sábado

Ocupando el lugar de un muerto (III - Final)

          Y que a ver cuándo te ponés el estudio, Pietro, decía una, la que se había juntado con el pueblerino y había tenido un hijo que se llamaba Fabián, igual que el hermano. Pietro, ayudame en Matemática, decía la otra. La única que no me quería quizás era Brigitte, tan hermosa y enredada en sus huevadas de adolescencia. Había debutado con el novio ese año, y había descubierto que le gustaba elegir al hombre con el que acostarse, y quizás con cierta perversidad se había emperrado en continuar saliendo con el afortunado que la volvía loca celándola. Porque te imaginás cómo la pasaba la verdadera Brigitte Bardot a los 15 años: no había tipo menor de cincuenta que no se le tirara aunque sea solapadamente. Pero ella estaba aprendiendo a elegir en forma soberana, y había elegido al que se la había cogido por primera vez, y al parecer, a la vista de lo que habían hecho toda la vida las otras hermanas, eso estaba bárbaro. El novio también se llamaba Fabián.

          Un día vino a la casa un tío Alberto del otro pueblo, un tipo que había sido albañil y que ahora, a los 70 años, hacía las changas que le daba el cuerpo: recogía las ramas del jardín, levantaba alguna que otra pared, paleaba escombros. Hacía unas comidas de esas que se comen en las obras, riquísimas. Una, por ejemplo, era una tortilla al horno. Había que hacerla en un molde de pizza. No te imaginás lo que era esa tortilla. Los guisos, bueno, monumentales: fideo y papa, una delicia. En fin, palabra va, palabra viene, empezamos a llevarnos bien. Llegó a decirme medio en pedo que al principio yo le había caído como un típico porteño petulante, agrandado, y yo, que quizás por falta de carácter suelo adoptar las costumbres del grupo en el que me desenvuelvo, lo abracé, también medio en pedo y medio llorando como él. “Pero Alberto, cómo va a pensar así”, le dije entre mocos, y él, llorando sin consuelo, me contestó “pero perdoname, hijo...”

          Para entonces, tremendamente esperanzado en un futuro mejor, con el corazón latiendo de dicha por haber encontrado una familia, decidí comprarme una casa en ese pueblo donde convalecía Beatriz. Encontré una a seis cuadras del mar y a media cuadra del comienzo de un bosque como de quinientas hectáreas, un bosque de eucaliptos y pinos, que despedía olores de resina a cuatrocientos metros a la redonda. Desde la puerta se escuchaban las olas... Me la compré. Un día le dije a la Beatriz, con treinta mil dólares en el bolsillo: “Beatriz, me voy a comprar la casa y vuelvo”, y ella me contestó “Bueno, Pietro, ¿llegás para comer?” Comprarme una casa era para ellos lo mismo que comprar una docena de facturas, la misma situación de ajenidad respecto de la transacción en sí. O no, quizás fuera “algo mío”, “algo de Pietro” que debía respetarse, “una decisión de él”, que sin embargo no nos privaba de su presencia, porque lo cierto es que a la casa había que hacerle algunos arreglos y en ese lapso Beatriz me ofreció continuar viviendo en la suya, y todo se desarrollaba en una armonía tan dulce que pensé que mis problemas afectivos habían quedado superados.

          Hasta que una tarde, el tío Alberto me dijo: “Fabiancito, vení a comer que ya está la comida”. “No, Alberto”, le dije, “soy Pietro, no Fabián”. “Bueno, dale, vení que se enfría”. Lo dejé pasar.

          Pero al otro día me dijo de nuevo: “Fabiancito, mañana voy a hacer la tortilla al horno”. “Alberto, no, mire, me llamo Pietro”. “Está bien, pero fijate de conseguir papa buena porque si no se deshace” me contestó, como si le hubiera objetado no sé, alguna otra cosa. A la tarde de ese día insistió con el Fabiancito, esta vez antes de contarme un chiste que lo hacía reír a él solo. Mientras se disolvía en carcajadas igual que la papa de agua, le decía a la hermana de Beatriz: “Ja, ja, el Fabiancito se pensó que le estaba hablando en serio, siempre fue medio pelotudo”, y la hermana de Beatriz se lo festejó como si nada hubiera pasado. Así el viejo empezó a decirme Fabiancito, y no hubo manera de que yo le hiciera ver que Fabiancito era el muerto que se había colgado, que yo me llamaba Pietro. “Mire”, le dije un día, “yo no quiero ensuciar la memoria de Fabiancito, pero Fabiancito no soy yo, Fabiancito es el otro”. Pero el viejo no entendía, y cada vez nos queríamos más.

          Algunas semanas más tarde, a la hermana de Beatriz se le escaparon tres o cuatro “Fabiancitos”, y Brigitte me empezó a decir “gordo pelotudo”, como le decían sus hermanas al Fabián ahorcado, antes de entrar en la adolescencia. Yo me enojaba, pero no decía nada. Brigitte, para hacerme calentar igual que sus hermanas mayores lo hacían calentar al verdadero cuando estaba vivo, me decía, por ejemplo: “gordo pelotudo, ¿no comés más?”; o “Qué hacés, gorrrrrdo”. A mí me agarraba una tremenda depresión, porque Brigitte era bellísima y esa circunstancia resultaba simbólica y universal: para todas las minas yo sería lo que ella decía que era. Una de las hermanas me pidió que le enseñara a manejar; acepté, pero en seguida me di cuenta de que ella ya sabía conducir un auto, y que lo único que quería era llevarme al descampado para contarme mierda de la otra hermana, la que había quedado como hermana mayor después del suicidio de Fabián y que tenía una nena fruto de su unión con un policía de la bonaerense, cosa que lo supiera el otro hermano mayor, que era representativamente yo. A su vez, la apareada con la Fuerza me abrazaba, me decía que me quería, que había que esperar a que me asentara en la ciudad, y que ahí sí todo iba a salir bien; me confesaba sus deslices, me pedía consejos, igual que como le hubiera gustado hacerlo con su padre devorado por el zooplancton o con su hermano asfixiado.

          Más adelante, mientras el viejo ya exclusivamente me llamaba por el nombre del occiso y Brigitte la Bella sólo se refería a mí con el único apelativo de “el gordo pelotudo”, a Beatriz se le ocurrió que estaría bien regalarme la ropa que había quedado del hijo muerto. “Voy a separar ropa de Fabián que creo que le entra a Pietro”, le dijo un día a la hija que me había llevado con el auto para hablarme mal de la otra hermana. “Me parece bien”, dijo ésta, y no dijo nada más.

          Corría ya el cuarto mes desde que yo me había instalado en la casa de esta familia. Cada tanto iba al otro pueblo a pagar el alquiler y volvía. Me había comprado la casa en el pueblo de Beatriz. Tenía tres casas y ninguna era mía. Hacía pocos meses era propietario en Flores, pero había derrumbado el mundo que había construido en base a culpas y a pisoteadas de mi padre ante todo lo que se manifestara como mío y a la vez florecido. Jamás había encontrado a alguien con quien hablar desde el corazón, a salvo una media hermana de Beatriz a quien yo conocía desde antes, una mujer que de verdad hablaba con el alma. Ahora yo estaba en otro lado, en otra galaxia. La provincia no es ni por asomo el escenario engañoso que es la Gran Conchuda del Plata, pero tampoco hay mucho vuelo que digamos. Un par de veces que quise ir al cine me hicieron volver porque yo era el único espectador y si pasaban la película perdían plata. Teatro, olvidate. Libros, nadie lee nada que no sea autoayuda; la mayoría lo último que leyó, si hizo la secundaria, fue el apunte fotocopiado de Matemática de quinto, y si no la hizo, dos o tres de esos cuadernitos de veinte páginas con figuritas que según la revista Anteojito eran Grandes Obras de la Literatura Universal. Cuadros, museos, esas cosas, hay dos o tres muestrarios regionales, pero nadie va. Y además, yo había vendido la casa y no tenía laburo, y tampoco tenía la más puta idea de lo que carajo hacer. Aunque, mientras tanto, jugaba a algo que, si bien no me correspondía, tampoco me disgustaba.

          Entonces a Beatriz, que seguía convaleciendo con un yeso que iba desde el cuello hasta el fondo del culo y que apenas le dejaba cagar, se le ocurrió que, además de regalarme toda la ropa del hijo fallecido, yo me podía ir a vivir ahí hasta que terminara de hacer los arreglos de la casa. “Ahí” era el cuarto de Fabián, el cadalso en el que se había colgado. Y después, si yo quería, me iba a mi casa, y si no, me quedaba, porque mi compañía ella la sentía como necesaria. Lugar para lavar la ropa y colgarla, había. Un plato más o menos no hacía diferencia, y a vos te queremos, Pietro. Para colmo, un día yo pensé que ella me llamaba y fui a su pieza a ver qué quería; cuando llegué, me dijo: “Pietro, no lo puedo creer, vos sabés que pensé en llamarte pero dije no lo voy a molestar... te llamé con el pensamiento y viniste...” Y se lo contó a la hija que tenía el vástago llamado Fabián con el pueblerino.

          Ésa fue la gota que rebalsó el vaso. Resulta que para entonces la pariente que hablaba con el alma me había comenzado a manifestar ciertos celos de mi estancia en el otro pueblo y de mis relaciones con gente de Buenos Aires. La forma de manifestarme todo eso era revisándome los mensajes del celular, los cajones, las cosas que yo dejaba escritas por ahí, la ropa, bien a la manera como se hace en el Interior. Yo no lo toleré y discutimos. La que tenía el hijo Fabián con el pueblerino aprovechó y le comentó a una amiga: “La verdá, ya estoy un poquito cansá que cada ve que vengo está ese en mi casa”. O sea, yo estaba cuidando a la madre que estaba a un centímetro de quedarse paralítica, y ella vivía con el pseudo marido a cinco cuadras. Pero se ve que yo había venido ejerciendo alguna otra influencia por algún otro lado que no me daba cuenta. Tiempo después me enteré de que le había caído mal la invitación a vivir ahí, con todos. “Claro”, pensó, “mamá lo deja vivir de arriba mientras éste hace guita alquilando la casa de la playa”. Pero yo no estaba ni enterado, y además le habría dicho que no, que yo me quedaba hasta que se curara por una cuestión de respeto y de solidaridad, después me iría a hacer mi vida sin olvidarme de mis amigos, pero cada carancho en su rancho, cada lechón en teta, esas cosas, como debe ser. Pero la minita se enojó por las dudas, y ahí mostró sus colmillos más filosos, ahí recién la empecé a conocer. Una de estas morochas más o menos llamativas que si están en Buenos Aires se aferran a un cargo público y empiezan a serruchar el piso a mansalva. Le gustaba la guita, el chisme, el falso lujo y la comodidad más que a la mosca el sorete. Consideraba que su familia estaba llena de negros, y que ella iba a tener sí o sí una vida distinta, y por eso se había apareado con un pelotudo con guita que era dueño de medio pueblo, sin importarle un carajo de nada, ni siquiera de lo que la quería un buen tipo con el que salía antes; no sabés lo boludo que era este chabón, pero boludo boludo en serio, eh. Pero como tenía plata que había hecho el padre corrompiéndose en una provincia fácil de corromper como es la de Buenos Aires, en la familia de la Beatriz le daban bola, porque también son así en el Interior: si tenés plata te miran con un respeto casi de base teológica. Te imaginás que mi “ascenso” repentino le cayó como un grano en el culo a la pendeja. Así que se “cansó” de que “cada vez que entraba tenía que verme”. Hija de puta, le estaba cuidando a la vieja, la concha de su madre. Qué va a ser, yo también me la busqué. Es como ese poema de Borges que cuenta cómo lo matan a Laprida, leélo y vas a ver.

          Paralelamente, la media pariente celosa no me daba más bola, y la hermana de Beatriz se solidarizó en aquella cruzada amorosa: desde diciembre hasta que me fui a meterme mi casa nueva en el culo -mediados de enero- no me habló. Incluso yo tenía un teléfono celular que me había dado la familia: un día fui a su oficina –la vieja empresita pesquera del padre ahogado- a pagar la cuenta y me atendió como si yo fuera un proveedor: “Pasá la semana que viene porque todavía no llegó, chau Pietro”. Con la pariente celosa nos carajeamos porque invité a una amiga de Buenos Aires a charlar. Brigitte ya ni me hablaba, y si me hablaba, encabezaba las oraciones con las invariables locuciones “gordo pelotudo” o “gordo boludo”. La hermana restante también dejó de hablarme, convencida en su visión materialista-vulgar de que yo estaba usurpando el espacio de la familia para ganar plata. A todo esto, yo ni enterado de por qué me habían dejado todos de hablar. Beatriz era la única que se dirigía a mí, pero como ya estaba más o menos curada, le agarró un delirio místico post enfermedad grave según el cual lo único importante de la existencia universal pasaron a ser sus hijas. Más que la comida, más que la guita, todo lo demás era relativo, viste cómo es. Así empezaron a compartir boludeces: las veía charlando más; ella les daba más plata que antes (porque se hacían dar plata por la madre); se ofrecían para hacer los mandados... En un momento la mayor estaba lavando la pileta de lona mientras la madre la miraba cebando mate, pero como estaba usando detergente espumoso y a cada rato se ponía de pie para decirle alguna pelotudez a la Beatriz, en un momento se patinó y se dio de culo contra el piso de la Pelopincho. Beatriz reaccionó riéndose a carcajadas, del mismo modo que esos tipos que se ríen de esos números de vodevil barato en el que uno de los personajes siempre se viene abajo ridículamente; a mí eso jamás me hizo reír, y siempre consideré que para desternillarse de risa de ese paso de comedia circense te tenía que faltar uno o más caramelos en el frasco. Pero, dada la circunstancia de unión supraterrenal que parecía reinar en ese nuevo estado de cosas en el que lo mórbido se iba yendo junto con el invierno, en esa risa descubrí el final de todo. Ya no querían unirse al muerto. Querían una vida dichosa junto a una Pelopincho que despedía esplendores de ferretería. Yo había ido a visitarlos, y nadie me dirigió la palabra. Con lágrimas de risa en los ojos, todavía recordando cómo la que reprodujo al policía se había patinado, Beatriz me despidió, me dijo “Chau, Fabiancito”. Le dije que viniera cuando quisiera a mi casa, y me dijo que sí, Fabiancito, sí, chau. Un mes más tarde les devolví el celular a través de una mensajería, y fue como si nada, como si se lo hubiera dejado una mano invisible.

          Así que para fines de febrero me encontré ahora sí irremediablemente solo. Había dejado todo en la Mierda del Plata: lo que se presentaba malamente como mi familia, mi trabajo enfermo, mi casa. Me había descorazonado de todo, y te aseguro que una cosa es decirlo y otra es sentirlo de verdad. Yo ya venía absolutamente deprimido desde 2003; el haber dejado todo en forma material me comió otra parte del corazón, pero ahora que la buena población del pueblo se había manifestado igual que la porquería que puebla Buenos Aires, ahora que me había comprado una casa en el lugar donde pensaba que iba a ser feliz y todo se había ido a la mierda, ahora que me había dado cuenta de que en todos lados se cuecen habas en serio, ahora no había más lugar para nada ni para nadie, y menos para mí. Viste cuando Virus dice “largar la piña en otra dirección”, bueno, no había otra dirección. No había nada. Mi casa de Flores transformada en una casa que me importaba un carajo y algunos dólares que me sobraron. Doscientos dólares por semana, dos años y medio y me comí todos los ahorros.

          Sentado en los sillones que había mandado traer desde el pueblo, sillones que había comprado en Flores, ahora desterrados, extraños a seis cuadras del mar, a media del bosque, en un lugar en donde en vez de “chabón” se dice “vago” o “loco”; en vez de “galletitas”, “masitas”; en vez de “salame” se dice “chorizo seco” y en lugar de “jardín”, “patio”; rodeado de gente cuya máxima pretensión es hacer guita para irse, con los patrulleros de la Policía de la Provincia de Buenos Aires sobreocupados de corruptos que si te agarran te torturan, siendo porteño y solo, desconmensuradamente solo, pensaba ahora qué hago.

          Y no hice nada. Los muertos no hacen nada. El Fabiancito se me cagaba de risa en la cara, amparado por el brazo que le quedó al papá después de que al otro se lo comieran los cazones de altamar, y que resultaba, así muerto y todo como estaba, más protector y hermoso que los dos brazos juntos de mi propio padre psicopáticamente vivo (y ojalá que por decir esto no me quede el día de mañana sin brazos, por favor). La Jocelyn, la primera nena muerta de Beatriz treinta años atrás, también me cabeceaba con la cabeza hídrica y se reía con dientes amarillos de venganza. Brigitte volvía a coger con el novio camino a la maternidad antes de los 20 y sus hermanas, satisfechas, despejaban toda posibilidad de que, si el Fabiancito se quiso morir, que no venga ahora a romper las pelotas bajo ninguna forma ni bajo ningún sustituto; y entonces, felices de la vida, una se cogía al pueblerino pelotudo y la otra se buscaba algún otro que no se fuera todas las veces con alguna puta, como hacía invariablemente el policía de la Bonaerense. La hermana de Beatriz se solidarizaba con su pariente y a otra cosa, porque la vida continúa. Y Beatriz me recordaba, pero no hacía nada, igual que cuando se mira una foto.

          “Es la raza humana”, confirmaba yo ya sin llorar, abrumado. Mi padre quería matarme; después yo mismo me quise morir; finalmente, terminé vivo y tomado por muerto; ahora no sé si me quiero morir, pero tampoco sé si quiero seguir viviendo y en qué términos: así pensaba en la soledad de mi casa campestre, marítima y ajena. Para entonces, los artículos de esta página llamados “Creo que me equivoqué” motivaron a varios a hacerme volver a Buenos Aires, donde hasta hoy alquilo una habitación en un estudio jurídico de un amigo. Mis libros, mi computadora, mi lavarropas, mi heladera, mis vasos, mis cubiertos, mi televisor, todo está a cientos de kilómetros en la casa que me compré, que más parece una tumba vacía que un lugar para ser feliz por una sola y definitiva vez en la puta vida, como yo quería. Con el transcurso de los meses, también la porquería que me estimuló para volver se fue dando vuelta y de la cara pasó a mostrarme el culo y de eso a desaparecer, pero esas actitudes ya las preveía yo desde que, por conocerlas de sobra, decidí irme de la Capital para abrevar en la supuesta hospitalidad provinciana y así moderar la desazón de mi alma, cosa que evidentemente no ocurrió.

          De tal forma que ahora no tengo lugar ni tengo gente. Lo que sí tengo es tiempo, pero, la verdad, no sé qué carajo hacer, porque en este modelo de ensayo y error todos los ensayos me dieron error. Quisiera no hacer nada, tender a la nada. Yo le contaba hace muchos años esta propuesta a la porquería, que no reaccionaba; es más: quedaba como un boludo diciendo lo que para ellos era una barrabasada, cómo éste quiere tender a la nada si yo quiero tener dos hijos, una casa, un auto y un trabajo y que mis viejos estén bien, pensaban. Pero yo quiero tender a la nada. Ser etéreo como la nada, estar y no estar, ser omnipresente e inmaterial, ser recordado y a la vez no percibido, estar en otro nivel, en otro continuo diferente de aquel en que se ubican los hombres, que todo lo corrompen. Quiero no querer, parece medio adolescente decirlo pero te juro que es así.

          Es decir, creo, que quiero continuar ocupando el lugar de un muerto, pero ahora ya no se de qué manera. Ciertamente no quiero morirme, porque yo qué sé qué te pasa si te morís. Pero soy tan miserable, tan farsante, que me doy cuenta de que jugué desde el principio ese juego que quizás me haya enseñado el perverso de mi padre, para quien fuera de su casa se hallaba el horror, y él todo el tiempo, la niñez incluida, me echaba de su casa. Entonces se ve que, ya arrojado al abismo, ya desposeído y despreciado, quise en otro sitio ocupar el lugar de un muerto, quizás para entender la mente perversa de mi padre, el por qué de su determinación, que hasta ahora sólo puedo ver utilizando como filtro de análisis el paradigma salud-enfermedad. Y ahora quiero seguir muriéndome aunque sea en joda, porque ése es el mandato que él me dio. Por eso la muerte se me figura dulce y contenedora, porque me la enseñó mi padre sin oposición de nadie, y ahora que lo pienso, tal vez por eso también elegí meterme en una casa ajena, en una historia ajena y espantosa y pasé a formar parte de ese espanto, de un tipo que se lo comieron los cazones, de una Jocelyn muerta a los nueve meses, de un ahorcado que quiso saber cómo era asfixiarse, de tres hermanas que se aferran al mundo material porque el mundo espiritual es para ellas no el mundo de los valores y los sentimientos, sino precisamente el lugar donde viven los espíritus en sentido provinciano, es decir, el reino de los fantasmas, de sus repentinas muertes para las cuales todavía no encontraron explicación. Yo quería, me doy cuenta ahora, ocupar de verdad aunque sea por una vez el lugar en el que me ordenó estar mi padre, que es el lugar de los muertos. Porque si no me gustaba el espacio que él construía, sin no te gusta, como decía él, ahí está la puerta de casa, fuera de la cual nos enseñaba que habitaba el horror.

          Ahora no sé cómo salir, porque, encima, me siento bien matándome, aunque sea simbólicamente. Así funciona la perversión: la víctima goza cumpliendo el mandato del perverso. Y me da tanta bronca que encima todo esto sea mi responsabilidad, que a esta altura ni siquiera me da para putear a mi viejo, que a la luz de los hechos objetivos resulta ser un grandísimo hijo de mil vagones llenos de putas, porque yo era un niño cuando me enseñó que yo me tenía que morir; pero, vistos mis más de cuarenta años, toda la culpa recae sobre mí, según la idea que comulga el común de la porquería.

          No sé, todo esto es muy enfermo. Por lo menos las hijas de Beatriz están contentísimas de que me fui, a ellas les va a hacer bien. Y yo, buscando trabajo como un quebrado entre mis nuevas cuatro paredes rentadas a precio de oro, ruego por que nadie entre a chorearme las cosas que hay en la casita que tengo a cientos de kilómetros del Río Color de Mierda, porque la poca guita que me queda es para pagar los alquileres del sucucho hasta que empiece a nacer de nuevo, cosa que no creo que pase, vistas las circunstancias, ya que hace rato que estoy muerto. Quizás, concluyo entonces, de verdad el viejo Alberto sea mi tío Alberto; quizás, como todos los viejos, tenía razón, hacía bien en llamarme Fabiancito y yo hice mejor en comprarle al Fabiancito que fui una casa vacía y vieja, en llenarla de libros, en arreglarle las goteras, en proyectarle un jardincito simpático y amable, en instalarle el gas y arreglarle las conexiones de agua caliente, en transformarla de casa de veraneo de otros en hogar cálido y propio para que, pobre, pase cómodamente el resto de la eternidad a seis cuadras del mar y a media del bosque de eucaliptos y pinos más hermoso, tranquilo y silencioso que pueda imaginarse.