sábado

Historias breves. Hoy presentamos: Yo pagaré

          Como algunos saben, una vez casi me muero de neumonía. Estaba en el campo de una persona que conocía, me agarró fiebre; viste cómo son los ricos, mientras me moqueaba una me dijo: "Ay Pietro, no puedo creer cómo no te integrás". Yo le contesté: "Gordi, no puedo más"; y ella me señaló que "Vos, Pietro, siempre andás con algún problema". Esperé cinco días y cuando uno de los que estaba ahí pasando el verano con nosotros tuvo que volver al pueblo, le pedí que me llevara, porque hacía todo ese tiempo que la temperatura no me bajaba de treinta y ocho grados y además escupía un moco verde muy viscoso que me hacía llegar tarde a comer, todas las veces.

          Me dije: "A la noche me quedo en un hotel; previamente voy al hospital, me medican y a la mañana veo cómo me vuelvo". Pagué la habitación y le pedí al de la conserjería si no podía llamar un taxi. Se largó una lluvia descomunal; el taxi tardó 40 minutos. Viajamos por calles inundadas, por suerte todas de asfalto, hasta llegar a la guardia del Hospital Interzonal, a la sazón desocupada por causa del diluvio, a las 00:00 del sábado 17 de febrero de 2007.

          -¿Vos para qué estás? -me preguntó el que atendía, ignorando que nunca lo había sabido contestar.

          -Y... quiero saber qué tengo –dije, con una entonación que resulta imposible transferir al papel.

          -Pasá -y entonces era la primera vez que entraba a un consultorio en veinte años. El último había sido el de la colimba. Tuc tuc, tuc tuc en la espalda, a ver respirá, tos cof cof tos tos, a ver esperá vos no sos de acá no de Buenos Aires ah Buenos Aires éste me da una inyección de algo letal cuántos años tenés, 39 a qué te dedicás soy empleado judicial de allá, ah, sos juez vendría a ser, no juez ojalá, bueno, te vamos a dar algo para bajar la fiebre pero aguantá que venga el médico doctor a ver fíjesé, hay que llamar a Mabelita, llamala a la casa que venga ya a sacar urgente una radiografía quedate acá.

          -Dónde estás parando.

          -En el hotel Las Cachas.

          -Tenés un pulmón velado -que después me enteré que significaba que en la radiografía salía blanco, porque el moco de infección sale blanco- y una parte importante del otro también. ¿No tenés problemas para respirar?

          -Sí...

          -Bué -le dijo al enfermero -lo pasamos al primer piso, ¿eh? dale 50 miligramos de Pelotonina, pedile a Rivello, y ponele un tubo de oxígeno, fijate si hay bigotera o si no dejalo con máscara pero cada dos horas cambiáselá. ¿Vos tenés obra social?

          -Sí, la del Poder Judicial.

          -Bueno, pasale los datos a Margarita y después acá El Vasco te va a llevar hasta la sala general, te vas a tener que quedar porque con un pulmón y medio velado no podés ir ni a la esquina, menos al hotel.

          -Bueno, muchas gracias... -le di la mano y no lo volví a ver.

          Así que llamé al hotel desde el hospital y después llamé a mi hermana, que tenía que salir a la mañana siguiente para la Costa. No llamé a mi padre porque desde la Navidad del 2005 no hablábamos en virtud de que me había sugerido, luego de un intercambio de ideas, que no pisara más su casa. Mi pretensión era que mi hermana me pasara a buscar y yo desde la Costa me tomaba algo para Buenos Aires, todo bajo mi responsabilidad, porque desde el pueblo en el que estaba hasta las tres y media de la tarde no había micro para la Mierda del Plata. Llamé también a un pariente de los que estaban en el campo y le pedí si no me podía traer el bolso del hotel, ya que no me dejaban salir.

          La primera noche no pude dormir porque "El Vasco" se olvidó de cerrar la puerta y toda la noche me pegó la lamparita pelada del techo del pasillo que precedía a la habitación. Además, una vieja de la pieza de al lado se la pasó gritando "¡Policía, policía! ¡Me tienen encerrada! ¡Policía! ¡Hijos de puta son, hijos de puta!". Yo tosía y escupía una viscosidad del color de las hojas de un árbol cualquiera en plena primavera, y que tenía la misma carnosidad. A las seis de la mañana, una enfermera exhortaba a una señora internada: "Movete, madre, que tené' olor a cola, querida, dale madre".

          El caso es que, a la día siguiente, infelices con la radiografía de las 12 de la noche, debí tomarme otra, la de las 8 de la mañana. Me bajaron en silla de ruedas, y en un lugar prohibido al paso del público estaban mi padre y mi madre, después de catorce meses de no hablarme; se habían venido desde Mar del Plata porque mi hermana, que todo lo delega, los había llamado.

          Para hacerla corta -un día voy a contar los pormenores de ese período claramente místico-, al día siguiente ya estaba en terapia intensiva, con el 50% de la capacidad pulmonar y mi padre ordenándole a los médicos qué era lo que tenían que hacer. Un doctor oriundo de Mechongué le aclaró la noche del 18 de febrero que "vamos a tratar de no ponerlo en respirador por las infecciones que le pueden agarrar, pero no sé si pasa la noche". Por suerte, no vi a nadie llorando.

          Todos los días mi padre iba y venía de Mar del Plata, en donde tiene un departamento. Llegaba al hospital unas horas antes del tiempo de visita (media hora, de 13 a 13:30), hacía tiempo en algún lugar hasta las siete de la tarde, inicio del segundo turno de media hora de permiso. Negociaba con los médicos y enfermeros un ratito más, me daba ánimo. Mamá compraba cosas en las tiendas de por ahí: calzoncillos, un pijama, remeras, jabón, maquinitas de afeitar, chocolates que no podía comer, un espejito de Feng Shui para rechazar la mala suerte que colgué en el perchero ese donde se pone el suero. Mi viejo se acercaba, me preguntaba cómo me había ido. Convenció a los médicos para que me enviaran una psicóloga a la camilla, porque Pietro era un chico que siempre tuvo problemas psicológicos. La psicóloga anotó en la historia clínica que tenía cuestiones con mi padre y que no era casual que mi enfermedad se tradujera en una cuyo síntoma fuera la sensación de no poder respirar. A las ocho, volvía para Mardel.

          Yo hablaba como suspirando, del mismo modo que lo haría un tipo que tiene un pulmón y medio hecho mierda. A medida que pasaban los días, gracias a la parva de jeringas que debía tragarme desde que estaba conectado a una máquina que avisaba con pitidos cada 45 minutos, iba recuperando zonas de los pulmones; en una semana y media me dieron el alta. Mi padre empeñó sus días de vacaciones en hacerse cientos de kilómetros hasta el hospital y darme ánimo para continuar. En nuestras charlas le conté que iba a renunciar al trabajo porque había un juez de rasgos psicopáticos que me basureaba. Él me dijo que estaba muy bien, que yo era un chico muy capaz, que no sabía lo que hacía en ese lugar de gente que no sirve para nada, que yo estaba para algo más que ser un simple empleado y que la mejor decisión que podía tomar era ponerme un estudio.

          El 28 de febrero volvimos a casa. Papá no quiso que estuviera solo y me ofreció alguna habitación de su mansión para que me quedara allí hasta que me curara. Esa misma tarde, yaciendo yo en mi lecho de enfermo y con el fin de alentarme en mi nueva empresa de abrir el estudio jurídico, me dio lo que sería mi primer caso luego de la salvación de la muerte, con todos los augurios de éxito para alguien inteligente, capaz y talentoso como yo: seis pagarés de trescientos pesos cada uno que debían ejecutarse en un Barrio La Esperanza de Hurlingham, cuyas garantías eran un contrato de prenda preimpreso sin firma ni fecha y un boleto de compraventa de una casilla en un asentamiento de emergencia suscripto por una mujer con la que el firmante no estaba casado; los documentos estaban librados en una dirección que no era la del deudor, sino un almacén sin habilitación en el que él trabajaba, en una vereda cuyas casas tenían la numeración que los dueños o inquilinos le querían dar o directamente carecían de chapa, letrero o pintada catastral y se alternaban aleatoriamente los números pares y los impares; los oficiales de justicia apenas alcanzaron muchos meses después a notificarle la demanda luego de que le juráramos al juez que el tipo vivía ahí y que de última se la dieran a cualquiera que la agarre; apareció un abogado amigo que nos llamaba para decirnos que el hombre no se sabía adónde estaba –no fue nunca más al almacén- ni tenía bienes ni otro trabajo y que a él también le debía plata; dos años más tarde ganamos el juicio, pero la sentencia jamás se pudo ejecutar porque no había qué ni a quién ni adónde y casi tampoco había cuánto, pero eso los dos lo sabíamos desde el vamos, en especial él.