viernes

Cómo evacué hoy

          Tenía que llegar a un lugar a las 10 de la mañana, pero llegué a las 9. Desde antes sentía la necesidad cruel de evacuar, y los gases se amontonaban en una panza horrible que tengo. En la calle despedí tantos, que me dio vergüenza de mí mismo pasar junto a la porquería, que en este caso tendría razón.
          Entonces entré a un bar y pedí leche caliente con cacao, como cuando era niño. Al rato comenzó la embestida terrible de la defecación. El mozo había desaparecido. Pagué a una joven del lugar a la que sorprendí robándose dos bizcochos de cortesía de un tazón que había en el sector de los mozos. Me indicó que los baños estaban arriba.
          Subiendo las escaleras, rogaba que, dado que era temprano, no estuviesen ocupados los retretes. Por suerte, en el baño había sólo murmullos de agua corriendo muy levemente por algún lado. Elegí uno de los dos inodoros y decidí que, a fin de no tomar contacto con las mugrerías de la tabla, cagaría de parado, sosteniéndome con el brazo derecho contra la pared que daba a mi espalda. El piso estaba mojado y preví que mi pantalón "de traje" se inundaría en la botamanga.
          Desde el primer envión cagatorio, explotaron mis hemorroides. La tabla blanca del retrete se llovió de gotas rojas como la banda de la camiseta de River Plate, y aun más rojas. No salieron los cerotes como debían en tamaño, razón por la cual empujé otra vez; por alguna revuelta de la inflamación venosa de mi esfínter deformado, una especie de túbulo comenzó a echar espolvoreadas de sangre hacia los costados del inodoro. Así se manchó el piso. "No importa, hay suficiente papel", pensé; consecuencia de las siguientes cuatro o cinco contracciones, cayeron masas medianas de excrementos teñidas de rojo pathos; el agua del retrete se coloreaba y la tabla cada vez más presentaba charcos bermejos intensos con relieve. Pensé también que la coagulación regular demanda entre 6 y 8 minutos, luego de los cuales no sería tan fácil ya remover la sangre engomada. No tomé en cuenta que podía ingresar alguien. La fe me mostró: "qué horrible que soy, qué ridículo es mi pelo, qué horrible es mi panza con pelos."
          Me dolían los muslos porque no me ejercito, y la media flexión con el brazo hacia atrás sosteniendo el cuerpo contra la pared demandaba pesadas tolerancias de obeso espantoso que sigo siendo y de la negación continua de mi belleza; esa mala conjunción de posibilidades y certezas incrementaba la molestia, que ya sentía inexplicablemente en la región occipital. Vi mis zapatos avejentados; me dije "tienen siete años y te ridiculizan"; una nueva oleada de inmundicias cayó junto con otros diez mililitros de sangre muy bermellón a la taza del inodoro. Iba descargando el depósito de agua cada un minuto o dos, a fin de que no se llenara el recinto de olor. Quería finalizar ya, pero las ganas me impulsaban nuevamente. Traté de quitar tensión a las piernas y me erguí; algunas gotas de pis y muchísimas de sangre se vertieron sobre el calzoncillo y la zona exterior del pantalón. Puse un bollo de papel en la raja del culo y así creí que el piso no continuaría llenándose de mi sangre.
          Pero no. Luego de dos o tres ramalazos, me persuadí acerca de que, si me quedaban ganas, podría disiparlas durante el resto de la mañana pensando en otra cosa, y que lo ya despedido resultaba suficiente para transcurrir un día sin más inquietudes.
          El piso mojado y ensangrentado como en una escena de homicidio violento y la copa del inodoro blanca y roja como un tomate descompuesto me quitaban posibilidades de movimiento y por ello dificultaban la tarea de detener la hemorragia; mucho más cuanto que debí sostener el saco y la camisa desvestida sobre el portarrollos del papel higiénico, ya que no había dónde colgarlos. Con una pelota de papel en el culo, en genuflexión, fui limpiando el inodoro y la parte superior de la tabla (cuando la levanté, noté los ríos gruesos que habían discurrido no sé cómo por toda la superficie inferior). Gasté muchos metros de papel. Luego limpié el piso con más papel. Dejé un reguero de puntos rojos muy pequeños aunque visibles a un costado del pequeño retrete. Gran parte de la sangre estaba ya viscosa y no pudo ser removida, ni aun escupiendo sobre ella (no quise mojar los pelotones de papel higiénico directamente en el agua del inodoro).
          Me resigné a utilizar todo el día los calzoncillos manchados de sangre y orina, y el pantalón ensangrentado. Al quitarme el papel que estaba en contacto con el ano, noté que restaba transcurrir algo de los 6 a 8 minutos y que en cualquier momento recomenzaría el goteo; pero, dada la muy extrema probabilidad de que ingresara alguien al cagadero del café-bar, decidí que la tela del calzón lo absorbería.
          Después de vestirme dentro del cubículo muy incómodamente e higienizarme las manos, con el culo dolorido, advertí por el espejo de los lavabos que de algún modo había arrojado sin darme cuenta una gran cantidad de sangre al frente del inodoro. Sin embargo, no me apuré para quitarla. No bien eché el papel y presioné el botón, ingresó, ahora sí, una especie de abogado que me miró a los ojos. Sin saludarme, estudió velozmente el lugar de donde yo había salido y decidió, por esos juegos de la cofradía de los buenos dioses, utilizar el retrete de al lado. Cuando abandoné el lugar, con el abrigo en la mano, durante dos cuadras imaginé que el letrado vendría corriendo a buscarme, y que lo ayudaría a identificarme la camisa violeta que llevaba puesta.