lunes

De la crónica diaria (III) - Vicisitud confirmatoria en BK

          Va rápido porque no tengo mucho tiempo; sale como sale porque no puedo corregir. Hoy, luego de mi sesión de psicoanálisis, me dije: "no sé cómo, pero tengo que ir al baño. Hace dos días que no evacúo". Se trata de mi tendencia a comerme la mierda de los demás, a morir con el veneno. Mi padre, etc. Entonces decidí ir al Burger King de Flores y tomarme un café. Hace poco había leído un sueltito de uno de la porquería que se ufanaba de cagar. Decía que después del primer café de la mañana le agarraban ganas de ir al baño, y se enorgullecía en las líneas siguientes de esa vuelta de la naturaleza, seguramente relacionándola a sabiendas con su propia virilidad. Las mujeres, entre ellas, también hacen gala de sus soretes.

          Yo no puedo cagar si hay mucha porquería cerca. El Burger King de Flores tiene tres retretes y dos estaban ocupados. Mientras me decidía, un niño se lavaba las manos y luego se las secaba trepándose a la mesada de los lavabos, accionando más veces de las necesarias el botón del chorro de aire. A la vez, entró un empleado y revisó el retrete al que iba a entrar. Se fue, y regresó a los pocos segundos con un lampazo. Volvió a salir y entró por última vez, tropezándose con el niño que antes de echarse a la cerámica mojada volvió a presionar el botón del secador. Anotó y firmó en un papel, pero previamente pasó el lampazo por todo el cuarto de baño, mirándome cada tanto. Yo, que decididamente estaba allí apostado esperando que se desocuparan los otros dos retretes, me empecé a mirar en el espejo de los lavabos, y confirmaba segundo a segundo que soy horrible, que estoy envejeciendo, que nunca eliminaré mi sobrepeso y que cómo puede ser que un negado para la vida superior como el subnormal que fregaba pudiera influirme en mi decisión de permanecer simplemente de pie, y que cada una de las tres veces que entró me descargara adrenalina ahí en el abdomen. Luego se fue el que estaba utilizando uno de los inodoros.

          Cuando se hubo retirado, me ubiqué en uno de los retretes, el más alejado de todos. No obstante, de los tres cubículos, quedaba ocupado precisamente el del medio, de modo que el horrible que estaba antes que yo quedaba a mi lado. Saqué mucho papel higiénico para colocarlo sobre la tabla (plástico corroído). Pensé que si colocaba el maletín que llevaba junto al tabique de separación entre una y otra cámara, el que estaba cagando me la robaría, así que lo ubiqué entre la pared y el inodoro, y eso me dio mucho asco. Pensé: "si este plástico infame no estuviese colocado entre nosotros, estaríamos todos cagando el uno junto al otro sin diferenciaciones, sin nada, igual que en Treblinka". También pensé: "No existe el pudor entre los hombres, y esa circunstancia no le importa a nadie de los que conozco". El tabique no llegaba hasta el suelo ni llegaba hasta el techo, así que quedaba vedada para siempre toda ilusión de privacidad...

          ...que se desvaneció definitivamente al advertir, en el vano que hacía el tabique en su parte inferior, los zapatos de quien cagaba al lado. Hay zapatos de garca, zapatos de tipo bien. Estos eran zapatos de mediocre. Un mediocre que cagaba leyendo el Clarín, abriendo y cerrándolo. También se veía una hebilla recostada en el piso de cerámica, gastada y setentosa, una horrible hebilla de indotado que olería igual que el pantalón de tercer o cuarto uso que se apelmazaba por efecto de la gravedad. Nada se movía, a excepción de las manos del cagante, que dedicaba no más de 30 segundos a cada página del Clarín.

          Pero no se iba nunca. Yo hacía fuerza para contener la evacuación, los gases; había una orden superior de civilización que me impedía que mis ruidos de defecar fuesen escuchados. Pensaba: "Hay porquería que puede evacuar sin el menor ruido. Yo no, Dios mío, yo no..." Entonces se me ocurrió esperar a que alguien accionara el chorro de aire caliente para que no pudieran advertirse los retumbos de mi cagadera, pero nadie apretaba el botón. Miraba los zapatos de tipo común y elucubraba ideaciones del tipo "se siente bien, alguien lo ama, alguien lo desea, quizás tenga hijos, hijos mediocres, hijos que nada aportarán, alguien se la chupó, alguien se sintió seducida por ese inmundo de hebilla setentista y cinturón ajado, alguna mina le contó por teléfono a su amiga que lo había conocido a ese patologizante de manual, que llevaría un nombre repetido y falto de originalidad virtuosa como Gustavo o Sebastián, que no hace ruido cuando caga".

          Pasó más de un cuarto de hora y Gustavo se fue; pero en seguida entró otro más lumpanar, que en vez de zapatos de mediocre llevaba zapatillas de cumbiero. A ése le tomó menos de cinco minutos presentar todo lo que estaba llamado a exponer, y se fue, y me dije excelente, voy a lo mío, pero entró uno con zapatos negros a los poquísimos segundos, mientras extrañamente yo desocupaba mis propias miserias sin hacer el menor zumbido, lentamente como en un coito inverso, llorando por la desgracia de la sumisión de cagar frente a quienes se expedirían acerca de mi olor, de mis productos, de mi tiempo en el baño, de mi existencia cagante.

          Entonces, como muchas veces en la vida, frente a la mano más fuerte que la mía, renuncié y me fui, abandoné el procedimiento, tirando la cadena para hacer otra vez cortina de sonido, e intentando cagarme en los demás, diciendo "aquí estoy" en un ámbito en el que mi existencia es contingente y sin peso alguno, enyuntado con porquería de zapatos de ocasión y cinturones que alguna vez habrán estado colgados despreocupadamente en camas de dos plazas de colchonería barrial y sábanas Arredo de shopping berreta, con alguien que lo amaba queriéndose raspar su vulva también contingente contra ese miembro de erección sin problemas que solamente podría transmitir información de medianía irreversible, prolongar por generaciones su informe visión de las cosas, su imposibilidad de superación, su falta de interés repetida en hijos, nietos, bisnietos, choznos y otras mierdas como él, que con sus zapatos de batea me confirmaba su degradación y mi tristeza.