domingo

Ocupando el lugar de un muerto (I)

          Ahora te voy a contar una historia que si no querés no la creas, pero fue real; y además, no pasó hace mucho: el final del asunto enfermo que estás por leer tiene menos de cuatro meses. Fue así.

          Si leíste casi todo este blog estarás enterado de que un día dejé todo lo que tenía y me fui a la mierda. Vendí mi casa, me llevé mis cosas en un camión que no sé cómo conseguí y me fui al Interior a ver qué pasaba. No me importaba si el día de mañana tenía que terminar pidiendo limosna, etc. Se lo había contado a mi familia y, lejos de jugarse con una respuesta comprometida, me contestaban con preguntas en las que me tiraban el fardo a mí, del tipo: “¿Y te conviene hacer eso?” O sea, no me decían “No, Pietro, no te vayas que te vas a morir de hambre, no sé, te ayudo yo, no sé, hacemos algo juntos”. No. Me decían “¿Pero estás seguro? ¿Ya sabés qué vas a hacer allá?” Cero compromiso. Pero ya les dije cómo funciona mi familia: mi padre es un psicópata grave; mi madre (su complementario), una pasiva patológica que si no dice “sí” seguido del nombre de mi padre, no dice nada; mi hermano se siente beneficiado en su mediocridad por el apoyo que recibe de mi padre, para quien yo soy un inútil y él (o sea, mi hermano) un tipo que pone voluntad para hacer las cosas y que también le dice que sí y que siendo así entonces está todo bien; finalmente, mi hermana –hija de mi madre- está cada vez más quieta (últimamente me enteré de que está de Rivotril) y no se compromete con nada que no tenga que ver con ella misma, igual que mi mamá, pero mientras para mi vieja “ella misma” es mi papá, para mi hermana “ella misma” es ella misma. El que tenga oídos, que escuche.

          Un viernes tuve todas mis cosas en la vereda. Busqué con ahínco de tipo necesitado alguien que me ayudara a cargar las cosas en el camión con acoplado que venía de descargar papa en el Mercado Central. Para que viniera hasta mi casa le tuve que explicar al tipo como media hora por teléfono, celular de larga distancia, me costó una fortuna. Le pedí a una amiga que me consiguiera algún pibe que quisiera ganarse unos mangos cargando cosas, ayudándome a bajar desde el quinto piso bultos que tuve que armar en tres días (porque el camión papero tenía también “sus tiempos” y no podía llevarme las cosas al pueblito así nomás: había que esperar a que él cargara la cosecha y la trajera a Buenos Aires; y una vez ahí, había que esperar que le dieran permiso para descargar, porque parece que en el Mercado Central hay una maffia que no te deja descargar así nomás, como en todas las actividades comerciales de esta ciudad de mierda). Pero la mina no me llamó, como así tampoco ninguno de los mil tipos de molde que llamé para ver si conocían a alguien que pudiera venir a trabajar dos horas llevando paquetes. La cosa es que por suerte el tipo vino con el hijo y además el aprendiz que trabajaba con el ferretero de al lado del edificio aceptó faltar a la secundaria nocturna por 25 pesos. Que no fueron 25 pesos, porque en el ir y venir de bultos me afanó un reloj que me había regalado mi abuela la buena el día que me recibí de abogado.

          El camión tenía que llegar a las seis de la tarde, pero a las cuatro me llama el tipo y me dice que está a la vuelta. Yo no había terminado de embalar el colchón de dos plazas que tenía al pedo porque ni tenía novia ni nadie me quería, y mientras tanto contestaba mensajes de texto de una que trabajaba en el lugar en el que renuncié, que ganaba como diez lucas por mes libres de impuestos, y que me decía “Pietro, siempre hay una oportunidad”, absolutamente descolocada de mi realidad, incapaz de ver mi realidad, tan superficial que, parados en la misma superficie, había que mirar para arriba si querías verla. Yo estaba a punto de empezar a cargar las cosas en un camión papero y la mina me salía con frases de autoayuda pelotudísimas. Le dije en un mensaje, mientras sostenía el colchón al que estaba cubriendo con un “foil” plástico de un rollo muy angosto que fue el único que conseguí: “Ya les di a todos 40 años de oportunidad”, y la imbécil me contestó: “Ok, te mando un beso”. O sea, me contestaba como si me fuera al cine, como si me fuera a uno de esos countrys de mierda donde se desesperan por pasar un fin de semana; la pelotuda de diez mil por mes, irresponsablemente desprendida del compromiso de que un amigo o un ex compañero de trabajo se haya descorazonado de todo lo que ella representaba, la tarada me decía con el mismo idioma que sus amigas descerebradas “Ok, te mando un beso”; con esa nueva filosofía tan mierda que prescinde de todas las circunstancias adversas de la vida y que te lleva a pensar que todo lo que vos hacés es porque “te gusta” y no porque te obliga la mierda que es todo. Pero claro, desde las diez lucas que ella ganaba (ahora debe ser por lo menos un 30, 35% más) la realidad se ve como desde un avión de oro, las miserias de los demás, según esa pelotudísima cosmovisión, les vienen “en parte porque ellos quieren”. Así, siendo incapaz de hacer nada trascendente, se cagaba en general con esta percepción aérea y despreocupada del mundo en la trascendencia de los demás, es decir, en el caso que nos toca, en mi desesperante angustia que me hacía trascender las fronteras de la ciudad-país y emigrar hacia no sabía dónde, para esperar no sabía qué. A la pasatista extrema le estaba diciendo que era el momento más horrible de mi vida: todas mis cosas en la vereda, un camión papero, un ayudante de ferretería ladrón, dos payucas que no entendían nada transportando mi todo, sin familia, sin novia, sin una mierda, y la acaudalada mundana, que en vez de llamarme por teléfono me mensajeaba como si estuviéramos no sé, ella al borde de la pileta y yo pidiéndome algo en el all inclusive, me decía “Ok, te mando un beso”, como le iba a decir dentro de un rato a alguna otra pelotuda que se mostraría incapaz de responder cualquier pregunta porque tendría que ir a buscar a la hija al colegio y no podría hacer las dos cosas al mismo tiempo, o como le diría a alguien con quien se habría cansado de conversar, alguien que le estaría hablando de a ver cuándo nos juntamos, decile a tu marido que me debe un asado, esas forradas. “Ok, te mando un beso”, y yo al interior a joderme, y ella a ver cuánto le quedaba de saldo a ver si podía irse a algún spa después de las botas de Ricky Sarkany. Y lo peor es que seguramente se jactó de que con ese mensaje de texto pedorro a quince minutos de que viniese el camión papero de la mudanza agotó las posibilidades de que yo cambiara de opinión. Dios mío.

          Hacía un calor de perros, pero a las ocho y media de la noche de ese viernes en el que los porteños pensaban pelotudeces de salir a tomar algo, yo ya tenía todo arriba del acoplado (todo: la cama, las almohadas, la heladera, el lavarropas, toda la vajilla, el juego de sillones, dos mesas, todas las sillas, las bibliotecas, más de mil libros, toda mi ropa, un escritorio, dos teléfonos, la computadora, todo lo que había juntado en cuarenta años de vivir al pedo con poquísima guita, mucho pero mucho esfuerzo y un padre hijo de mil puta que ante la callada aquiescencia de mi mamá y mis hermanos me menospreció la vida entera). El chofer iba saliendo de la Capital según yo lo iba guiando, porque sabía solamente el trayecto pueblo-Mercado Central-pueblo, pero yo lo había hecho venir hasta lo que para él era la Loma del Orto a hacer algo que él no tenía la más puta idea hacer, porque toda la vida había cargado bolsas de papa y de cebolla o granos en el camión, pero nunca había hecho una “mudanza”. Y yo tenía que hacerla sí o sí con ellos, porque frente a los 800 pesos que me cobraron, cualquier hijo de puta que sabía del tema (es decir, de cómo aprovecharse de un boludo que se quiere ir a la mierda) estaba cobrando 2.000.

          Cerca de las diez de la noche estábamos dejando atrás la maraña inmunda que es Buenos Aires. Cada tanto pasaban por la ruta automóviles caros con soretes que manejaban y minas que se les reían al lado, gente para la cual la vida era algo bárbaro; se iban no sé, a Gesell, al Casino, a algún lugar a coger y sentirse bien. Yo me iba con un desconocido y su hijo a un pueblo de mierda porque todo me había defraudado. Todas las cosas que había logrado juntar en la vida estaban en el acoplado que hacía unas horas había venido a B.A. cargado de bolsas mugrientas de papa. Había tierra por todos lados, y la parte del chasis iba vacía, porque fuera de lo que era mío, no tenía nada más.

          El aire se enfriaba cada vez más. El calor de la Puta del Plata, ya en viaje hacia no sé qué zonas de no sé qué ruta, junto a la cual crecían tranquilamente los pastos y las alimañas, era una anécdota que en la provincia no interesaba. El pendejo se echó a dormir en una de esas camas que los camioneros tienen en la cabina. Tipo doce y media de la noche pagué la comida en una parrilla que nos estafó con carne de mierda, chinchulines secos y gaseosas calientes, y después de comer siguió manejando el pibe, mientras ahora el padre roncaba como un cerdo en la cama que estaba detrás de los asientos. Yo creía saber que los lugares en los que comen los camioneros son los mejores lugares de la ruta, pero una vez más, para mi mal, se derrumbó otro buen mito. Los únicos mitos que seguían vigentes eran los que auguraban mierda: si dejás todo, perdés; si nadie te quiere, cagaste; si no tenés personalidad, fuiste; si no tenés guita, nadie te da bola; si no te hiciste “un futuro”, cagaste también. Por suerte me dormí rápido, pensando que toda esa espalda que me dolía de armar bultos a lo loco durante tres días y de bajar muchas cosas cinco pisos por escalera me iría a doler mucho más a las seis de la mañana bajándolas del camión, porque el tipo a las ocho tenía que estar en no sé qué campo, y esto me lo hacía como changa, o sea que no se iba a perder de descansar por más que se estuviera ganando con mi mudanza 800 pesos. Él hubiera preferido “volverse vacío”, llegar tranqui, dormir como un hijo de puta y después salir a cargar cebolla o no sé qué mierda otra vez, para volver una vez más al Mercado Central y así seguir su derrotero mediocre hasta reventar de trabajo forzado. Por eso valoraba tanto la siesta y esas cuatro horas en las que, en lugar de estar mirando la ruta, tuvo que quedarse estacionado frente al departamento, en una Buenos Aires agresiva que a cada rato le tocaba bocina, que a cada rato le hacía sentir la ajenidad, que a cada rato le mostraba minas que él ni siquiera se había imaginado viendo de reojo los partidos de fútbol en los bares tipo vómito en los que paraba, jamás ninguna de las putas con las que anduvo se asemejaba en belleza y en aroma a la más quinceañera e imbécil de las adolescentes del colegio que quedaba a dos cuadras de mi antiguo departamento. Buenos Aires le mostraba a él y al tosco del hijo lo que jamás llegaría a ser de ellos, todo el tiempo que estuvieron –como estaban sus vidas- estacionados con el camión listo para regular hacia el campo abierto de donde nunca quisieron salir; pero ahora estaban ahí, entre el aire sucio y la gente infeliz que pensaba que los sucios eran ellos, entre viejas peores que las viejas del campo, entre tipos del campo que se habían venido a trabajar de porteros a Flores, entre cagadores de rutina que habrían maxikioscos o ferreterías y que a la par que vendían bulones cambiaban cheques de terceros, entre esposas putas iguales que las de allá pero mucho más lindas que las de allá, entre madres con carritos que cuidaban a sus bebés babeados de la presencia de los provincianos camioneros y sucios, entre puteadores de tránsito, entre ofertas todas superiores a la poca guita que llevaban encima. Y yo con ellos, con el saludo de la negada mental del laburo, “Ok, te mando un beso”, el beso plástico, vago y ajeno de compromiso rebotando en las mejillas como un ramo de cardos boludo e innecesario, como la promesa de mandarte una porción de lechón adobado que hizo mi mujer, inútil, improcedente, no servía ni para consuelo ni para que quede registrado que alguna vez te quisieron ayudar.

          Así que como a cientos de kilómetros de Ayacucho me dormí, ahora muerto de frío. Medio dormido, el viejo me tiró una frazada llena de tierra que tenía mucho olor a pelotas de tipo adulto, mientras el pibe que no llegaría a los dieciséis años manejaba el camión y cada tanto también cabeceaba, porque vos sabrás que es muy difícil no dormirse manejando cuando todos los demás están dormidos. Cada tanto yo me despertaba y me daba cuenta de que en mi pobreza espiritual había estado soñando con un futuro libre de toda presión, creyendo que esos pastos del costado de la ruta me augurarían la paz para siempre, una paz construida con papa buena, con mate cocido, con hombres de pueblo cuya maldad más importante fue algún insulto que alguna vez le tiraron a alguien que los cagó mal, con plazas tranquilas donde todos los días era domingo, con gente a la que realmente le interesaba tu historia y de verdad te preguntaba cómo estabas, qué podía hacer por vos, gente a la que vos también comenzabas a pensar a ver qué podías hacer por ellos, amigos de las puestas de sol, amigos de las peñas de los jueves o viernes por la noche, amigos de la guitarra y del recitado campero, vacas, trigo meciéndose al sol de la tarde mientras la historia de la perfidia y la maldad se desarrollaba absolutamente en otro lado.

          Como a las cuatro de la mañana entré a la casa que había alquilado en el pueblo. El hombre y su hijo se fueron a dormir hasta las seis, hora en que vendrían a ayudarme a bajar las cosas. Yo no pude dormir: sentado en una cama de una plaza que no tenía colchón, miraba la pieza que venía de muy otra historia, que se había levantado mientras en Buenos Aires pasaban otras cosas, alguien había construido ese cuarto maravilloso donde ahora, una madrugada de abril, hacía tanto frío que todo tendía a la inmovilidad y era tal el silencio que sólo se escuchaba mi presión cerebral entre los oídos, y algún perro a muchas cuadras de distancia. Abrí la ventana de la casa y el olor a jardín vacío invadió la habitación también vacía en la que había un hombre vacío que miraba la oquedad del jardín nocturno como se mira un cuadro negro, esperanzado de que empiecen a salir las imágenes por alguna magia que jamás habrá, la misma magia que busqué desde chico y que vi morir muy lejos de mí, atrapada por los zorros de siempre, masacrada por la realidad, desvirgada sin consentimiento de la víctima. Entre toda esa belleza y la de un cementerio no había mucha diferencia. Incluso la dueña de la casa se estaba también por morir, pero vieron cómo es la vejez en el campo: la gente es más sana, aguanta más, es más feliz, es más boluda, qué sé yo. Todavía no murió, y espero que no se muera nunca, porque me quiso desde el día uno que ocupé la casa y aun cuando era evidente que algo raro había en un tipo de 40 años que había dejado todo y que a las seis y media de la mañana ya había acumulado todas sus pertenencias en una habitación de cuatro por cuatro.

          Porque cuando el camión se fue a buscar no sé qué tonelada de hortalizas, mi nueva casa quedó colmada de bultos que no sabía adónde carajo meter. “Uy, Pietro, cuántas cosas”, se espantaba la vieja, pero lo cierto era que todo lo que tenía al final entraba en una pieza. Cuando terminé de acomodar todo, después de esos cuatro días de infierno, me acosté en el colchón pelado que tenía por todos lados manchas de mugre de papa y miré al techo ajeno en el silencio fresco de la tarde hermosa. Me eché al colchón porteño que había sido mío, pero ahora al costado había un jardín que no tenía nada que ver conmigo, con una vieja que no era mi vieja pero que me quería más que mi vieja, una cocina de antes de que yo naciera que mientras se desarrollaba malamente mi historia ya estaba ahí, instalada para que dentro de 40 años yo fuera a descorazonarme para siempre al pueblo, a darme cuenta de que no tenía nada, a considerar que ninguna de mis acciones, que habían consistido hasta el momento en buscar el bien sin mirar a quien, habían servido para nada; a deponer todas mis armas y no buscar nunca nada más, en fin, a sentir que toda esa belleza me era tan ajena como la superficial del laburo, como mi madre sustituta que en el pueblo era la dueña de la casa y que tenía 83 años de levantarse todos los días a las cinco e interactuar con perros, vacas y legumbres, como las paredes entre las que a otros que estaban a cientos de kilómetros se les había brindado amor de verdad, mientras yo en la Gran Ciudad desafiaba la desdicha y anudaba relaciones que frente a las cosas más terribles te contestaban “Ok, te mando un beso”. O sea que si las cosas del mundo me eran ajenas, el lugar en el que se me figuraba que tenía que permanecer para siempre, libre de toda envidia, de toda presión y de todo mal, sería nada menos que el lugar de un muerto. Y en ese momento acababa de ocuparlo, después de bajar todos mis bártulos baratos de un camión que sólo pocas veces volví a ver en el pueblo, igual que a veces algún tipo que no puede dormir dice que vio el carro de la Muerte.

          Así, yaciendo, en la dulce modorra de la dejadez, entre sábanas de tristeza en medio de aires purísimos, flores de jardines de otros y familias pueblerinas que ni me sospechaban, creí en la dulzura de la desaparición. Lo que nunca podía sospechar era que, meses después, realmente llegaría a ocupar el lugar de un muerto de verdad, entre gente ingnorantísima que, sin yo quererlo ni buscarlo, hasta me empezó a llamar con el nombre de un pariente que se les había suicidado.

          
          Pero ésa ya es otra parte de la historia y hay que esperar a que te la diga.