sábado

Paréntesis por algo que me acordé: mi tío Martincito

          Antes del artículo que prometí quisiera volcar aquí un recuerdo que se me vino como una saeta horrible. Quisiera hacerlo cortito porque me siento muy mal.

          Mi tío manejaba un taxi desde hacía más o menos diez años. El taxi era de mi abuela. Cuando el tipo nació, su mamá murió en el parto; según mi viejo, durante toda la primaria tuvo temor de entrar a la escuela porque el guardapolvo blanco de los maestros le reflotaba una huella del inconciente y entonces lo relacionaba con el delantal de los enfermeros tratando de salvar a la madre. Lo crió mi abuela después de la muerte de su hermana. El padre desapareció: se fue a vivir a una villa miseria.

          Mi tío para los ochenta se había casado con una chica de barrio a la que el padre trataba mal y que tenía un hermano estrábico y muy vulgar, que hacía ruido con la boca cuando comía. Un día vendieron todos los muebles y se fueron a vivir a Estados Unidos, pero luego de unos meses terminaron ambos pidiendo limosna en Nueva York y durmiendo en el subte. Cuando regresaron a Argentina, la chica de barrio lo dejó y formó pareja con uno que cobraba un sueldo. A pesar de estas contrariedades, el hombre había estudiado inglés en una academia también de barrio y sabía pilotear avionetas, no me preguntés cómo. Tenía una relación ambigua con mi abuela: parecía más la mujer que la tía. Le decía "mamá", porque no había conocido a su madre, salvo la fantasía inconsciente de que una madre se moría todo el tiempo. Para resistir este desorden, constantemente le ponía sobrenombres.

          El caso es que este hombre, que -ponele- se llamaba Martín, derrumbado por sus condicionamientos, se resignó a trabajar de taxista. Manejaba un auto que compró mi abuela luego de vender el que tenía su esposo muerto.

          Imaginate que si mi a mi tío le generaba culpa el solo hecho de haber nacido -ser homicida de su madre- todo lo demás no le iba muy en zaga. Su vida era un rosario de incapacidades y fracasos. Nunca tenía un peso. Vivía en un ambiente mal construido ubicado en una terraza: cuando la porquería iba a tender la ropa, por una ventana desbandada imposible de arreglar se veía la casa de Martincito, siempre desordenada, porque comía, se bañaba y miraba televisión en lo de su madre. Él no tenía televisor ni otra comodidad que un placard y una cómoda. Quería salvarse con la quiniela y hacía comentarios tipo "hoy salió el cero siete... Yo le jugué al VEINtisiete y al CUARENtisiete..., mirá vos."

          Cierto día un pariente pronosticó, sentado a la mesa de la casa en que yo vivía con mis padres, que a la sazón estaba repleta de comida:


-Yo lo que no sé es por qué Martín no se saca una obra social. El día que le pase algo nos vamos a fundir todos, va a haber que empezar a sacar plata para pagar lo que haya que pagar. Está COMPROMETIENDO a toda la familia. ¿Sabés lo que está una simple radiografía? Imaginate si tiene que caer en terapia intensiva, son dos mil, tres mil pesos POR día. Yo no sé, ¿no tiene conciencia? Vamos a terminar todos fundidos, y no es que no se lo pueda pagar, porque el taxi lo maneja diez doce horas por día y a veces más. Lo que es, es que no le interesa nada de la gente que está con él, que justamente somos todos nosotros.


          Ese pariente que hablaba -que no nombro, porque viste cómo se alimenta la susceptibilidad de los que tienen la panza llena- tenía mucha plata. Yo pensaba: "¿comprometiendo? ¿a quién compromete? ¿qué problema tenés con el compromiso? ¿qué pasa, no te gusta tener un pariente en un hospital público? ¿por qué no ves este asunto como una inversión? Pagale vos la 'obra social' y te vas a ahorrar todo ese problema que decís que vas a tener. Vos vivís en un palacio y él en un cuchitril. Vos te mandás pedir vestidos no sé de dónde y él aprovecha las ofertas que ve pasando con el taxi por Pompeya. Vos tirás la casa por la ventana cada vez que hacés una fiesta y él no tiene ni casa ni ventana. Pagáselo vos y callate la boca, ¿o qué otra cosa estás queriendo decir? ¿Realmente considerás que el indigente de Martincito se está cagando de risa de todos ustedes? ¿No ves que no tiene un mango? ¿No ves que tuvo una vida de mierda? ¿No ves que lo abandonó la madre, el padre y la mujer? Y además, ¿lo único que te preocupa de su futura e improbable enfermedad, que todavía no le agarró, es que vas a tener que gastar plata en curarlo? ¿En qué otra cosa te gustaría gastar la plata? ¿En boludeces de shopping? ¿En otro auto? ¿En otro yacuzzi? ¿Por qué no te vas a la mierda?"

          Yo también pensaba: "Ustedes son un montón. Si se ponen de acuerdo -a precio de hoy-, podrían solventar entre todos la medicina prepaga de Martincito gastando menos de 20 pesos cada uno. La miseria material de Martincito se refleja en sus miserias espirituales." Pero claro que yo no podía decir nada de esto, porque vivía con mi padre, y el primero que me iba a descalificar iba a ser mi padre, con la aquiescencia de mi madre y el beneplácito de mis hermanos y de todos los concurrentes. A mi familia -como a la monstruosa mayoría de la porquería- le gusta recriminar las eventuales ayudas que da, como para que quede bien claro que vos sos gracias a mí; pero la subvención de las cuotas de medicina prepaga para Martincito iba a ser una "ayuda" que no iban a poder cobrar pasando ninguna factura: no sólo porque mi tío no tenía dinero y nunca lo iba a tener, sino, además, porque en su estructura psíquica no había lugar para más culpas, tampoco la que ellos le buscaran generar.

          Así que mi familia, acostumbrada al método Santa Rita de que todo lo que te da de algún modo te lo quita, comenzó a considerar -apelando al ideario clasemediero de piojo resucitado- que el hijo de puta se hacía el pelotudo para sacar todo de arriba. Entonces fue mi viejo y le ordenó que se pusiera como adjunto de mi carnet del Santa Isabel, un sanatorio también de clase media que quiere cagar más de lo que el culo le da. No sé cómo iba a hacer para pagar, no sé. Al mes siguiente, por haber recomendado un cliente, me llegó cero pesos de cuota. "Che, papá, lo voy a llamar a Martincito para que paguemos la mitad cada uno", le dije a mi viejo. "Bo hacete el boludo, si dice cero, vo pagá cero, ¿pa qué vas a llamar, a quién?" Yo tampoco tenía un mango y en esa época era muy pero muy cagón de mierda. Mi padre me echaba de la casa cada vez que podía: pensé en mí, como pensaron mis parientes, y no compartí esa primera cuota con Martín, mi tío de treinta y pico de años tan desventurado que ahora tendría que pagar, por mi gran culpa, el cien por cien de la millonada que era para él la mierda esa del Santa Isabel.

          Otro día, ya con el carnet de premédica engarzado en el culo, vino con mi abuela a comer a casa. Era un sábado a la noche, tenía plata, hacía calor: boludamente me tenía que ir con unos conocidos no sé, a seguir perdiendo, a tomar una Coca por ahí, no sé, a seguir siendo un pelotudo, pero en otro lado. Se armó una discusión porque mi abuela decía que Martín le pasaba poca plata por el taxi. Mi abuela le preguntaba a mi papá, que estaba sentado en la cabecera de la mesa: "Decime, ¿cuánto es que se le da al chofer?" Viste cómo es la clase media: todo el tiempo se caga en la ley, pero cuando quiere un garbanzo más en el guiso investiga hasta en el Código de Hammurabi. Desventajas de haberles enseñado a leer. "El 35 por ciento, mamá", contestaba mi viejo, dictaminando como Justiniano después del lechón de fin de año. "¿Y cómo es eso? Porque no entiendo", contestaba mi abuela; y mi papá decía: "Más o menos tenés que dividir por tres y dárselo". "¿Pero todo o antes hay que pagar los gastos? Porque vos decís 35 por ciento pero DE QUÉ..." preguntaba mi abuela; y mi papá le decía "no, por supuesto, vos primero sacá tus gastos, y de lo que sobra le das dividido tres a él y lo otro te lo quedás vos". Mi tío me miraba y se reía cobardemente, como un empleado público que se enteró de que a partir de ahora le bajan el sueldo. Yo te aseguro que el tipo le daba TODO a mi abuela, no sé para qué se armó esa conversación, quizás para reforzar el hecho de que uno era el dueño del auto y otro el forro que lo manejaba, que eso quedara bien claro.

          Mi tío Martincito un día no aguantó más y se murió. Días antes había ido al Santa Isabel, como quería mi pariente, porque le dolía el brazo izquierdo y el estómago. Le dieron no sé, un digestivo, algo así. Al poco tiempo fue a visitar a una mina que no sé cómo se había levantado en el taxi, una de éstas en que no podés confiar. Antes de entrar se cayó redondo en el pasillo del departamento. La mujer, que tenía el teléfono de mi abuela, pero que no la conocía, lo primero que hizo fue llamar a la policía, "se murió alguien en la puerta de mi departamento, sí, teníamos una relación pero nada más". Lo sacaron los enfermeros del palier, igual que cuando bajaron de la camilla a su mamá después del parto. Tenía no sé si 40 ó 41 años.

          Nos enteramos dos días después, porque se murió un día de "feriado largo" y casi toda la familia estaba en alguna pelotudez superflua, esos viajes que hace la clase media cagándose en todos y pagando para que los sirvan. Cuando hubo que ir a reconocer el cadáver, ya tenía la autopsia hecha, estaba todo abierto. "Muerte dudosa, lo que pasa que lo tiene un juez por muerte dudosa", repetían. Mi viejo dijo que cuando lo tuvo que reconocer tenía en la boca el mismo gesto que la madre.

          O sea que en la "obra social" a la que lo mandó mi pariente también se lo quisieron sacar de encima y lo atendieron para la mierda, no vaya a ser cosa, como decía mi pariente, que haya que andar sacando plata de algún lado para que éste se cure, comprometiendo a toda la empresa. Le diagnosticaron mala digestión cuando el tipo se estaba muriendo del corazón. Necesitando un útero, debió salir en taxi a recorrer la mierda, a empastarse con porquería cotidiana, a tragarse un taxipancho de apuro para llevar guita siempre insuficiente. Viajó diez años en un taxi que le prestaron, repasó la ciudad yendo y viniendo, buscando debajo de la alfombra de asfalto a ver si en algún lugar asomaba la vieja perdonándolo. Aprendió a andar en avioneta para ir al cielo, donde le dijeron que estaba la mamá, pero allá tampoco la encontró. Al lado del coche fúnebre, otro tío lloraba: "Yo te juro que no sabía cómo vivía, cuando vi el departamento me quería morir", me dijo. Yo pensaba "no te hagás el pelotudo, vos, que si no veraneás en Brasil se te paspa el orto. Sabías perfectamente cómo vivía, lo que pasa es que jamás te ibas a hacer cargo, sorete". "Yo lo crié", decía mi abuela, y era verdad: si no hubiera sido por ella, el chico se habría muerto antes, en la villa en donde vivía el padre que se rajó, si es que no se murió como me parece que se murió. "Pobrecito", decía mi papá; "¿pobrecito?", pensaba yo, "¿y ahora adónde te metés el 35 por ciento, hijo de puta? ¿por qué no te vas a calcular comisiones según convenio a la recalcada concha de tu madre? ¿El 35 por ciento de qué, la puta que te parió? ¿pobrecito? Le cobraste todo el alpiste que el tipo te rogaba piando como un pájaro hecho mierda, hijo de puta, vos y todos los demás; no aguantó, no se aguantó la muerte de su madre, a ustedes les debía todo el tiempo y ustedes se lo hacían notar; afuera, después de que lo dejó la mujer se buscaba putas de taxi, porque consideraba que no podía pagarse algo que valiera lo que debe valer. Así que 'pobrecito', andá a la puta que te parió. Lo dejaron solo y ahora se fue, no sé qué carajo lloran".

          Y así mi tío Martincito se fue. Un día lo soñé con el pelo largo y muy libre: discutía números de quiniela con otra gente que también estaba muerta, iba de acá para allá en el cementerio, mandaba saludos, fumaba. Lloré un rato y después me alegré tanto que no entendí por qué había llorado.

jueves

Está bien

          Está bien, todavía tengo necesidad de decir algunas cosas. Es la tristeza, la tristeza. No es que me haga rogar, no es que diga una cosa y haga otra, no es que neuróticamente entre y salga todo el tiempo: en realidad es que no aguanto la tristeza. No aguanto, no aguanto, no aguanto, hago lo que puedo; voy siempre ingenuo a la captación de las esencias; todas las veces -toda tu mierda- la tristeza me vence. No hay por dónde, no hay para qué. No hay luz en el fondo del túnel, no hay nada, ni luz, ni aire, ni túnel, un carajo hay. Hay porquería justificándose. No pasa un solo segundo que no esté triste, rodeado de filosofía de segunda, de porquería que seriamente me dice. No hay esperanza tampoco; nadie de la porquería, que no lee nada, que mira televisión como miraría un orangután, que fantasea hecatombes tipo Alemania 1939 pero contra los negros, bueno; nadie de esa mierda sabe que en la puerta del Infierno hay un cartel que no dice "Cuidado con el Diablo" o cosas así: dice "Perded toda esperanza", que es de lo peor que te puede pasar, porque además no hay un puto tipo al que le interese esa degradación de la plenitud de tu alma, por la sola razón de que el que se jode sos vos. Ahora, si a ese pelotudo le suben diez pesos la luz, preparate para tener que escucharlo putear quince o veinte minutos, esgrimiendo lágrimas de derecho vernáculo.

          Así estoy. Plagado de mierda, de mierda, todo de mierda, toda TU mierda.

          Seguiré diciendo, demacrado por todo lo que no hay, hastiado de lo que hay, sin esperar que haya otra cosa, porque no hay otra cosa. No me pego un tiro porque soy un cagón de mierda: me da miedo de la película cagona que me proyecto llorando, imaginando el desastre de la bala destrozando el temporal y desparramando a la mierda pedazos de cerebro, las desesperaciones de la asfixia, las revueltas vomitivas del envenenamiento, terror de esos segundos que preceden a la muerte, de la consciencia de la muerte que reflota un instante antes de la muerte. Algún pelotudo va a decir que escribiendo soy un adolescente: que se vaya a la concha de su madre, a acariciar a los hijos que tuvo con la fálica de su mujer pensando que así son las cosas, universalmente hablando.

          Así que, entre tanta deposición, no puedo sino adelantar el título de mi próximo artículo, fruto de otra de mis desilusiones. Asomará a la crítica de la porquería en los próximos días y se llamará "Una experiencia anal".

          Hasta entonces.