domingo

Una vez que me putearon y tuvieron razón

          ¿Viste esos que dicen “acnédota”? A mí me caen como el summum de la ignorancia, y me predisponen mal para subir la escalera empinada de la tolerancia, herramienta pesada de la que hay que armarse para seguir como interlocutor válido una narración insoportable, que todas las veces intenta patentizar que los sub-valores cultivados por quien la cuenta son en realidad valores. O sea, encima de que con su historia de cuarta mal armada pretenden validar su existencia -que de otro modo pasaría solamente como lo que es- hay que escucharlos. Bueno, esta forma de empezar el artículo (mezcla de emisión radial de Catita, libre asociación mediocre y ama de casa de clase media), viene al caso de una anécdota que no tiene nada de gloriosa, de la que fui protagonista, culpable, digno de reproche y cuya condena viviré para siempre.

          Resulta que iba yo vestido de saco y corbata un día de mucho calor en Buenos Aires. En Buenos Aires el calor es una mierda densa, volumétrica, abarcativa. Ese día hacía mucho calor; aunque las radios pregonaran que todos estaban pasando una jornada ideal –porque les encanta el florecimiento de la danza de la reproducción, y además porque viene a cuento de adormecerlos sugiriéndoles idealidades para que no se amarguen-, lo cierto es que yo transpiraba a baldazos. Tengo un marcado exceso de peso; soy un tipo sin cintura: poco a poco el cinturón me iba acomodando el pantalón cada vez más por debajo del ombligo –que se disparaba hacia delante mostrando una caverna horrible en el abdomen embolsado- y, en consonancia, la entrepierna del pantalón también se iba alejando de la ingle, de modo que, al caminar, yo rozaba mis piernas excedidas muslo con muslo, patinando en el roce por acción de la transpiración. Llevaba abotonada al cuello una camisa igual de áspera que el pantalón, cuya única parte seca era la situada debajo de la nuca; esa circunstancia provocaba que, a la sensación de rudeza mojada de los lienzos, se sumaran algunos punzones allí donde comienza la espalda, además del acogotamiento que ya venía sintiendo por haberme puesto una camisa comprada antes de subir de peso. Era la época en que ya iba descubriendo que era capaz de aumentar cinco kilos en un mes y diez en un mes y medio. Ahora la velocidad de engorde ha aumentado, pero por alguna razón –quizás haber superado los 40 años- me importa menos.

          El caso es que venía caminando por Rivadavia, intentando trabajar de abogado. Nunca manejé los códigos de comportamiento de los abogados. Un día voy a hablar de eso; por ahora baste decir que me había puesto el traje al divino botón, para hacer uno de esos trámites de dos horas que jamás coronaron en el cobro de nada, tratando de arreglar despelotes de la porquería, que en aquel momento se reducían a pavadas de la vida cotidiana, a conflictos de dos pesos, a enojos oligofrénicos entre hermanos, a merdadas de cobro de alquiler, a supuestas grandes verdades que objetivamente apreciadas no superan el nivel Campanelli. Pero hacía un calor...

          En el bolsillo tenía 104 pesos y ochenta centavos. Un billete de 100, dos azules de dos pesos, una moneda de cincuenta, una de veinticinco y una de cinco centavos. El billete de 100 me lo había ganado trabajando de otra cosa; lo llevaba para “tener resto” ante cualquier eventualidad abogadil, de esas de comprarse una lapicera, pagar “un sellado”, esas taradeces de las cuales yo no sabía nada. La corbata me quemaba la nuez de Adán y la epidermis del cuello se amontonaba alrededor de la papada, empujada por el anillo de tortura que le imponía el último botón de la camisa.

          Entonces vi, por Rivadavia, una heladería con un cartel que decía: “1/4 kgs: 4”, con el cuatro enorme. Al principio me chocó la falta de ortografía, tan habitual entre los comerciantes de cualquier ramo. O sea, si es 1/4 de kilo, es un cuarto de un solo kilo, así que poner “1/4 kgs”, con ese, mostraba a las claras –como siempre se muestra en esta ciudad inundada de más de lo mismo- que el que había mandado a escribir ese cartel roñoso podría saber mucho de comercio, pero desdeñaba la ortografía; y si desdeñaba la ortografía, entonces bien podía morirse, porque estoy convencido de que somos lo que escribimos. También algún día te lo voy a explicar mejor, pero te voy adelantando que básicamente es así porque el lenguaje refleja la realidad, y si vos escribís mal, mostrás a las claras lo que la realidad es para vos: una maravilla de extraordinaria complejidad asesinada por tu tendencia desidiosa de simplificar o deformar todo. Una cosa es creación y otra muy distinta lo poco que puede salir como producto de un hombre común que interpreta.

          Pero no me quiero desviar. Ya dispuesto a gastarme los ochenta centavos en el colectivo de vuelta, me entusiasmé con la idea de clavarme yo solo un cuarto kilo de helado del gusto que yo quisiera, contemplando el muy hermosísimo edificio del Congreso, arquitectura que ya nunca más. Así que entré y con los dos billetes de dos pesos me compré el helado, que vino en un pote de medio kilo porque al tipo se le habían acabado los de un cuarto.

          La heladería tenía ¡mesitas! en la calle, unas cosas de plástico con sillas también de plástico, pero qué bueno era en aquel momento sentarse en la vereda de la sombra, en una calle con árboles, frente al Congreso de la Nación, viendo a toda la porquería haciendo cola, a la porquería comprando pavadas que de alguna manera entraban en su plan de conveniencia, a la porquería más joven besuqueándose, a los policías y empleados públicos pensando en el franco o en la licencia. Lo único que molestaba era el ruido, pero me remediaba pensando que eso ya es parte inmodificable de la estructura de este lugar maldecido por los querandíes, así que, salvando los acelerones, las frenadas, las bocinas y la multiplicación de todo ello por su ejecución conjunta por parte de colectivos y taxis, me senté a una mesa, desabroché el último botón de la camisa, me bajé la corbata y empecé a tomar el cuarto kilo de helado en pote enorme de medio kilo -porque no le quedaban de un cuarto- y con una cucharita de plástico de las de tomarse un vasito chico –porque tampoco le quedaban cucharas más grandes- a la sombra y entre el trajín de la porquería.

          El helado era de medio pelo, pero lo fundamental era que estaba frío. Después de los primeros cien gramos ya era todo gula, y creo que eso se me notaba en la cara. Algunos que pasaban me miraban. Pensarían: “Mirá ese cerdo tomándose medio kilo de helado. Mirá qué ridícula le queda la cucharita, mirá, mirá cómo transpira: toma helado y transpira, es un cerdo”. Pero nunca me enteraré. Como soy un tipo que se hace problemas, pasé los primeros minutos de ese esplendor especulando con tristeza quién me daría cambio de 100 pesos. Los comerciantes de Buenos Aires son una especial clase de porquería que pide todo el tiempo billetes más chicos para dar cambio, los exige como un código mafioso de transacción, se enojan si pagás con un billete grande, se enojan también si pagás con billetes muy chicos, mientras pagás despliegan su fascismo, no hay casi palabras para describir la poca virtud del pequeño comerciante porteño.

          Así pensando, fijando la vista en las molduras y ornamentos de edificios que nunca más se construirán, sorprendiéndome con los pocos pájaros de los asombrosos árboles del Congreso, sintiéndome ajeno a la historia construida por todos los demás -aunque, pasado el helado, esa historia sería mi condena-, así de plácido estaba cuando, de pronto, se me acercó, proveniente de alguno de esos arrabales a los que te acercan esos colectivos raros que pasan por las principales estaciones, una mujer espantosa, con un niño feísimo arropado en cosas de lana de diversos colores. La escena no habría causado más espanto que el neurótico mío de base, si no hubiera sido por la cara de la mujer, que a su clara deformidad –un cachete le pesaba más que el otro, y por eso un ojo se le venía también más abajo y más grande, y la frente se le transformaba en un paralelogramo propiamente dicho- a ese rostro de tren fantasma sumaba un rictus natural de enojo igual de genético e irreversible, a la par que le asignaba una carga de apremio capaz de imponerte cualquier conducta.

          El monstruo, me di cuenta de inmediato, acusaba faltantes de piezas dentales ordinarias, que se manifestaban en la especie de agujeros invadidos patológicamente por hinchazones de encías y por el juego diabólico de la lengua, pasada de carnosa y que experimentaba cierta lateralidad al hablar, seguramente impulsada por alguna mala conexión de células nerviosas involuntarias. Mientras imaginaba saltones de saliva portadora de virus sobre el helado, y entre los desvaríos inorgánicos del bebé que acarreaba, me espetó:

          -No tenés cincuenta centavo.

          Yo te juro que no tenía. Ni siquiera me molesté en buscar: me quedaba solamente un billete de 100 pesos, y ochenta centavos justo para el viaje. Si por caritativo se los daba y me volvía en taxi, el chofer me asesinaba, se iba a pensar que en realidad le pagaba con 100 pesos para no pagarle, porque los taxistas –de los cuales algún día voy a hablar- son la peor porquería que hay. No tenía, pero estaba en un día infernal tomando helado sentado como un chancho burgués, gordo de comer de más, vestido de saco y corbata en la vereda de la sombra tomándome un helado enorme –para la mina yo me estaba bajando un pote de medio kilo-, frente a una infeliz a la que le servían cincuenta centavos, que venía colgando un hijo tan endemoniado y desgraciado como ella, despidiendo olores de pobreza extrema, con cuerdas greñosas en vez de cabellos, la máscara enojada y rota de la cara echando juramentos estériles al que se la hizo, purgando en una ciudad de antesala del infierno pecados cometidos en el suburbio de los que sólo tenía culpa el sistema, al cual yo, en su imperfecta visión, representaba en ese acto. Qué le iba a decir, que si le daba las monedas me quedaba con 100 pesos que no me iba a cambiar ningún taxista...

          -No –le dije con alguna sequedad, y volví inmediatamente a mirar hacia el fondo del pote, como un gerente que considera que el problema de Benavídez se solucionó echándolo y pasa en seguida a otra cosa, con la foto de la nena de quince en el escritorio. No sé por qué me salió así. Quizás porque tenía la lengua congelada. “No”, le dije, y entonces ella me contestó, aupando al nene feo y después de dos segundos de mirarme despreciativamente con alguno de esos ojos asimétricos:

          -Qué hijo de puta que sos.

          Y se fue.

          Yo acuso todos los golpes que me dan: si alguien me quiere ganar en alguna cosa, me gana siempre. Cuando trabajé en una oficina, creo que ya conté que había una zorra que me despreciaba y, desde su ignorancia, me hacía pagar por causas que se le ocurrían a ella, solamente lanzando rumores. Todas las veces que algún boludo quiso chantarme cuatro supuestas verdades, sin ningún prurito me las gritó en la cara y se fue orondo y satisfecho, pensando “ahí tiene este pelotudo...”. No hubo un solo tiro que yo pudiera hacer lo mismo: planeé venganzas que no se concretaban porque cuando encaraba a los que me ofendían, éstos me salían con algún martes 13 que me dejaba boquiabierto, más tarado que antes. Por el contrario, yo siempre me terminé comportando como ellos esperaban. Así que aquella vez me quedé con el pote gigantesco en la mano y la mirada perdida, el porte de pequeño propietario fofo acomodando con determinación de oficinista privilegiado el culo legítimo y roñoso en la silla del bar, ahí está, que se lo tome todo, qué hijo de puta que sos.

          Sin embargo, cada vez que pienso en esa anécdota, de la cual la mujer de cara deformada no tendrá ya ningún recuerdo –quizás la deformidad fuese un signo de alguna de esas enfermedades incurables que llevan al portador a morir antes de la vejez, y entonces el monstruo tal vez ya esté muerto-, cada ocasión que se me viene a la memoria ese encuentro fugaz y tan espantosamente verdadero, pienso que aquella fue la única vez que me putearon teniendo razón. Las demás han sido todas mariconadas de cagatintas, a salvo las de mi viejo, que eran vociferaciones de psicópata, pero esa historia ya la conté.