jueves

Ocupando el lugar de un muerto (II)

          (Nota: Para la primera parte de esta crónica, hacer clic acá)

          En el pueblo el aire, el devenir de las cosas, el fluir de la historia universal, eran otros. No sucedía como en Buenos Aires que la nariz se calienta no bien comienza uno a aspirar. En el pueblo la nariz se enfriaba durante el último tercio de la inspiración, y entonces la nariz era otra nariz, la cara parecía cuartearse dichosa frente a la realidad desconocida de un nuevo aire que aireaba y auguraba; la nariz se enfriaba frente a los carteles de ofertas más genuinos que en el Charco de Plata, escritos por ignorantes reales y que declamaban quesos cremosos a precio de risa, corderos, lechones, huevos que todos saben que son de la granja del mismo almacenero; no faltaba un supermercado coreano que se había llenado de pueblerinos, pero que, no obstante, respetaba el horario de siesta de 12 a 16 todos los santos días. ¿Qué supermercado chino cierra en Buenos Aires a las doce del mediodía? En el pueblo, entre las doce y las doce y media finalizaba la actividad humana toda: los negocios que habían abierto a las siete o a las ocho cerraban indefectiblemente hasta la media tarde; las plazas se vaciaban; los automóviles se desgranaban pelando el bloqueado de cemento de la principal hasta el estertor solitario de algún escape descolocado durante la siesta; las señoras y los perros se repantigaban en la cama o en las esquinas, entrecerrando los ojos frente al fenómeno del movimiento o advirtiendo la llegada de un marido o de un peatón con molestia abigarrada en el entrecejo; los próceres perdían significación bajo el sol inofensivo, los papeles de publicidad mal pegados se arremolinaban en alguna boca de agua de 1930 o se desplazaban desordenados en igual o diferente sentido de circulación que las avenidas, que se llamaban como en cualquier pueblo San Martín, Mitre, Rivadavia, Centenario, Belgrano, igual que en todos los pueblos, Escuela Número 1 General San Martín, Escuela Número 2 General Manuel Belgrano, Escuela Número 3 Bartolomé Mitre y ninguna otra escuela, las escuelas murmuran mientras todos duermen la siesta, todos, los perros, el intendente, los presos, los almaceneros, las madres, los niños, las viejas, los árboles, la biblioteca, la Sociedad de Fomento, el Polideportivo, el Edificio de Rentas, el Hospital, el Cura de la Iglesia, la Iglesia, Cristo y la tierra entera durmiendo al ritmo del crecimiento de la papa, la soja, no sé qué otra esperanza, la explosión de gusanos y de ácaros ajenos a la ingeniería agrónoma, el culto a la lluvia, la muerte local que se despertaría a media tarde con la necesidad de una leche, de algún bollo mal armado en cualquier panadería decente y mugrosa, del recuento de billetes a ver qué queda y de la espera del quincenal.

          Mi espera, sin embargo, era distinta. Habiéndome despojado de toda esperanza, me regodeaba en el nivel mate cocido y me asombraba frente a los postes de iluminación vetustos que sin embargo ardían en la noche congelada. Aunque ninguno de los pelotudos que me rodeaban en Buenos Aires hubiese podido entenderlo, por primera vez en la vida estaba viviendo el presente, junto a nativos genuinos que tampoco cultivaban otra pretensión de tiempo más extensa que la del ahora mismo, y que del pasado discontinuo sólo contemplaban por escasos segundos algunos mojones de tragedia o de esplendor que, más allá de la última calle, no significaban nada para nadie –una decena de parientes en el cementerio, un casamiento, un cumpleaños de quince, la muerte de un patrón, la de un hijo, una última carta guardada desde hace ocho, doce, veinticinco o treinta y ocho años, el concubinato anterior de una, la carrera policial de otro, una enfermedad, un secreto más o menos apocalíptico-.

          Como ya dije, había alquilado una casita que quedaba detrás de la de una señora muy mayor que se aficionó al misterio que yo representaba, y a cada rato caía con supuesta casualidad uy Pietro, estás acá, qué bien, contame, y yo le contaba no sé qué le contaba, que necesitaba un tiempo para pensar, que la Gran Ciudad me había superado, que mi viejo era un psicópata, que mi mamá una sádica pasiva –pero la señora no entendía y yo sentía que estaba hablando de rosas de salmón en el puesto contraventor de choripán- y entonces ella, como cualquier vieja universal, me repasaba los fuegos artificiales de su pasado fácilmente glorioso: que fue virgen hasta los 32 años –bueno, eso sí es glorioso, por qué no estuve ahí, Dios mío, por qué, por qué todas las vírgenes se me van patinando sobre los pelos hediondos de algún hijo de puta que todas las veces se cansa de cogérselas y después me las deja culeadas para que me quieran a mí, qué pecado cometí en mi vida anterior-, que el marido la cortejó un año y después se casaron, que el sexo en el matrimonio sí es importante y que los dos hijos que tuvo no vinieron tocando el timbre, que esa casa la compraron después de que un tornado la destruyó, el único tornado que hubo en el pueblo a mediados de los cincuenta, y que poquito a poquito se fue haciendo lo que ahora es –que era una casa común-, que eso no estaba, que ese techo se hizo a lo último, y mientras tanto el sol caía tan limpio, venían gorriones a pararse sobre los frutales, se escuchaban pájaros que estaban en la otra cuadra, automóviles que pasaban por los arrabales del pueblo, donde la gente se porta mal; se escuchaba el roce de las patas de los perros con los pastos y las ramas de los jardines vecinos, porque todos tenían jardines (ellos les dicen “fondo”) y todos tienen parrilla (ellos le dicen “churrasquera”). La vieja me daba charlas de una hora, una hora y media, con la voz dificultada por un problema neuronal que le empezó cuando el marido le dijo que salía un rato al patio a leer el diario y a los pocos minutos ella le fue a llevar un mate que no pudo agarrar porque ya se había muerto sentado nomás en el sillón del juego, casi con los ojos abiertos, y la vieja lloraba como si se hubiera muerto recién, se le escapaban unas lágrimas dándome a entender que pudo haber sido mi padre y ella mi vieja, que sintiera yo también la muerte del marido que en verdad había ocurrido hacía veintisiete años, mi Dios, la mujer había dejado de vivir a principios de los ochenta, treinta y dos años virgen y veintipico casada y se acabó, a jorobarse en la casita hecha para siempre, asfaltaron la calle y el hombre se murió a las pocas semanas y a vivir de la pensión, listo, terminó, ya está, ahora viene la vejez de pueblo, para eso viniste. Los hijos, con el tiempo, se hicieron consignatarios de hacienda y se llenaron de plata, pero siguieron viviendo austeramente, porque no sabían otra forma, dejando todo lo que estaban haciendo a las 12 del mediodía, durmiendo la siesta y retomando a las cuatro de la tarde hasta las ocho de la noche y al otro día a las seis o siete y así. Por eso no le extrañaba a la mujer que yo a las cinco de la tarde saliera con ojos de siesta al jardín paradisíaco a leer un libro, te gusta leer, a mi marido también y ahí empezaba todo de nuevo, llanto, etc.

          Pero un día una gente amiga chocó en la ruta. Gente que yo conocía de haberme quedado tanto tiempo en el pueblo y de una relación anterior con una chica de ahí. Eran de otro lugar, pero tenían familia donde yo estaba. Venían a un cumpleaños y chocaron. Viste que en el Interior si hay un auto se suben todos a ese auto; si hay dos, capaz que se suben todos a uno para estar todos juntos y dejan a uno o dos para el otro auto. O sea, no es de racista ni de burlarme de las costumbres, pero te pongo las manos en el fuego de que es así, no por “ser” ellos de una manera, sino nada más porque lo hacen. Es como cuando sirven algo para comer: capaz que se comen todo en cinco minutos, se abalanzan sobre las facturas, se clavan el vitel toné igual que el sánguche de vacío, se chupan media sidra y le ponés champán y no lo toman y salen a comprar un cajón de sidra marca La Tradición. Capaz que vos llevás facturas y resulta que las miran y nos les gusta y agarran y van y compran pan, y se hacen mate y se comen el pan, y vos te quedás mordisqueando las masitas como un boludo. A propósito, para ellos “masitas” son las galletitas; “masitas de confitería” son las “masitas” nuestras. A las galletitas que no tienen dulce les dicen “masitas secas”, pronunciando “mashita sheca”. Un día te voy a contar mejor cómo hablan en el Interior.

          La cosa es que en el auto iban: un tipo ya para cincuentón manejando, que era el novio de la dueña del auto, que iba en el asiento del acompañante con una nena de tres años, la hija de una de sus hijas. Atrás iba la hija menor de la dueña del auto, que tenía 15 años pero parecía de 25 y su novio, un afortunado de 18 años que salía con la chica que era como Brigitte Bardot cuando era adolescente, pero hasta que hablaba: ahí te dabas cuenta de que del glamour francés tenía solamente el olor a queso gruyere del postre, y que ese olor la acompañaría hasta la muerte. Así que cinco personas en un auto chiquito. Resulta que el hombre, que era y sigue siendo camionero, no pudo esquivar a un boludo también camionero, pero con un camión de verdad que se cruzó queriendo entrar a una tranquera, para lo cual viró nomás hacia su izquierda obstruyendo los dos carriles de la ruta, y así se estrolaron los cinco a 120 contra el tanque de nafta del camión. Parece que, igual que en la Mierda del Plata, el pelotudo les terminó diciendo “loco, te juro que no te vi”. Salieron en los diarios, en la radio, en el canal local.

          El tipo se destrozó la cabeza y desde ese día quedó más o menos loco. Se la rompió contra el parabrisas, y además se rompió no sé si las costillas, no sé. Pero lo fundamental es que nunca más carburó como se debe. Brigitte Reina del Chorizo Seco casi se secciona el pie a la altura de la articulación de la tibia con el tarso, si es que existe esa articulación; hubo que darle un montón de puntos y sólo pudo caminar a las tres semanas. El novio se fracturó la muñeca. La nenita que iba adelante solamente se golpeó un poco la cara. Pero la mujer, suponete que se llame Beatriz, la dueña del auto que finalmente quedó inutilizable, se pulverizó una vértebra lumbar, una que ya tenía operada y que el accidente vino a agravar; además, no sé por qué lado le quedó presionado el nervio ciático, y si respiraba le dolía como si todo el tiempo te estuvieran poniendo mal las agujas de acupuntura, o como si el dentista te dejara el torno cuatro horas en el mismo lugar y apretando para el lado de la muela. Le dieron morfina en el hospital del pueblo –el mismo donde me habían salvado la vida un año y medio antes, pero que esta vez, como en la mayoría de los casos, diagnosticó mal y casi le dan el alta-. Después la trasladaron a Mar del Plata, que para casi todo el interior de la provincia de Buenos Aires es más o menos como si me dijeras a ver, no sé, Nueva York no, porque para ellos Nueva York es Buenos Aires y de Nueva York no tienen idea, pero lo que sería una ciudad de segundo gran nivel, algo tipo Nueva Orleáns, Los Ángeles, algo así. Porque en el Interior no hay nada, y Mar del Plata, con su zona de influencia, junta unos 600.000 a 700.000 habitantes, lo cual no es poco y obliga a tener buenas cloacas, farmacias, colectivos, gremios y toda la parafernalia. Así que la mandaron a La Feliz a que la arreglen.

          La familia de la accidentada, además, venía con antecedentes de holocausto. Fijate que dije “el novio de la dueña del auto”, y dije eso porque el verdadero padre de Brigitte (que tiene dos hermanas) un día salió con un barco de pesca industrial a juntar pescados para vender y nunca más volvió. Parece que se dio vuelta el casco y se ahogaron todos. Precisamente el día del accidente se cumplía un aniversario del naufragio. Pero ahí no terminaron los dolores para esta gente: Brigitte, además de tener dos hermanas, tuvo un hermano mayor que, no pudiendo superar el hecho de que su padre muriera ahogado, para entender cómo era se asfixió él mismo un día, así nomás, de buenas a primeras, armándose una horca con una sábana atada a un tirante del techo de su cuarto. Así, sin avisar, adónde está, ponele, el Fabián y el Fabián se había suicidado sin hacer ruido y lo buscaron por todos lados y estaba dando péndulos en su cuarto, colgado del cuello dislocado. Dejó una novia embarazada de una semana, que hoy por hoy le reclama a la Beatriz todos los meses una suma sideral y sueña con participar de la herencia de los barcos, que actualmente se cuenta por centavos, porque otra de las desgracias de la familia fue que los obreros que estaban en negro en el barco naufragado los arruinaron a todos haciendo juicios y juicios. Para colmo de males, a la mujer se le había muerto treinta años antes otra hija: la primera, a los pocos meses de nacida, de hidrocefalia; hoy el cadavercito está abandonado en un hospital de otro pueblo y nadie lo va a visitar. Yo fui.

          Así que me ofrecí, a la vista de que me había quedado sin familia, a auxiliarlos en tan penosa circunstancia, y me dediqué con ahínco a la tarea de hacer que sus convalecencias fueran lo más agradable que se pudiera alcanzar en esos casos. Porque sí, porque yo qué sé. Me habían enseñado en Buenos Aires, en diversos ámbitos, que yo no servía para nada, venía de dejar todo y estaba dispuesto a armar una historia nueva, pero esta vez dichosa. Así que me metí en un mundo absolutamente ajeno a mi cultura, gente que de verdad cree que la cumbia villera o la cumbia romántica son algo bueno, o sea música, gente que en serio come una milanesa cada tanto pero asado día por medio, gente que vive el sexo de la forma más animal que te puedas imaginar, gente que no usa servilleta salvo en los cumpleaños de quince o en los casamientos o bautismos, tipos que eructan en el medio de la comida no por maleducados sino porque culturalmente están así condicionados; pero a la vez gente que yo sentía enormemente buena, despojada de todo lo que había visto en Buenos Aires, tipos que la bondad los llevaba a que antes de hacerte un juicio se dejaran estafar, porque para qué se van a meter en eso, para qué la venganza; tipos que llega tu cumpleaños y es un honor en serio para ellos saludarte y que les aceptes el regalo, tipos que ven como un desprecio que no quieras tomar el mate que te dan con cariño, tipos que te invitan a ponerte en pedo con ellos porque así es como entienden que se la pasa bien, y si yo me pongo bien quiero que vos también estés bien; personas amables que como tienen necesidad de verte porque te quieren, van directamente a tu casa sin avisarte porque saben que les vas a abrir la puerta y van a pasar un buen momento comiendo bizcochitos y hablando del mundo pueblo un martes a la tarde, no como en la Puta del Plata en la que para ver a un amigo de toda la vida tenés que pedir audiencia con veinte días de anticipación y encima te dice que tiene alguna pelotudez que hacer. Así era esa gente que empecé a querer, tan distinta a la de Buenos Aires, donde el culto de la amistad es algo al pedo.

          Mientras todo el mundo se recuperaba, iban pasando las semanas y la mujer evolucionaba cada vez peor, pero nosotros teníamos que decirle que estaba cada vez mejor, y ese juego nos unía, y al mismo tiempo me incluía en un devenir deseado desde mi primera y última infancia, desde la primera vez que me descorazoné por la advertencia de los abusos morales de mi padre y la pasividad permisiva y antinatural de mi madre. La mujer tenía que hacer cientos de kilómetros en remís ida y vuelta para atenderse en una clínica decente. Le pusieron un corset de yeso que en principio sería por unas semanas, pero que terminó teniendo cinco meses. Cada vez que iba al médico lejano, le decían: “Mirá, Beatriz, la verdad que te veo bien, pero por las dudas te voy a dejar el corset un mes y medio más”, y ahí a volverse llorando, a imaginar que no puedo caminar más, un drama, a cómo voy a hacer si me lo tengo que quedar todo el verano, ya no puedo más estar acostada todo el día.

          Pero yo, firme. No tenía nada que hacer, no me importaba más nada, no me quería casi nadie, en cualquier lugar era sapo de otro pozo –incluso en la Podrida del Plata-, así que, visto que me aceptaban, me instalé con descomunal alegría en la casa de los accidentados, como si me hubieran escuchado un ruego. Seguía pagando el alquiler en lo de la vieja del otro pueblo, pero vivía con la familia que había chocado, así, de un día al otro. Allí encendían la estufa en abril y la apagaban en octubre o noviembre. Era una casa de mujeres madres y yo no había tenido madre, había tenido otra cosa, pero madre no. No existía ningún padre desde que las chicas eran chicas. Unos años más tarde no hubo más hermano. Me dieron una cama y me confiaron el cuidado de la salud de todos, especialmente de Beatriz. Brigitte, hermosa, me invitaba a jugar a la Perinola con el novio, Pietro jugá conmigo. Después de la perinola estaba la comida, la hermana de Beatriz llegaba de trabajar y me decía con una sonrisa “Pietro sentate, dale comé, cómo la viste hoy a Beatriz”. Se podía mirar televisión hasta altas horas. Una de las hermanas -la mamá de la nenita que iba en el auto sentada sobre Beatriz- me dijo te re quiero muchas veces; la otra, que vivía con un pueblerino y venía de tener también un hijo, se ofreció para que el día que me instalara ella trabajara de secretaria de mi estudio. Quizás el único defecto de toda esa danza de la aceptación era que para entrar al baño principal de la casa había que pasar sí o sí por mi cuarto. Pero eso también me unía a ellos: mientras ellos cagaban yo dormía al lado, mientras se bañaban, ahí estaba yo a punto de acostarme; si entraban quizás yo ya dormía y era imposible no percibirme, porque es cierto que ronco. Tan bien me sentía que llegué a pesar 106 kilos.

          Entonces le encargué definitivamente la venta de mi casa de Buenos Aires a mi hermano. Al poco tiempo se vendió, y yo estaba feliz, feliz, recibiendo un cariño de familia que jamás había recibido, cuidando a Beatriz-madre, gozando porque Brigitte-madre me invitaba a jugar a la perinola, placiendo con las anécdotas de las otras chicas, viendo cómo sus hijos correteaban por la Casa Libre, tan distinta de mi casa chorizo de la niñez, en la que uno se equivocaba de cosas que no sabía que eran error ni que conllevaban castigo, y recibía el castigo igual, con padre psicópata, con madre sádica boba, con mis hermanos callados y siniestros. Allí había estufa sin culpa, comida sin culpa, amigos sin culpa, podía quererlos sin que me dieran vuelta la cara, podía cuidar a mi vieja enferma, podía ir y venir sintiendo mío un lugar que no lo era, pero que no me hacían sentir ajeno, como mi viejo me hacía ver que era la puta casa chorizo que supuestamente había comprado para bien de todos. Me hice amigo del mejor amigo del muchacho que se ahorcó, un tipo buenísimo al que tuvieron que pararlo porque se quería tatuar el nombre del muerto en los dos brazos, en el pecho y en la espalda, y que a su vez le puso “Fabián” al hijo, igual que su mejor amigo muerto. Años después, seguía visitando la casa de aquel que había decidido sustraerse a su cariño, inexplicablemente. Bueno, ese tipo se hizo mi amigo, lo acompañé a hacer de patovica a un boliche, me presentó la novia, fuimos al bingo, quería que saliéramos a buscar minitas, y a mí me explotaba el corazón.

          Era todo perfecto. En mi derrumbe, el cuidado de aquellas mujeres enfermas me había introducido en un mundo familiar que me venía faltando desde que yo era yo.

          Pero otros fantasmas rondaban aquella felicidad, fantasmas que, como esto ya viene largo, vas a conocer en la próxima entrega.