sábado

Razón de vivir

          Desde hace unos 10 años los perros, en vez de gruñir o morderme como lo hacían antes, se acercan y me siguen. La prueba de fuego de este don ocurrió de casualidad en 2008, en un pueblo del Interior: una pequeña jauría salvaje bajó de una sierra a los ladridos de combate irracional; yo era el único en la calle de tierra y la casa más cercana -un rancho de material deshabitado y sin batientes en las ventanas- se veía a la luz escasa del final de la tarde, a unas dos cuadras de campo. Me quedé quieto, y entonces los siete u ocho perros detuvieron su carrera y se quedaron mirándome, con la lengua afuera y los ojos brillosos. Les di la espalda y seguí caminando; y hasta la primera calle de cemento, a la que llegué ya de noche, me acompañaron, a veces aplastando la nariz inmunda o golpeándose el lomo contra mi pierna, a veces queriendo esparcirse con los cordones de las zapatillas, a veces saltando sobre mí y moviendo la cola. Al primer semáforo, volvieron corriendo en dirección a la sierra.
          Con los chicos me pasa lo mismo: retozan a mi alrededor y procuran mi atención; cuando no pueden sino demostrar inteligencia, generamos una empatía dichosa cuya emoción dura hasta la adolescencia. Cuando, en cambio, su futura mediocridad se trasluce en el embrión de sus miradas sin contenido, no me impulsan sino un licuado de piedad y repulsión, igual que los que tienen cara de adulto.
          Le comenté a Cholita, con quien parece finalmente que nos amamos, que la demostración más irrefutable de que me acecha la miseria es precisamente el hecho de me buscan para interactuar los niños babeados y los perros. Pero Cholita repuso:

- Terminala. Terminala con ese tema. Los perros te siguen porque vos sos bueno, ¿no te das cuenta?

          "Sí", pensé, "por eso me dan miedo", y entonces tuve uno de mis segundos de tragedia, como cuando sueño que soy solamente una parte de mi cuerpo que, aunque inútil, vive, y que viajo compulsivamente con otras porciones de hombres (brazos sueltos, troncos sin cabeza) en un tren de paredes de madera a Auschwitz, y que muelen a patadas a un niño delante de nosotros, los prisioneros civiles, cagándose de risa.