jueves

Susana Cuatro Casas

          Resulta que hace poco se murió otro hombre bueno: mi tío el hermano de mi madre. Papá lo despreciaba por un problema neurológico que tenía; de él ponderaba que era "un tarado". Su padre (el que extirpó el jardín para instalar una fundición de bronce), lo había educado en la mugre rudimentaria de la clase obrera que apenas arañaría la dignidad; pero a la vez le compró enciclopedias y libros para compensar su cuarto grado y su cocoliche mejorado de "masa disponible" hija de la inmigración. No le encendían todas las luces, pero, como dije, era un hombre bueno: la genética de su lado familiar fue más fuerte que su disfunción mental, como pasa en todos los casos (sé de enfermos mentales que delinquen a propósito; es decir, queriendo hacerlo). Tuvo una sola mujer, a los 49 años: una señora de Paraguay que llevaba un hijo trigueño de ningunos talentos al que mi familia, junto también a la mujer y a mi tío, despreció solapadamente (culparon a mi abuela de haberse puesto celosa y por ello no haber permitido la relación, que finalizó al poco tiempo). Era torpe, sucio, pobre, débil, feo, miope, enorme, oloroso, desgraciado y tomado en sorna por los demás; vistió siempre lo elemental, comía pizza de cartón y pollo de rotiserías de segunda, se aficionaba como mi madre a la compra de ofertas de tercera categoría y nunca participó de una conversación. No tenía modales en la mesa. Se tiraba pedos. Quien lo viera, recordaría siempre su porte ridículo, su nariz horrible, sus anteojos verdes de culo de botella, su panza de Sancho devaluado y su andar trabajoso de tipo con esbozos de problemas motrices. La evolución de su dolencia le terminó deparando un Parkinson que al final de sus días hasta le impidió deglutir, cagar y respirar.

          Pero carecía de toda malicia, y era tan amigable y generoso como su madre. Me regaló la primera calculadora cuando intuyó que me gustaba la matemática. Lo último que le dije fue "Adiós", hace ocho o nueve años: nos despedimos a la salida de un teatro. Le dije "Adiós", y no sabía.

          Con todo, mi tío, que se desempeñaba como Ayudante de Laboratorio en un colegio secundario municipal, logró comprarse a crédito una casa en un barrio rayano en la indigencia, a 35 kilómetros de la ciudad.

          Esa casa, por línea sucesoria -si es que no ha desaparecido- pertenecería a partir de esta muerte a mi madre, quien ya tiene otras tres: el caserón de Flores, el departamento en la Costa y una "casa-quinta" en el suburbio más o menos pudiente del Oeste.

          Mi madre, cuya vida es un péndulo que va de la estulticia a la crueldad pasiva, es ahora Susana Cuatro Casas.