sábado

Cositas de papá (XIII) - El perfume que lleva al dolor

          Durante mi adolescencia, uno de los expedientes a que echaba mano mi padre para menoscabar mi masculinidad –además de las denigraciones injuriosas explícitas- era el de señalar de viva voz y delante de mi madre y de mis hermanos que mi cuerpo despedía en todo momento olores genitales y de transpiración.

          -Cuando uno llega a cierta edad –enseñaba papá, en la mesa del almuerzo, poniendo cara de repulsión- las bolitas empiezan a jeder, ¿nocierto?, y entonces nadie tiene por qué andar oliendo; nadie tiene por qué sentarse a la mesa y comer tratando de tragar la comida con el olor a pito que vos largás. La próxima vez te vas a bañar o no sé, comés en otro lado. Porque ni tu madre ni tu hermana ni yo tenemos por qué sentarnos a la mesa con un tipo al que las pelotitas le transpiran y viene y se sienta a la mesa igual que el resto que lo tiene que oler.

          Mi madre no me defendía.

          Entonces, por varios días, se instalaba en casa el tema del olor de los genitales de Pietro, hasta que sucedía alguna otra cosa o mi padre orientaba el discurso general hacia otros tópicos. Entretanto, no era improbable que, al cruzarnos en el ampuloso patio de la casa chorizo en que vivíamos, papá murmurara onomatopeyas de repulsión al pasar junto a mí.

          Una vez, a mis más de veinte años (es decir, ya superada la pubertad), pasábamos una de esas temporadas en que la cuestión de las emanaciones testiculares se hallaba vigente, aun durante aquel fin de semana en que se celebraba no sé qué reunión en el jardín de casa. Mi padre, que influye en las ideas y opiniones de los demás y que genera adhesiones incluso cuando sus comentarios alcanzan extremos disparatados, improcedentes, desinformados y hasta directamente discriminatorios, xenófobos y racistas, algo había estado diciendo a la familia. Promediando la tarde, mi tía, condicionada por la retórica del psicópata, no quiso expedirse sobre mi olor a pelotas (que era tema del líder); pero sí advirtió a los demás que ese día yo tenía olor en el pelo, y que la prueba de la seriedad de su enunciación consistía en que poseía una enorme capacidad olfativa ("a mí no me digas que no, porque yo tengo la nariz muy afilada"). Recuerdo la cara de mi padre en un rictus retorcido que encontraba consenso en los demás; y la pregunta de mamá acerca de si no me había lavado el pelo cuando me bañé, durante el postre excesivo de la platea familiar.

          La paradoja de esta impronta de hediondez se daba precisamente cuando mi padre advertía que, haciendo caso de su propuesta de saneamiento aromático, yo había utilizado en consecuencia algún perfume, para no oler mal. Entonces el discurso viraba hacia el lado de mi torpeza, de mi camino desordenado bajo el signo de la inmadurez despreciable en el ámbito de los que saben hacer; y así también lanzaba monosílabos terminados en j, evidenciando que el perfume que me había puesto era excesivo, y también preguntas retóricas del tipo qué hiciste con el frasco, ¿te lo vaciaste encima?.

          Aún hoy compro aerosoles de desodorante del tamaño más grande, y luego de bañarme o antes de salir de casa me aplico mucha cantidad en las axilas, en el pecho, en el abdomen y en toda la espalda. Para el cuello, detrás de las orejas, las mejillas y las muñecas, utilizo lociones. Mi perfume favorito es el Polo Clásico, pero temo que la combinación con el mucho desodorante que ya viene llevando mi torso genere una entremezcla finalmente nauseabunda, o que el perfume intenso resulte molesto para los demás, y a esa divagación la consuelo convencido de que en solamente pocos minutos cualquier exceso se compensará con las supuraciones inmundas de mis bolas o de alguna otra parte de mi cuerpo, porque sigo siendo así, sigo despidiendo olores que los demás no tienen por qué soportar.