domingo

El Péndulo de Carabobo

          Resulta que, como sufrí cuarenta años de daño psíquico, la única alternativa al problema es que me someta a sesiones muy caras de psicoanálisis por los próximos cuarenta años, a razón de dos y a veces tres por semana. En ese espacio surgen verdades incontestables que más o menos me van compensando con cierta sensación de algo parecido a la Justicia de segundo nivel los enormes agujeros de desorientación y angustia que me genera día a día mi biografía, mis enormes posibilidades clausuradas para siempre, el absoluto de mi mediocridad inducida, mi necesaria concepción del Otro inexistente como medio de defensa frente a los deterioros ocasionados por quienes fueron mis primeros “otros” y tuvieron bajo su esfera de responsabilidad enseñarme la noción de Otro y ejemplificarla en forma originaria; mi inevitable certeza imaginada de que el Otro lastima, ejerce alguna forma de tiranía, calla frente a lo injusto, juzga injustamente, impone reglas, compite y no reconoce. A veces –como todos los psicoanalizados- pienso que la profesional que me atiende está repodrida de mis relatos que sólo trasuntan angustia y de mi tendencia a la permanente derrota, huida y encierro, y que más le interesa mi dinero –estoy pagando las sesiones con lo que obtuve de la venta de mi casa- que mi (doctrinariamente imposible) “curación”. Entonces trato de racionalizar los encuentros y su enorme costo con amagos de convencimiento acerca de mi destino en el cual no hay interlocutores válidos, dotando a mi psicóloga de ese carácter (interlocutor válido), y así vivo las sesiones como una fiesta, porque son los únicos momentos en los cuales verdaderamente hay Otro que recibe el mensaje y elabora una respuesta valiosa de la que emana el interés por el intercambio y la riqueza de su construcción, y en esa dialéctica en la que sólo expongo la cosecha de mis miserias sembradas tomo un cuerpo de existencia que jamás se me concedió en los horrores psíquicos de la que fuera mi familia; y, aun bajo la forma subalterna de tipo que paga para conversar, mi ser en el mundo alcanza una forma de completitud que a veces me hace llorar.

          El caso es que el consultorio de la profesional de la salud mental queda en el antiguo barrio de mis dolencias. La casa que, también comiéndome mi viejo departamento, alquilo por una cifra que me da vergüenza –su dueña condescendió a cobrarme un poco menos de lo que se exige en esta ciudad de piedra- está a unos diez kilómetros de tejido urbano; siempre me retraso aunque intente las más imposibles combinaciones de todos los medios de transporte público que confluyen en la llamada Plaza Flores (tren, subterráneo, muchas líneas de colectivos y también taxi). La experiencia indica que no hay manera de que no llegue tarde a mis onerosas sesiones, y esa demora es también interpretada por mi psicóloga: dice que responde, entre otras cosas, y frente a la ausencia de dotación de carga narcisista originaria, a una necesidad de que alguien me espere.

          La estación final del subte, que queda a cinco cuadras del consultorio, se llama simbólicamente “Carabobo”. Fue inaugurada hace pocos años; también como símbolo -pero esta vez de exhibición ante la clase media barrial de un aparente progreso- le han provisto un ascensor que lleva a la superficie. A la clase media de más de cincuenta años le gusta tomarse este ascensor. Yo lo utilizo porque, en líneas generales, llego psíquicamente vencido a las sesiones. Cuando me queda alguna reserva de tolerancia, miro las caras de los pasajeros y de los “ascensorados”, y extraigo conclusiones terribles. Ese día no me quedaba reserva, pero era tal el ruido de arrastre de pies que me dije: “voy a esperar a que cierre la puerta para ver si en los gestos se refleja lo que estoy pensando”. Yo camino mirando hacia abajo; a veces, de los zapatos de los demás también emanan ideas; así que, a la espera de que el aparato empezara a moverse, me fui fijando en los pantalones y el calzado de los otros tres que habían ingresado. Tanto me perturbaba la correspondencia entre los modelos, el ajetreo que presentaban –la clase media le otorga a los zapatos una muy larga vida media- y la pertenencia a una pseudo-ideología de criterio pequeño consumidor, que quise levantar la mirada para advertir una vez más su estampa en los rostros, como cuando me siento a contemplar mórbidamente y sufriendo escenas del Holocausto.

          Entonces vi a mi madre.

          Ella también me advirtió, pero luego giró involuntariamente la cabeza, sin variar el gesto de transeúnte y dirigió la mirada hacia el tercio superior del ascensor, como hacen casi todos.

          -Mamá.

          Mi madre me mira. No sabe quién le está hablando.

          -Mamá.

          Mi madre me escruta, como queriendo reconocer con esfuerzo al que se le está acercando en el ascensor. De pronto, se le intensifica un mínimo el escaso brillo, y dice:

          -Ah… Pietro… no te reconocí por la barba.

          Yo pensaba: “hace cuatro años que uso barba, aunque hace tres que casi no nos vemos”.

          -Mhm –dije.

          -¿Cómo estás… estás en Buenos Aires?-. Una señora a mi lado, la tercera de los cuatro ocupantes del aparato, se ríe.

          -Sí, sí… estoy acá… ¿vos, cómo estás?

          -Pero qué… -continúa la pregunta - ¿te quedás o te vas?.

          La señora vuelve a reírse. Para ella, el hijo que vive en la ciudad se encontró con su madre, que también vive en la ciudad. Es decir, para ella se trata del encuentro del hijo y de su madre.

          -Estoy viviendo acá, acá estoy... –digo, sonriendo un poco.

          - Ah… -dice mi madre, y la señora vuelve a reírse.

          Se abre la puerta del ascensor; llegamos a la superficie; hay muchos bocinazos y ruidos de acelerones; mientras salimos, mamá pregunta, como soñando:

          -¿Adónde vas?

          -A la psicóloga.

          -Ah… ¿queda por acá?

          -Sí, queda por acá, a pocas cuadras...

Entonces mamá dice:

          -Bueno, nosotros estamos en el lugar de siempre, tenemos el mismo teléfono de siempre, estamos donde siempre, podés llamar, venir, cuando quieras… -y ahí se queda, no sabe qué más decir. No sabe qué hacer. No está mi padre para decirle qué tiene que hacer. Su reacción y los gestos de esa reacción exponen un grotesco de desorientación. Necesita que vaya yo hasta su casa, adonde está papá, para que él acomode dicursivamente esta realidad que se le ha trastocado, confiriéndole significado y obligándola también simbólicamente a que se lo induzca.

          -¿Vos bien? –yo tampoco sé qué decir. Estoy llegando tarde, no quiero encontrarme con mi madre, que mira como para de alguna manera hallar en espacio la esquina de Carabobo y Rivadavia, a la que conocía hasta hoy desde hacía sesenta años, una superficie iluminada por el caos de los millones.

          -Más o menos. Tengo mal acá, la palanca del hombro.

          ¿La “palanca del hombro”?, pienso. Debe ser terminología de mi padre. Para mi madre, por haberlo escuchado de mi padre, debe entonces existir una palanca del hombro. Gracias a los pocos años de psicoanálisis, en seguida advierto que los menudeos médicos sobre su cuerpo son otra de las formas de emergencia de su masoquismo.

          -Ahá –digo.

          -¿Tenés teléfono? –pregunta, como para preguntar alguna cosa. Está aturdida.

          -Sí –entonces hurga en el bolsillo y saca un celular más o menos viejo.

          -No sé, yo no entiendo estas cosas. No sé manejar este teléfono. Escribime vos tu número.

          Mientras escribo, mamá mira hacia otro lado. Quizás esté confirmándose que ésa es la esquina de Rivadavia y Carabobo.

          -Estoy apurado, acá te dejo mi número. Llamame y te va a quedar grabado.

          -Bueno –dice mi madre, mirando el celular.

          -Bueno, me voy, un saludo –podría haber seguido unas cuadras por Rivadavia, acompañarla, que me contara alguna cosa, algo, ya que iba a continuar mi terapia mental: la reparación del daño vendría ahí nomás, en muy pocos minutos.

          -Chau, Pietro –mi madre se queda mirando todavía el teléfono, viendo cómo se hace para guardar el número sin gastar en llamadas. Yo cruzo Rivadavia y no me vuelvo hacia atrás; estimo que mi madre cierra la tapa del teléfono sin enviar el llamado y el número que le ingresé entonces se pierde.

          En el trayecto hasta el consultorio, me ilumina un único pensamiento: hace poco más de un año, mi hermana había rescatado como positivo (en sus términos) el dictamen del psicópata en relación a mi muerte, ocasionada por el efecto de estos papeles que tienen frente a la vista y también por el de mi rebelión a sus verdades de enfermo. Para ella, que asombrosamente también es psicóloga, sería saludable esto que se da que ni él quiera verte ni vos quieras verlo. Pero el psicópata, que requiere rimbombancia, ha expresado su idea patológica sentenciando que estoy muerto.


          Entonces mi madre, aun en el estrecho ámbito de un ascensor ocupado sólo por cuatro personas (una madre, un hijo y dos más), no supo quién era yo. La muerte, en los espacios totales, es el no-ser; así mi madre en ese lastimoso episodio me dirigió una nuda mirada, como se hace frente a lo que no es, concepto que incluye el no haber sido, porque el que no es no tiene existencia alguna, ni aun como recuerdo.

          Por ejemplo, para todos ustedes (y aun para mí) el Perjápulo no es, como así tampoco la Rubla del Estenglocino; no son siquiera conceptos porque no denotan ninguna cosa. Pero sí al menos están expresados, como lo estaba yo en aquel ascensor, y de ese modo estos no-conceptos alcanzan un mínimo estado de ser en tanto expresión, aunque nada más, porque, de hecho, la capacidad que tenemos de percibirlos se agota en la sola lectura. No sabríamos qué más hacer con estas nuevas herramientas o cosas que se dan sorpresivamente en el mundo de los hechos: el Perjápulo y la Rubla del Estenglocino, y al instante quizás las olvidaríamos. Así también mi madre podía verme, percibirme como algo que estaba en ese ascensor, pero nada más; y luego volver a colocar la mirada en el tercio superior del espacio. Más adelante, cuando tuvo que hacer algo con ese Perjápulo que se le erigía frente a sí, experimentó la misma desorientación que tendrían ustedes si yo les pidiera que se manifestaran con cierta responsabilidad acerca del valor, practicidad o detalles de la Rubla del Estenglocino.

          “En primer lugar, qué bueno que no te perturbó tanto”, me dijo luego la psicóloga. “En otros momentos no me lo habrías contado riéndote, y, además, esto habría sido materia de varios encuentros. Pero por suerte llevás cuatro años en este espacio”. “Sí, a costa de mi casa”, pensé y no dije.

          “En segundo lugar, entiendo que no es necesario que te diga que esta anécdota es producto de un comportamiento patológico. Una madre reconoce al hijo aun cuando lo encuentre con barba de sesenta años, con el rostro cambiado por los años, con cuarenta kilos menos… lo reconoce... ¡por el olor! Si tu madre no te conoció, tengo que decirte que es muy probable –no es mi paciente, pero a través de tu relato puedo ver algunos detalles- es muy probable que esté sufriendo una patología… seria. Tu padre también, pero en cuanto a seriedad, parecería ser que, reitero, no es mi paciente, pero es… una madre… es algo muy serio. Desde ahí lo tenés que tomar… Veo que algo de eso hay, porque de hecho no estás angustiado, te estás riendo; esa risa la entiendo como liberadora, y es muy bueno que te rías a sólo diez minutos de ocurrido el episodio que contás. Pero siempre tomando como base este aspecto patológico que no tiene nada que ver con vos, ¿eso lo tenés claro? Porque vos creciste en una especie de bocina permanente en la que el discurso hegemónico te identificaba como el enfermo, tu padre decía que tenías esquizofrenia paranoide… es importante que veas que la realidad es otra.”

          “Ya sé que es importante, pero todavía no puedo”. “Ya vas a poder”, y así seguía la sesión.


          Mi madre, como dije alguna vez, es un péndulo que oscila entre la pelotudez y la hijadeputez, de modo que sus acciones vitales sólo se desarrollan al calor de una onda mórbida que desgrana pétalos mustios de una flor deshonrada y binaria:

                              pelotuda / hija de puta;
                              pelotuda / hija de puta;
                              pelotuda / hija de puta;
                              pelotuda / hija de puta;
                              pelotuda / hija de puta;
                              pelotuda / hija de puta;
                              pelotuda / hija de puta,

y así siguiendo, de modo tal que cuando no es una pelotuda, es una hija de puta
, y siempre por omisión (es decir, callando); aunque, excepcionalmente, se desempeña con cierta actividad para lograr resultados, como por ejemplo a través de la comisión de pequeños delitos con el solo fin de ser castigada; pero esto lo contaré más adelante, algún día de los que compondrán los treinta y pico de años que por delante quedan de mi psicoanálisis.

          En ese ascensor, por algunos segundos, mientras un Virgilio riente de clase media destrozada nos conducía a la superficie mancillada del barrio de mi infancia, el Péndulo de Susana Carabobo se detuvo en el medio. Pero tenía que seguir funcionando (acechaba la muerte); y entonces, al decirme que no sabía manipular el teléfono celular, comprendí casi científicamente que había decidido darle impulso hacia el extremo “pelotuda”, y que volvería a detenerse en “hija de puta” unos minutos después, cuando le contara a mi padre el episodio y éste le ordenara revisar si se había borrado mi número de teléfono y ella le hiciera voluntario caso, ahora sí, comprendiendo cómo se hace.

          En éstos y otros pensamientos me distraigo, mientras algunos concluyen que estoy mal de la cabeza y un puñado me aconseja, como acariciando a un animal, que no me haga tanto problema.