda de los hijos (como si fuera un argumento) y que no tenía sentido decirle otra cosa, porque en su mente rectangular de empleada, junto con la del marido, no les cabe otra cosa que dejarse someter a la lógica de microcentro, soportando los perjuicios en la ciega certeza de que son beneficios. Además, ¡siete años de esfuerzo! ¡Eso es mucho para un boludo alegre que quiere ver Tinelli, rascarse los huevos después del trabajo en relación de dependencia y cagarse en los demás, como invariablemente quiere esta porquería!

          Entonces pienso en los espíritus revolucionarios. Yo no soy zurdo ni derecho ni ambidiestro; es más, un día les voy a contar qué pienso de la izquierda en Argentina (la izquierda de los ochenta para adelante, no la izquierda ácrata o de sociedad de fomento de principios del siglo pasado, que era la esencia de la izquierda). Pero te juro que admiro esos temperamentos que dan todo por un ideal de verdad, desde la cosa nostra hasta los chinos de Mao, desde el tipo que dijo que era Jesucristo hasta los empleados de la CIA que guardan el secreto pase lo que pase. Me refiero a un ideal que trascienda el simple individualismo, y no te estoy hablando de esa filosofía de mierda que cultiva la porquería asalariada y que se resume en que “mientras mis viejos y mi familia estén bien, yo estoy bien”, y entonces enmascaran toda su falta de colectivismo en la individualidad más egoísta, en la satisfacción más cerda de sus apetencias físicas, químicas, naturales y tambíen las pretendidamente sobrenaturales, ésas que vez a vez cultivan en la lectura de libros fáciles de autoayuda o en programas de televisión rayanos en la oligofrenia. El que asume un ideal se despega del mundo de las cosas, pero éstos la única vez que despegaron fue cuando la guita les dio para irse de vacaciones a Brasil en avión, a gastar menos y a fabular que vivían como ricos por diez o quince días, como corresponde a su demacrada vocación de modelo a escala.

          Con lo que hay no hacemos nada. Hacemos más de lo mismo, lo cual es peor que nada, porque reducir todas las dimensiones en una nos garantiza la nada, incluso a mí, que me recontra cago en todos ellos, en toda la porquería en su conjunto y en cada uno de ellos separadamente (es decir, en general y en particular), porquería de estándar, porquería que es cédula de identidad tres cuartos perfil derecho porque entra en tantos moldes (en el mismo molde, pero multiplicado por miles de millones) que da náusea tanta repetición, tanto más de lo mismo. Acuérdense de que la única multiplicación que hizo Cristo fue la de los panes y los peces, y que a todos se los comieron enseguida, pasando a la historia no por su naturaleza intrínseca sino como masa, y todo eso solamente por quién fue el que hizo el abracadabra. Lo meramente multiplicado muere, se acaba, sirve solamente como contingencia. La vulgaridad, que únicamente puede ser humana, es la prueba más evidente de la pobreza de la porquería, que no evoluciona aunque sabe que su misión primera es evolucionar, que aplasta los huevos contra el sueldo, que martiriza y ensombrece a los dotados y talentosos con la insistencia de su mediocridad, que impide las hermosísimas variantes de que es capaz la humanidad en sentido amplio.

          Así que qué revolución, qué revolución, Dios mío, pero qué revolución. Revolución sería que se dieran cuenta y uno a uno, como esas pasadoras de cocaína que se les revienta todo en la panza, uno a uno les agarre alguna embolia o algo así de tanta sobreinformación de lucidez. Además a ninguna porquería de ésta le suena viable ninguna revolución, ni siquiera arriesgar un puto nanomilímetro más allá de la invisible línea de medianía que los limita. Ese cerco de ahorcamiento les funciona como una célula digital que resguarda, como un guardián al pedo, el anillo imitación de sus ínfimas posibilidades, y alrededor de eso creen que construyen misticismo, al punto que todos los días, quizás ya como lobotomizados, le consagran los más grotescos rituales de veneración.