martes

Cositas de papá (XII) - Idi i smotri

          Cuando mi opinión sobre cualquier tema comenzaba a tomar cuerpo y a evidenciar alguna coherencia, de forma tal que la suya quedaría rendida en el campo de la razón, mi padre echaba mano de algún insulto solapado que sólo tenía por finalidad minar mi voluntad. El más común era el siguiente:

Vos no sé qué hablás, si sos el más débil de la familia.

          Y continuaba explicando con verba de tipo de barrio avezado: "Acá tus hermanos todos demuestran que pueden ganarse la vida de alguna manera. Vos sos un inútil con las manos y lo único que sabés hacer es sacarle el polvo a los libros. Tené cuidado con lo que decís, porque el día que te coman los piojos vamos a tener que salir a ayudarte yo, tu madre y tus hermanos".

          Con ese tenor de respuestas, mi padre aventaba toda posibilidad de "perder la discusión" -como le gustaba ponderar de dos que intercambian ideas-, a la vez que me enseñaba mis imposibilidades e incapacidad, que sólo existía en su criterio y en el de los que encontraban en él un líder carismático que protegía sus pequeñeces.

          Solamente yo veía absurda esa respuesta que, como un acto de locura, aparecía repentina y dictaminante en la mesa, y se esparcía con la autoridad del tirano en el entendimiento de los demás, quienes, en silencio, a la vez de aceptar y gratificarse, asignaban imaginariamente roles en ese ámbito insano en el que viví más de treinta años.

          Es cierto que esas respuestas me fueron dadas desde muy niño, y que finalmente hoy de verdad me comen los piojos, porque estoy quebrado y la mayor parte de mis ahorros -la venta de mi casa- se la lleva mi psicóloga. Y es cierto también que estos hijos de puta siguen ganando.

          Me consuelo pensando que es seguro que se van a morir, pero también me angustio cuando alcanzo la certeza de que para entonces tendré setenta o setenta y cinco años, y que me quedarán cinco o seis para disfrutar de una vida que ha ido tan a contramano de mi complexión y mi entereza psíquica que hasta me da a pensar que alguien debería venir y matarlos a propósito. No yo, porque no voy a seguir desgraciándome con la cárcel; ni tampoco, por lo mismo, nadie que yo mande; pero sí alguien de ésos que aparecen aleatoriamente: un ladrón, algún otro hijo de puta, un violador de viejas, un psicópata gravísimo, un iletrado drogadicto.

          Es una fantasía que tengo: que alguien los mate queriendo matarlos, que una vuelta de la casualidad les haga ver por última vez la autocracia del más fuerte de la manera más contundente. Como esa otra en la que imagino que le destrozo la casa al hijo de mil puta de mi padre, rompiéndole los vidrios, tirando abajo las estanterías y esos "modulares" de mierda de los setenta en los que le gusta acumular vajilla barata y pelotudeces de ferretería, moliendo a palos los televisores, quemando las camas, reventando a fierrazos los inodoros en los que no me dejaban cagar ni masturbarme y llenando de mi propia sangre las puertas y las paredes; y al finalizar la tarea tomar al cerdo de los pelos o de la mandíbula (arrastrarlo tomando lo incisivos del maxilar inferior) y decirle: "Mirá este paisaje: así dejaste mi cabeza, la reputísima madre que te recontra re mil re parió. Así me dejaste la cabeza, hijo de puta".

          Pero a no desesperar, que sabemos que el neurótico planea lo que sólo el perverso ejecuta.