miércoles

Me encontré con mi vieja

          Resulta que después de todo lo que saben desde la saga de "Creo que me equivoqué", iba caminando por la calle y me encontré con mi vieja. Mi mamá camina como pisando huevos muy fuerte, y le rebota mucho la cabeza contra el aire cuando camina. La reconocí primero por los rebotines y luego porque los ojos celestes se le notaban en la cara todavía quemada por el mes y medio de vacaciones en Mar del Plata, en donde mi padre psicópata compró un departamento hace casi 30 años. A cambio de su fidelidad más extrema, de su entrega vergonzosa de sus derechos personalísimos, mi padre le regala un mes y medio de vacaciones por año en Mar del Plata, y, últimamente, algunos viajes por el mundo (con el dinero que obtiene de dar préstamos en negro). Así que la saludé, qué iba a hacer.


          -Ah, hola, Pietro.

          -Hola.

          -¿Cómo estás?

          -Bien, bien.

          -¿Y qué, estás haciendo algo? -mi vieja no quiere saber ninguna cosa, pregunta por preguntar. Le basta con el pene de mi padre psicópata. Y ya sé que me vas a decir que tengo un Edipo no resuelto, pero no es así. Es peor.

          -No, no, la verdad que no.

          -¿Cómo, no te ibas a poner un estudio? -pregunta la imbécil, como si "ponerse un estudio" fuese algo fácil, ella que la última plata que se ganó fue antes de 1966, dando clases particulares en el Barrio Cafferatta. Mi madre no tiene idea de ninguna cosa, porque le entregó a mi viejo TODA la capacidad de pensar en forma autónoma. Mi madre administra las órdenes de mi padre.

          -Si fuera por mí, no me "pondría" ninguna cosa -le contesto con voz de dejado mental.

          -Y, no, pero no se puede... -alega, boba, mientras se le cae un vidrio de un par de anteojos que compró hace algunos años en un Todo por 2 pesos.


          -Y bueno -replico, sin que me importe nada haberla visto después de un año y cuatro meses, después de que su pasiva participación en las humillaciones de mi padre me hubieran decidido a jamás verlos nunca más; después del vergonzoso papel de anotador arrancado de 10 x 8 o algo así que me mandó como carta de cagona que no quiere viajar en avión, al pueblito de provincia al que fui a morirme (¡y ellos se iban a China, a Malasia, Dios mío!).


          -¿Y cómo estás? -pregunta otra vez, y otra vez sin saber qué decir.

          -Estoy como tengo que estar después de haber crecido y vivido muchos años entre gente muy enferma.


          -Ah... ¿y no tenés un celular adonde llamarte? - quiere saber, como si yo no le hubiera dicho nada, y entonces muy violentamente me debato con la inmediatez de un juez apurado entre pensar si mi madre es idiota o es una hija de puta. Concluyo, mientras en plaza Flores la porquería camina para todos lados en un otoño mentiroso de 31º, en una sopa mierdosa de calor, transpiración, que la estúpida esta es una mezcla maligna e inmerecida de las dos cosas: es bastante idiota y es también bastante hija de puta, y esto último porque la conveniencia de vivir como una Reina del Corso de Parque Chacabuco, con la guita de mi viejo, la ha llevado a no amar a su hijo. Pero por otro lado es mi madre, está ahí, después de un año y 4 meses de no verme ni siquiera me ha acariciado, no me ha dado un abrazo. Entre otras incapacidades, es incapaz de cariño. Quizás no me abraza porque el psicópata del cerdo de mi padre le reformuló la mente con la mierda de su psicopatía, en la que el cariño está patológicamente excluido.


          -No, no tengo celular ni tengo teléfono fijo.

          -¿Y dónde estás durmiendo? -inquiere como un policía torpe, otra vez sin hilo argumental, desenvolviendo un collage de nena de primaria que no sabe qué carajo hacer ni decir. Es que no está mi padre y de pronto me ha encontrado en la calle, no sabe qué hacer, no está mi padre para decirle lo que tiene que hacer. Se le caen las cosas de las manos, es una imbécil.


          -En la casa de un amigo. Bueno, chau.

          -¿No querés ver a los chicos?

          -¿Qué chicos?

          -Los mellizos. Están en la esquina -dice con cara de evidencia oligofrénica, en referencia a los hijos de mi hermana, la que es psicóloga y me dice que es relativo que mi padre sea un psicópata grave, que no está tan segura.


          -No, prefiero recordarlos cuando eran chicos... dejá, bajo por Varela -e inicio mi partida por Rivadavia.


          -Bueno, por lo menos te veo bien de salud -dice riéndose, alegre como una marmota, repleta de comida, transpirada, manoteando otra vez el cristal de los anteojos de batea coreana.


          ¿Y qué contestar? Mi madre, desde su estulticia más desarrollada, desde su absoluta falta de compromiso con el vínculo esencial, desde la turbación de su espíritu por el punzón copulativo de mi viejo -con el cual intentó reconstruir la ausencia de afecto de su casa invadida por el horno de fundición y por los parientes-inquilinos abusadores-, mi vieja vestida con harapos de oferta, silenciosa y condescendiente frente a los abusos de mi padre, la tarada me dice después de un año y cuatro meses de silencio, después que los mandé a todos a la mierda, que me ve bien de salud. No me da un abrazo, ni siquiera me toca. Me ve hecho mierda y me dice que estoy bien de salud, como en esas cartas de italianos o gallegos que empezaban diciendo "espero que a la llegada de la presente se encuentren bien de salud".


          Y no sé qué carajo hacer, no sé qué mierda hacer. Mi vieja agarra y cuando yo me voy también se va, como una vieja boba a la que un policía le hizo una boleta, como si se hubiera tropezado con algo, como si hubiera visto al marido de una amiga del secundario; hablaba con la misma desidia, el mismo desinterés por el otro, con la mirada perdida de los ignorantes, de los saturados por la televisión, de los boludos felices, y yo esquivaba la porquería transpirada de Rivadavia que te hacía topetazos de imbécil, de no verte, de no me importa si estás ahí, esquivaba pelotudos o hijos de puta transpirados para que apareciera Varela, entre repartidores de volantes, vendedores de mierda, negocios abiertos, colectivos que echaban humo inmundo a los 31º de calor de marzo tardío; buscaba Varela en la que habría más porquería yendo y viniendo como yo, que en ese momento no sé si iba o venía, buscando llegar a un lugar al que seguiría yendo después de venir, y al que volvería para seguir yendo, viniendo y yendo otra vez, todos los días, todos los putos minutos de cada puto día, todos los años de mi adultez gorda y excluida, todas las incesantes décadas hasta degradarme en sustancias químicamente simples, en esencia desprovista de lírica, mi degradada esencia sin amor, mi esencia invariable, apática y prescindible, la suma de todas mis esencias de tabla periódica que se siguen calentando al pedo por Varela al Sur, camino al cementerio de Flores, el más pobre y descastado de toda la Ciudad.