lunes

Vuelta al nido

          Bienvenidos nuevamente. Como nuevo punto de partida, transcribo la carta que envié a mis lectores más dilectos, y me despido hasta el próximo posteo:


          Amigos, en un acto de clara cobardía suprimí hace unas semanas el blog "Toda tu Mierda". Pensé que la búsqueda del prójimo, que me proponía entonces, no podía sostenerse precisamente en la negación del prójimo. Pero la vida multiplicó los ejemplos de desaparición del semejante, y de multiplicación de "otra cosa", más allá de algunas claras muestras de amistad o intención de lo bueno universal.

          Me parece ahora que no puede ser lo mismo el hombre en sentido virtuoso (o la mujer, claro) que cualquier otro vertebrado, y mucho menos que aquél que edifica y difunde su modelo de execración a partir de máximas de supuesta filosofía consagrada, que tendrían valor solamente porque todo el mundo las sigue. Le estaría faltando el respeto a mis amigos si, con mi silencio, los embolsara en el mismo saco que a la porquería, o no diferenciara los sacos.

          Además, está mi compromiso con la verdad y con los valores, que me ha llevado a la soledad, pero que algún día me deparará algún regocijo. Y, finalmente, veo y sospecho tanta porquería que siempre será irreversible porquería, y que sin al menos UNA voz de protesta o denuncia pasará impune por la existencia, nada más que revolviendo la materia, sin ninguna pretensión de trascendencia, esclava de sus jugos, sometiendo a los demás al acatamiento de los principios horribles de su ideario de segunda. Este compromiso ha hecho, entre otras cosas, que la porquería me catalogue de "loco" adonde voy. Pero ya no importa. El loco va a seguir gritando.

          No puedo permanecer callado, amigos, por más que mi aporte no signifique nada. El efecto será como insultar al dictador antes del fusilamiento: no sirve para nada, pero no tendrá el mismo valor que morir llorando. Lamentablemente, hablar mal del cáncer no cura el cáncer... sólo constituye un aporte para que mejores mentes reflexionen acerca de la necesidad de su erradicación, y de los caminos para lograrla.

          Necesito unos días y lo vuelvo a subir. No puedo dejar de ser yo, lo siento por mí y por todos... Por eso, desde ya, pido disculpas.

          Probablemente transcriba este mail en el primer posteo.

          Un abrazo. Pietro Tul.

domingo

Certeza de domingo

          Ninguna de mis acciones es trascendente. "Nadie es imprescindible"; yo tampoco. Mis acciones, mi imagen, mi presencia y mis motivos son esencialmente reemplazables por las acciones, la imagen, la presencia y los motivos de cualquier otro. El valor de mis acciones es el valor que se me ocurre que tienen. El valor de las acciones de los demás es el valor que se me ocurre que tienen. La emoción no trasciende. Da lo mismo una cosa que otra.

jueves

Escena en un colectivo de provincia

          Está por llover. Suben unos quince niños de escuela primaria, tardan en pagar. Los que ya compraron el boleto se van ubicando en los casi todos asientos vacíos. Uno más gordito está muy contento; una chica Aylén será muy hermosa. Llevan mochilas ajadas de color rosado, negro o azul, con inscripciones de fantasía. Las chicas tienen todas zapatillas blancas y los varones, botines de fútbol negros con medias grises o también negras. Algunos, una campera de gimnasia. Ninguno tiene más de diez años. Van hacia las calles de tierra. El chofer mueve el colectivo aun cuando muchos todavía no se sentaron; el sacudón los hace gritar de risa. Las niñas comienzan a hablar en voz muy alta, traen cuestiones que no tienen que ver con el colegio; la mayoría escucha lo que tres o cuatro dicen.

          El que eligió el asiento individual mira a la niña más linda, que es, además, la única que lleva cinta en el pelo. Cada tanto observa cómo van pasando las calles. Se ha sentado apoyando una parte de la espalda en las ventanillas. La mira y ella no. Veinte cuadras después, dice:

          -Aylén.

          Pero la chiquita sigue hablando, de pie junto a sus dos o tres amigas que acotan y ríen.

          -Aylén.

          Esta vez escucha a una de sus compañeras, que vocifera algo que les parece gracioso.

          -Aylén.

          El colectivo toma una cuneta y todos gritan.

          Entonces el niño exagera su actitud de atención. Toma una pelota que no sé en qué lugar llevaba y amaga arrojársela a la cabeza.

          -¡Aylén!

          La pequeña lo mira. El niño ensaya un gesto de seriedad y cuenta:

          -¿Viste que están arreglando la casa de Bráian? No sabés, están poniento ¿viste? todo cerámica en el piso, re brillante queda.

          Y agrega: - A la entrada todo plantas pusieron. Hoy vamos a... -pero Aylén ya se ha ido; intenta retomar la conversación perdida con sus compañeras, también ajenas a la anécdota.

          El niño busca quien lo escuche y me encuentra, lejos, en el último asiento. Por sobre las risas desmedidas y los acelerones, continúa, con los ojos perdidos:

          -Hoy vamos a ir a jugar a la arena.

Cositas de papá (VIII) - Mira quién vino a cenar

          Otra de las formas que aplicaba mi padre para rebajar mi dignidad era insultar de algún modo a mis amigos. Hay casos terribles que alguna vez contaré, pero hay también otros más sutiles que los espíritus sanos no están llamados a recordar, y respecto de los cuales son, por lo demás, inmunes. Mi padre solía ponerme de ejemplo esa circunstancia: si nadie recordaba sus acciones y a nadie dañaban, era porque resultaban inocuas, y sólo a un enfermo como yo podían impresionarle de modo dañoso. Yo las recuerdo porque él me enfermó.

          Como la vez que me reuní en la casa chorizo con unos camaradas a jugar a las cartas. Más allá de la prohibición de “hacer ruido” a las nueve de la noche o de la sugerencia de que “no anden pasando todo el día para el baño porque acá mañana se trabaja” (“hoy” era viernes), sucedió una pequeña desgracia que, aunque episodio común para cualquiera e imposible por sí de generar culpas, disparó el mecanismo de insidias que mi padre llevaba como herramienta concedida por su dolencia psíquica al fin de remanir uno de sus objetos mórbidos –en el caso, yo-. Fue que alguien de mis invitados ensució el piso cerámico con alguna deposición de perro de las que hay por ahí.

          “Qué olor”, vociferó mi viejo apenas llegó el grupo y por respeto se corrió hasta el comedor a saludarlo. “Por qué no se fijan si alguien…” Yo –entonces no sabía por qué, y ahora lo sé- comencé a sentir culpa y a querer con mucha adrenalina que todos tuvieran sus suelas limpias.

          “Ay… me parece que fui yo”, dijo Bob, el mayor, que además de culto y amigo era homosexual. “Permiso, permítame por favor pasar al baño que lo soluciono”.

          “Sí, pase, por ahí” –dijo papá, mirándome con reproche, y al tratar de usted al invitado reflejaba su disconformidad con mi realidad de abrochar amistades de cualquier sexo, orientación y franja etaria.

          Inmediatamente, mi padre lanzó una onomatopeya propia de quien se ve compelido a tolerar un estímulo insoportable fuera de todo derecho, seguida de la del asco (“pfffffffff, ajjjjjjj”). “Vamo a tener que limpiar, a ver, correte”, me dijo, y salió pomposamente a buscar la escoba, el repasador, el trapo de piso, un balde, una pala de basura y un frasco de desodorizador de ambientes.

          Comenzó a fregar con ímpetu, en pijama, a pedir que también se corrieran los seis o siete que venían a la partida porque en el lugar que estaban molestaban o podrían continuar tocando la caca y la esparcirían por toda la casa. Mientras mi padre baldeaba ellos hablaban de otra cosa, esplendores que jamás me atañirían. Papá fingía desorientación histriónica, no saber con claridad adónde estaba el foco del olor, demostraba ostensiblemente los perjuicios de la invasión que impone recomponer las cosas a su estado anterior, modificado por mi desidia, por mi imprudencia, por mi gran negligencia de proyectarme a través de mis amigos. Tiró un baldazo de agua que salpicó a dos de los chicos. Yo tenía la certeza de que Bob desde el baño escuchaba realmente lo que estaba pasando.

          -Esperá, papá, no es para tanto… Nos pasa a cualquiera. Además, escuchame, se va a ofender… Bob es un buen tipo, tiene cuarenta y pico de años, es arquitecto, respetá aunque sea la investidura, es medalla de oro…

          -¡Sí, pero pisa mierda! –contestó mi viejo casi gritando y con cara de repulsión, una mueca de indignación que patentizaba el canon general de la indignación del hombre de criterio, como si siguiera oliendo, como si estuviese teniendo que sufrir indebidamente la profesión habitual de alguien que se sólo dedica a pisar mierda y que en ese momento viene a romperle las pelotas, a SU casa.

          Algunos de los del grupo se rieron, porque, sanos ellos mentalmente, sólo podían apreciar las exageraciones de mi padre como una gracia que les dirigiera. No podrían jamás concebir el hecho de que, a través de ese episodio en apariencia inofensivo, mi padre remarcaba que también yo compartía la naturaleza de la gaffe de mi compañero, y que la prueba más evidente de ello era que el que mejor podía representar al conjunto de mis amigos, el medalla de oro, no alcanzaba en lo más mínimo a redimir mi condición, dado que los semejantes tienden a unirse y yo me había unido al pisamierda en razón de amistad. En esa influida visión, yo solamente servía para juntarme con la mierda, como palmariamente quedaba demostrado, y a la mierda hay que barrerla y tirarla de inmediato, como tendría que hacerlo con vos que ya sos lo suficientemente grande como para irte de esta casa y dejar de hinchar las pelotas.

martes

De repente, Dios

          Estoy solo, lejos. No tengo familia, ni amigos, ni trabajo, ni mujer. Cerca de mí, dos mil millones de árboles. El pozo detrás del esternón. Todas mis posibilidades fenecidas. Comida de ayer. Esplendores encerrados entre cartones muertos. Dos perros de los que me salvé. Gotea el baño sucio de una semana. Se pudre algo. La raíz del tilo se va levantando y arquea las baldosas de la vereda hasta que se quiebran. Se enciende el termotanque. (Si lloro nadie lo va a advertir). En el baño, también un compilado de artículos de Derechos Reales del año '88 y una antología de Bukowski; a ambos lados de la cama bullones de ropa de dos semanas y media. La vecina se fue a dormir a otra parte; la casa de la esquina está en venta. El bosque se dobla antes de la lluvia, el mar llega hasta la Avenida 10 (después no hay luz). Cerré las ventanas. Dos de los de por acá no saben quién soy; la almacenera y un tipo al que le quise regalar un colchón viejo sí. Cien mil muertos. Nadie mueve las cortinas. Un quintal y un poco más. Otro perro hacia lo negro; detrás de él, otro, más peludo, abriendo el frío.

          Entonces, inexplicablemente, una avenida de París, las dos de la mañana, una tarde gris enmarcada por edificios grises y árboles grises deshojados, un niño, cuatrocientos golpes y un útero enorme.

          Si apago el televisor, van a castigar al niño.

domingo

Cositas de papá (VII) - Si tu mano te traiciona, córtala

          Cada vez que, por imposición de mi padre, tomaba yo alguna herramienta o intentaba realizar alguna labor, papá proclamaba en voz muy alta que yo era un inútil con las manos. Mientras desarrollaba el trabajo (clavar, hacer un nudo, escarbar la tierra, desenroscar un tornillo), se ubicaba a mi lado y emitía locuciones del tipo “no, no, no, no, no, no…” o preguntas retóricas de notoria altisonancia y gesto de indignación: “¿así lo estás haciendo?”; y finalizaba invariablemente “dejá, dejá, dame, dame, dame”, y como yo no se la diera: “¡dame!”; y cuando le entregaba la herramienta: “andá, andate: si no vas a colaborar, no molestés, haceme ese favor”. Más tarde, generalizaba en sentido estigmatizante que "A éste no se le puede encomendar ninguna tarea".

          Esta forma de descrédito entró en crisis con mis primeras masturbaciones, que comenzaron en abril de 1980. Mi padre no las toleraba. Cuando entraba al baño y tardaba más de lo que él había dictado aleatoriamente como tiempo prudente, se dedicaba con empeño a repetir invocaciones intensas de aparente vindicta doméstica: “Qué falta de criterio” o “¿Qué carajo está haciendo en el baño? ¿Qué carajo está haciendo? Está la madre, están los hermanos… Andá a ver qué está haciendo”; yo entonces me apuraba para acabar, y salía del cuarto de baño con mucha vergüenza, dejando por ahí la revista que me había llevado.

          En aquella época de execración no lo sabía, pero era claro que mis manos, que en la visión del monstruo no servían para nada, se hallaban sin embargo creando un nuevo hombre en aquel espacio total, y patentizando con eficiencia incontestable una “aparición” indeseada, que echaba por tierra el universo de palabras reverenciado en aquel grupo enfermo. Entonces el psicópata, incomodado mórbidamente por los hechos imparables del mundo de las cosas, impotente frente a la evidencia de mi fructificación, reaccionaba del modo que se contó; es decir, impidiendo al hombre, y para ello contaba tanto con las aristas conductuales de su dolencia, como con la aquiescencia silenciosa de los demás, especialmente de mi madre.