viernes

Cositas de papá (II) - La fuente de la que emana el Todo

          Yo soy depresivo. Cuando le comentaba a mi padre que me sentía mal, él -luego de indagar el posible origen de los episodios de tristeza profunda en diversos tópicos de mi vida que a él le habrían permanecido indebidamente ocultos, como algún traspié inexistente en mi carrera universitaria o la relación con alguna "mina" que no tenía- me contestaba que yo estaba así porque tenía de todo, y que encima era un desagradecido con él y con mi madre. Sostenía a los gritos, delante de mis hermanos que permanecían en silencio, que yo no servía para nada pero quejarme sí, para eso era mandado a hacer, igual que para estirar la mano para pedir, y que ésa era la prueba más evidente de que me importaba un carajo lo que mi padre me daba desinteresadamente y lo que mi madre me ofrecía a partir de su esfuerzo descomunal por llevar adelante la casa chorizo en la que vivíamos. Yo lloraba, a pesar de que ya había cumplido la mayoría de edad, e intentaba explicar -tengo una muy insistente tendencia a conceder in dubios: siempre pienso que quizás mis detractores no me hayan entendido-, intentaba explicar, digo, los pormenores de mi dolencia. Pero a cada refinamiento de mi descripción, mi padre contestaba con una invectiva más injuriosa -él la habría pasado mucho peor, en la pobreza extrema, dominado por una madre autoritaria que sólo le imponía castigos y lo enviaba a trabajar con la obligación de entregarle el sobre completo del sueldo-, y entonces mi llanto se multiplicaba, y me sentía solo y sin consuelo, ya que mi madre no aportaba ninguna palabra y mis hermanos, como dije, permanecían en silencio.

          Mi padre, en cambio, lograba que compareciera ante sí una persona joven, doliente y vencida aunque lúcida e inteligente, que le detallaba con minuciosidad de conciencia plena y sufriente -aun llorando- las aristas de su sentir, en busca de piedad, de contención o de condolencia; pero su psicopatía le ordenaba denostar y humillar, escupir la cara del que lo necesitaba, y entonces, si ya habían dado por ejemplo las diez menos cuarto de la noche, respondía a mi llanto gritando "ajjj", acompañando esa onomatopeya del asco con el gesto que le convenía y diciendo que se iba a mear y a dormir y que si no me gustaba cómo se vivía en esta casa me podría ir en cualquier momento, eso sí, con el cometido de no volver alargando la mano para cubrir mis necesidades elementales que yo no sabría subvenir, como siempre según él lo hacía; mi madre lo seguía en silencio y mis hermanos también se retiraban a sus cuartos, sin dirigirme la palabra.

martes

Sherlock Tul Presents: The case of the little hand - An epistolary detective

          Encontrándome yo en esta ciudad que se empeña en generar residuos patogénicos, y desempeñando el rol de abogado de clase media (uno de los menos encumbrados y más miserables de la Historia Universal), mi colega y co-equiper ponele Dra. Verónica Salcetti me preguntó desde su nuevo Blackberry, mirando las olas de la Costa Atlántica, cómo iba el caso de una chica a la que, llevando una bandeja en una pizzería en la que trabajaba desde hacía pocos meses, una puerta de Blindex se le cayó encima (así, mágicamente) y le destrozó una parte de la mano. No sé cómo pudo haber sucedido ese desastre físico-químico-laboral, que a esta altura ya viene despertando la codicia de todo un reducto conurbano de raigambre lumpanar, en una Danza de los Millones que sin dudas caerá como un telón desvencijado de muzzarella dentro de algunas semanas. Tragedias terminales a las que se aficiona la clase obrera con algo de televisión.

          Quiero compartir con ustedes el correo que le envié a la Dra. Salcetti a fin de relatarle los pormenores de la tramitación. Los saludo atentamente, dejando paso a los comediantes:


          Vero:

          Por el "caso de la manito" ya se terminó el intercambio telegráfico, considerándose despedida la chica. El tipo no va a ofrecer nada de indemnización porque en esta semana se está yendo a España para siempre. Vendió el fondo de comercio a alguien que no sabemos quién es, porque la chica de la manito tiene 19 años y es muy mamerta y le vengo pidiendo que averigüe el nombre aunque sea de alguien que se va a hacer cargo de la pizzería, pero no me lo dice, no me averigua, nada, porque "no quiere hacer juicio", a pesar de que un señor que la acompañaba se empeñaba en "hacerlo mierda al podrido ése".

          Su núcleo familiar se compone de una señora muy bruta que parece que no es la madre, y de un hombre que es su pareja -uno de los que la venía acompañando-, bastante vulgar y que sueña con ganar un juicio millonario. De todas maneras, están muy temerosos todos porque el dueño de la pizzería se fuga a España. Durante las dos veces que vinieron a la oficina, lo hicieron todos juntos, más una especie de hermanito de unos 8 años, bastante mestizo y muy maleducado, que no bien entraba preguntaba cuándo volvían a casa y pedía ir al baño más de una vez por visita y tocaba todo y se metía en las oficinas sin pedir permiso. La chica, en tanto, la primera vez había venido con un jean muy ajustado y muy bajo: se le sobresalía la bombacha rosada (cola-less), que había calzado por encima de la cintura, para que se le notara. Así había venido desde Lomas del Mirador hasta el Centro. La segunda vez casi no cumplieron su compromiso de acercarse al estudio (me citaron a las 13:00 hs. y terminaron llegando a las 17:00, y eso porque la mujer, a la vez que a las 13:50 me decía por teléfono que se había olvidado de venir con su "hija", tampoco me sabía leer ni mandar por mail la carta documento que les envió el patrón: leía y se trababa tanto que ella misma terminó diciéndome "bueno, a la final me parece que mejor vamos porque yo no sé de estas cosas").

          Ahora bien, justamente hoy la chica recordó de casualidad que el dueño de la pizzería es también propietario de un departamento en Rivadavia al 13.000, cuyo embargo preventivo se me ocurrió que habría que pedir como medida preliminar durante el mes de febrero, pero no creo que estén dispuestos a pagar el arancel del informe de dominio, ni tampoco me entendieron la estrategia. En tanto, los componentes del núcleo familiar ya llamaron unas 12 a 15 veces tanto al celular como a la oficina, aportando datos de conocidos que le dijeron que cómo puede ser que nosotros no le pedimos YA una prohibición para salir del país a ese "gallego hijo de puta", como si se tratara de la quiebra fraudulenta de PanAm.

          Hoy mismo hablé también como 45 minutos con la médica que la atendió un día que ella pasó por la calle y la vio "tirada en la vereda", saturada de trabajar y con la mano hecha bolsa. La médica es del Hospital Perón de No Sé Dónde y se ofreció para salir de testigo muchas, muchas veces. Tiene un estilo de hablar que no parece que fuera médica: dice que "nesa pisería los revientan, los hacen baldiar en pata". En tanto, se iba anunciando la aparente madre de esta chica en llamado en espera (todo fue por celular), para preguntarme esta vez por qué no arreglábamos todo por el Ministerio de Trabajo, que había una amiga de ella que estaba haciendo todo por el Ministerio de Trabajo (que te cuento que no sé cómo, pues en realidad está cerrado hasta febrero) y por qué nosotros no. O sea que esta mujer, que junto con todo el grupo pseudo-familiar pone el grito en el cielo, cada vez que se entera de algo que hasta el momento ignoraba me llama y me pregunta-exige por qué no lo hacemos.

          Finalmente, durante estos días hubo otra clienta proveniente del mismo local y recomendada por la chica de la mano, en esta ocasión una joven embarazada de cinco meses y de unos 18 ó 19 años de edad, que se llama Shanina y tiene un hermano por venir al que le quieren poner Jair, a quien la dimos por despedida por la causal de maternidad así como por la falta de pago de otros rubros. Acá también el intercambio está terminado. Ésta no llama tanto, pero el día que vino y se llevó el telegrama que tardé media hora en redactarle (de la cantidad de cosas que había para reclamar), me dijo literalmente entre dientes mientras se iba que "igual va' cer todo al pedo, porque el gallego vendió todo y se va, y los que vienen se van a 'cer los boludo, como todo". Para congraciarse conmigo, y para que le hiciera una rebaja en los honorarios, la madre me informó que le pasaron mi teléfono a otro chico que está en la misma situación (o sea, no estaría embarazado, pero sí le deberían mucho dinero de sueldos). Pero aún no llamó.

          Repito, el dueño (que se llama Jolines Muiño Bandeiras -esto lo pudimos averiguar luego de muchas gestiones y preguntas a esta gente que ni siquiera sabía adónde había guardado los recibos de sueldo; no sabían tampoco la dirección de la pizzería), el dueño se está yendo YA a España y no habla con NADIE; hasta parece que delegó todo en un abogado que se llama "Dr. Claudio Andrés Garcogna" que está justamente de vacaciones, pero antes de irse les mandó Carta Documento diciendo que les iba a imputar el delito de extorsión documentada en grado de tentativa por lo que estaban haciendo.

          Yo les dije a todos que le pasaran mi número de celular aunque sea al encargado del lugar, pero aún no me han llamado. El número de la pizzería no lo saben, aunque yo sospecho que debe estar pintado con letras enormes en los vidrios, pero ellos deben pensar que ese número es solamente para el "delivery".

          Hablo entre dos y tres veces por día con esta gente, porque me llaman diciendo que así como estamos haciendo nunca van a poder cobrar nada y que hay que prohibirle la salida del país porque es un delincuente (incluso me sugirieron que le hagamos una denuncia penal por cualquier delito, una falsa denuncia); yo les contesto que la persona del empleador se continúa en los nuevos dueños de la pizzería (art. 225 de la Ley de Contrato de Trabajo), pero no me lo creen.

          Ésas son las novedades hasta ahora del caso de la manito. Espero que la estés pasando bien en la playa con los tuyos; no traigas alfajores porque estoy a dieta, viste que puedo hacer seis semanas de abstinencia para bajar un kilo, pero medio bocado de algo dulce se me aloja en el estómago por tres años y se va acumulando con todo lo que pensé en comer mientras tanto, porque dicen que para los tipos condenados como yo, pensar en comer tiene el mismo efecto que comer, una especie de idealismo perfecto de tan inteligente que soy.

          Un abrazo, Pietro.

miércoles

Cositas de papá

          Me brotan recuerdos, por decirlo en mala poética. Me brotan recuerdos de las manifestaciones psicopáticas de mi padre. Pero no puedo sino escribirlos rápidamente y muy mal, porque, en el fondo, todo esto conforma una clara vulneración al cuarto mandamiento, y así seré castigado. Entonces no puedo pensar mucho mientras me salen estos episodios traumáticos.

          El que hoy nos convoca tiene que ver con el arte de curar las piezas dentarias, que parece que están fuera de la concepción psíquica del cuerpo. Esto me lo dijo una vez una dentista mientras me sacaba una muela: "No te preocupes, no es lo mismo que te saquen un dedo que una muela: no hay consciencia de los dientes, así como no hay consciencia de cada uno de los pelos. Lo que sí, te das cuenta estéticamente cuando te ves o cuando comés, pero no es lo mismo que si tenías una mano y por algo te la cortaron".

          De algún modo el psicópata de mi padre parecía compartir internamente esa concepción, sea con la conciencia reducida propia de la dolencia, sea como manifestación razonada su plan enfermo.

          La prueba evidente de ello es el tesón que ponía mi padre en llevarme a un dentista que había sido de su barrio, al que llamaba "Chuco", que era un carnicero del torno. No estoy hablando del miedo normal y habitual de las personas al dentista: me refiero a una persona que dejaba el torno trabado en las muelas sin moverlo, y que frente a mis gritos intentaba detenerme diciendo "pará, pará" y esgrimiendo una risa también sádica de médico que ya fue y vino y gesto de "vo te preocupá por una carie, yo no sabés las cosa que tengo que ver acá".

          Yo no quería ir a lo de "Chuco" porque era una bestia, pero mi viejo me llevaba igual. A pesar de que había sido "amigo de él del barrio" lo trataba de Ud., como al Dr. Mabuse. A los seis o siete años me acuerdo que me dolía un diente, no sé si uno de los incisivos laterales. Cada vez que me dolía, mi viejo me decía "¿otra vez te duele? Vamos que te llevo a lo de Chuco", y yo iba, muy temeroso de sus instrumentos del dolor. Con ese diente pasó que no me lo arregló: no sé por dónde puso el torno las dos o tres veces que fuimos. Cada vez que el tipo me metía esas cosas adentro de los dientes (sea el torno, el gancho con forma de hoz para rascar que me hacía ver las estrellas, hasta había una especie de palita con la que apisonaba la mezcla que te ponía en la muela y era un homenaje al alarido), cada vez que me hurgaba en los dientes de niño, yo gritaba de la desesperación, pero Chuco decía: "No te mová", y mi viejo, al lado, agregaba: "Dale, tenés que ser más hombrecito querido, no es para tanto". Yo ni siquiera podía mirar a mi viejo, como hacen los chicos cuando se sienten mal, porque Chuco de mierda seguía con su tarea de hijo de puta, y ponía todo el tiempo el torno, aun después del plomo. Me siento muy mal y muy cobarde escribiendo esto. Invariablemente, como a los presos de la Inquisición, me lo mostraba antes de ingresarlo en la boca y lo hacía funcionar con ese pitido tan terrible; se reía un poco y me decía "¿Ves?", y mi viejo repetía: "¿Te das cuenta de que no es nada?" Pero yo decía "Me duele" ("e uele") o "¡Ah!" a cada rato.

          Estoy muy triste y no puedo ahondar en detalles. A la salida mi viejo me preguntaba, como para ver si ya me iba a dejar de romper las pelotas: "¿Listo? ¿Se te pasó?"; pero a mí no se me había pasado nada, aunque, con dos miedos sumados, le contestaba: "Sí", y me reía igual que mi mamá cuando le gustaba someterse a los designios de él, que era todo el tiempo, en virtud del vínculo sádico que los sigue uniendo (por ejemplo, cuando la mandaba a ponerle no sé qué a la comida que según él estaba fea, para lo cual tenía que levantarse de la mesa y recorrer los kilómetros que separaban el comedor de la cocina, con andar de consternada, pero sonriendo). Tengo ahora la sospecha de que más de una vez me "arregló" otra muela distinta de la que me dolía. Por eso, al regresar a casa yo decía "me sigue doliendo", pero mi viejo me contestaba "ya te llevé a lo de Chuco, ¿qué más querés?"

          Mi infancia dental fue terrible. Por miedo a ir a lo de Chuco ya no decía que me dolía la muela. Recuerdo un día de fiebre en que el dolor de una carie muy profunda era insoportable: la consciencia del dolor superaba a la de la fiebre; trataba de poner la muela (una de las últimas del maxilar superior) sobre la almohada, abriendo la boca, pero el dolor no pasaba. Uno de mis tics de niño era pasarme la lengua por los agujeros de las muelas, hacer "sopapita" en las caries avanzadas. Recuerdo también haber escupido la pared de una muela, arrojándola al pormenor del pasto del jardín de casa, antes de los doce años, tratando de convencerme de que ya había pasado todo y de que con ese pedazo de nada podrida se iba mi desvergüenza para otra parte y para siempre. Igualmente pensaba que mucho tiempo más no podría ocultar mi desbaratamiento dental, y así, cuando visitaba nuevamente al perverso de Chuco, la única solución era el tratamiento de conducto múltiple, que me mandaba a hacer al Hospital de Odontología porque era más barato.

          También, desde los ocho o nueve años, me creció una mancha negra en un incisivo central superior (una "paleta"). Yo pensaba que las chicas no me irían a dar bolilla por eso, y entonces le pregunté a la bestia si no había algún método para blanquearme la paleta. Chuco me contó: "Y, sí, te podría comer toda la parte de adelante y rellenarte con pasta, pero a la larga perdés el diente". Y mi viejo agregaba: "Dejate de joder, si no se nota, no rompás, eh", con cara de Al Pacino cuando Diane Keaton le dice que abortó porque no quería tener un hijo de él. Tiempo después -yo ya tenía 14 años- en la encía donde estaba enclavada esa paleta se me produjo una infección. Chuco me hizo un agujero en el incisivo, del lado de atrás, y me dio una aguja tipo tornillo sin fin para que dos o tres veces por día yo, mirándome al espejo, me fuera escarbando y sacando el pus del maxilar, durante quince días. Yo le decía a mi viejo: "voy al baño a sacarme el pus del diente", y mi viejo me contestaba: "bueno", y mi mamá escuchaba, pero no decía nada. Mi diente ya estaba, además de gris, marrón. Yo le decía a mi viejo que eso no podía ser un método serio de curar un diente: mandarme a ponerme un instrumento y a escarbarme, a mí, que de esto era lógico que no supiera nada. Se imaginan que no hubo respuesta, ni mucho menos actitud crítica de parte de mi vieja. (Ahora que pienso, resulta muy llamativo -aunque confirmatorio de su psicopatía- que haya sido mi padre quien me acompañara al dentista todas las veces, al que más me hacía doler; pero era mi mamá la que me acompañaba al resto de los médicos: inclusive fue ella y no él la que, de la mano y con orgullo de ama de casa que hace las cosas bien, me llevó a los ocho años al clínico para que me derivara a un psiquiatra, porque mi viejo decía que yo era un esquizofreno-paranoico).

          Gracias a Dios el diente que me impedía conocer chicas y que había caído en las garras del Dr. Chuco, con la aquiescencia de mi padre y el silencio de mi madre, se destrozó por completo en el verano de 1988. Una vez colocada la prótesis que igualaba el color de mi "paleta" de niño al del resto de los dientes, pude dar mi primer beso a una mujer... a los 21 años.

          Mucho tiempo después, nos llegó la noticia de que el despiadado Dr. Chuco había muerto. Ese día me di cuenta de que yo no había sido ningún maricón que no soportaba el dolor; se me develó como la hoja de un libro mágico que dice la verdad toda la inutilidad de mi sometimiento de niño, porque resultaba que Chuco, el exterminador, había albergado durante décadas un tumor maligno en el cerebro, que lo hacía quedarse quieto a pesar de que pensaba que se estaba moviendo. O sea que, en aquellos días de tormento, cuando tenía que sacar el torno de donde estaba, él no lo hacía: lo dejaba ahí, y yo decía "ay, ay, ay, ay, ay, ay," y él ordenaba sacar el torno o el gancho de mierda ése pero la mano no le hacía caso, y mi padre al lado me enseñaba a los gritos a no ser maricón. Por esa razón, también, me entregó la tarde de la infección sus instrumentos de sacar pus, porque no podía sacármelo él, como es debido. Sabía cómo arreglar mi diente manchado, pero la nube morbosa que le había crecido en la cabeza se lo impedía. Andá a saber si esa risa de cuando yo gritaba no era un esfuerzo por sacar el torno o el gancho del nervio de la muela, un esfuerzo inútil, porque la parte sana de la cabeza ordenaba, pero la parte enferma no respondía. Y mi viejo secundándolo, llevado por su psicopatía: "Dale, maricón, dale, si no te está haciendo nada".

          Sus garras despedazan hoy las dentaduras macizas de los muertos, con la venia de algún Ángel de la Justicia que, como mi padre junto a su sillón brotado de apremios, de algún modo es enviado a fiscalizar la tortura de quienes por razones que todavía desconocemos -yo era un niño- somos llevados por la vida a purgar faltas cuya existencia y autoría ignoramos.

          No sé si ha sido una conjunción de eventos de mala suerte (un dentista enfermo cuyo diagnóstico se revela veinte años después, un padre de personalidad psicopática que condena al primogénito a la experimentación de un estoicismo impracticable para su edad, una madre que calla y no defiende); no sé si ha sido esto o el accionar determinado, voluntario e intencional de otro malnacido que elige con inteligencia y precisión la herramienta de provocación de dolor, el terror cuya proximidad o amenaza conduce tanto a ese desamparo más temible que la muerte.

          Ojalá mi padre sea alguna vez condenado a sufrir los terrores injustos del dolor físico infantil voluntariamente inferido, luego de ser minuciosamente juzgado por un tribunal de enfermos similar al que conformaba en aquellas sesiones irreversibles junto al satánico Dr. Chuco, el despedazador de dientes, y que Dios, olvidándose de su bondad, lo arengue a no ser tan cagón, y la Virgen se quede para siempre callada, igual que mi madre.

jueves

¡Mirá vos, Tolstoi!

          A la mayoría de la porquería auto-degradada le dicen Tolstoi y no sabe qué cosa es. A alguna minoría incierta, que es capaz todavía de discernir entre el "qué" y el "quién", le suena con mucha vaguedad que es un escritor ruso que se murió. Yo no conozco a nadie que alguna vez me haya dicho "¿Leíste a Tolstoi?" o que me haya recomendado alguna obra de este autor, o que en alguna conversación haya intercalado la palabra "Tolstoi". En general he tenido mucha mala suerte y nadie leyó lo mismo que yo; en realidad mis relaciones dejan para mí el rol del tipo que lee: ellos se dedican a otra cosa. Todos ganan más que yo, por ejemplo, que vez a vez sufro períodos en los que no gano nada, y siempre gano menos que el que hace menos, y eso me da tanta, tanta bronca.

          En fin, el otro día cobré unos pocos pesos y, por creer en algo, se me figuró la costumbre de que si cada vez que cobro algo me compro un libro aunque sea de los de ocasión, me va a ir bien y voy a seguir cobrando regularmente... Ilusión de la que, como todas, me voy a desengañar no bien el mundo me vuelva a mostrar la verdadera historia de las cosas, como lo hace todos los días, salvo cuando duermo y, si no tengo pesadillas, soy feliz hasta las lágrimas diseñando un universo onírico inofensivo para mí.

          Entonces agarré y me compré un libro que se llama Sonata a Kreutzer, de León Tolstoi; un pequeño libro que elegí porque salía nada más que 12 pesos. El argumento gira alrededor de un hombre celoso que termina matando a su mujer, pero eso no es lo importante. El protagonista, que se llama Pozdnyshev, se la pasa despotricando contra el matrimonio y contra las relaciones carnales en general.

          Al principio pensé que el tesón del Pozdnyshev éste por prenderle velas a la abstención sexual se trataba de una treta del autor para arquetipizar a un personaje (si existe la palabra), habida cuenta de que el relato es relativamente breve y la consecuencia del asesinato es más que lógica, dados el ritmo y las circunstancias.

          Pero en la muy berreta edición que compré -una ignota editorial argentina que se llama "Letras Universales"- se incluía un Comentario que expresa el verdadero sentir de Tolstoi, las razones que lo llevaron a escribir esa historia aparentemente inocua de tan trillada. Con ese sentir, mal que pese a los que accedan a estas líneas, me identifiqué casi plenamente, a pesar de que el hombre lleva cien años muerto. Y digo "casi" (qué giro vulgar usar esta locución, más que las malas palabras... " y digo 'casi' ", qué forrada), digo "casi" porque yo no creo en Dios y el hombre intenta explicar la trama de "Sonata..." en base a la doctrina cristiana.

          Desde ya tengo que aclarar que a mí la doctrina cristiana, sacando la parte mitológica y el asunto de la existencia de Dios, me parece fabulosa y muy necesaria al Hombre, universalmente hablando. Decime lo que quieras, pero es así. Nadie enseña a amar al enemigo -algún día voy a hablar de la profundidad que importa ese mandato imposible-, nadie. Nadie enseñó a amar al prójimo como a uno mismo -máxima que presupone la necesaria presencia de un Otro igual a uno-. Nadie propuso al amor como la base de la convivencia -sí, me vas a decir "los hippies", y yo te voy a mandar a la mierda-.

          Quiero dejar para que me lapiden los siguientes párrafos transcriptos como reconocimiento a ese hombre superior que no conocí -el Sr. Tolstoi-, y como periscopio que vislumbra la esperanza de que las cosas cambien. Yo sé que no van a estar de acuerdo, pero más me interesa hoy verterles las cosas con las que estoy YO de acuerdo, y que no me digan que critico sin contrapropuesta -el que me acusa de ese modo, no me ha leído-.

          Los reproduciré con algunos pequeños cambios que sólo tenderán a mantener la hilación y la coherencia. Pueden consultar el original pagando los 12 pesos en la librería Losada de Corrientes. Ahí van; me cubro el rostro para que vuestras piedras no me hagan daño:


          "He recibido y recibo aún muchas cartas de personas desconocidas que me piden que explique con palabras claras y sencillas lo que pienso del tema de la Sonata de Kreutzer. En primer lugar, he querido decir que en nuestro mundo existe la convicción de que las relaciones sexuales son necesarias para la salud y que son naturales, y, por tanto, deben ser estimuladas. He querido hacer comprender que eso no está bien. Es inconcebible que para preservar la salud de unos se sacrifiquen los cuerpos y las almas de otros, lo mismo que no es posible que unos beban la sangre de otros para mantenerse sanos.

          Es preciso, pues, que cambie el concepto sobre el amor sexual. Debe comprenderse que es un estado de bestialidad degradante. Debido a la idea falsa que tiene nuestra sociedad del amor sexual, el nacimiento de los hijos ha perdido su verdadero sentido. En lugar de ser la finalidad y la justificación de las relaciones conyugales, se ha convertido en un obstáculo para continuar los agradables retozos amorosos. De esto resulta que se propaga el empleo de los medios que privan a la mujer de la posibilidad de tener hijos, y se implanta una costumbe que no ha existido jamás ni existe en las familias patriarcales de nuestros campesinos: la continuación de las relaciones conyugales durante el embarazo y la crianza. Opino que esto también es un mal. No se debe recurrir a los medios que evitan la concepción porque liberan de la preocupación de los hijos -lo único que justifica el amor sexual- y porque este acto es el que más se acerca a una cosa contraria a la conciencia humana: el asesinato. No está bien seguir las relaciones sexuales durante el embarazo y la lactancia porque agotan las fuerzas físicas, y, sobre todo, las fuerzas morales de la mujer. Se trata de comprender que la continencia, que constituye una convicción sine qua non de la dignidad del soltero, es aún más indispensable en el matrimonio.

          "La unión con una mujer en el matrimonio fuera de éste es una meta indigna de un hombre. Es tan indigna como aspirar a cebarse con una alimentación refinada y abundante, cosa que algunos consideran como el bien supremo.

          "Se cree que si los hombres llegasen a alcanzar el ideal de una castidad completa, la raza humana desaparecería, y que, por tanto no sería un ideal. Pero los que hablan así confunden, voluntaria o involuntariamente, dos cosas distintas: el precepto y el ideal. La idea de que la raza humana dejaría de existir si los hombres aspirasen a la castidad se parece a la que afirma (cosa que se ha hecho) que la Humanidad desaparecería si, en lugar de luchar por la existencia, los hombres dedicasen todos sus esfuerzos a amar todo lo que vive, incluso a sus enemigos.
          "Estos juicios se deben a que la gente ignora la diferencia entre dos conceptos morales. Lo mismo que existen dos medios de enseñar a un viajero el camino que debe tomar, hay también dos posibilidades de reglamentación moral para un hombre que busca la verdad. El primero consiste en enseñar al viajero los objetos que ha de encontrar en el camino, y entonces se guía por ellos. El segundo es indicar en una brújula, que el viajero lleva consigo, la dirección invariable que debe seguir, lo que permitiría ver el camino y sus desviaciones. El primero de estos conceptos está reglamentado por imposiciones externas: el hombre recibe órdenes bien definidas referentes a los actos que debe o no realizar. El segundo de estos conceptos estriba en indicar al hombre la perfección que no alcanzará jamás, pero hacia la que se siente atraído. Se le muestra un ideal y él juzga su grado de alejamiento frente a ese ideal.

          "La comprobación del cumplimiento de los mandamientos externos de las doctrinas religiosas está en la concordancia de nuestros actos con los preceptos de dichas doctrinas, y esa concordancia es posible. La comprobación de que se llevan a cabo las enseñanzas morales reside en la conciencia que se tiene del grado de alejamiento respecto de la perfección (no vemos el acercamiento, sino sólo el grado de distancia). En un hombre que practica las enseñanzas morales, el hecho de haber alcanzado cierto grado de perfección suscita la necesidad de aspirar al grado superior, y así hasta el infinito.

          "El ideal moral estriba en el amor al prójimo; el ideal del amor carnal, en servir al propio yo: por tanto, está en contradicción con servir al prójimo.
          "En este sentido, la castidad no es una regla ni un precepto, sino un ideal, o, más bien, una de las condiciones de un ideal. Así, pues, su realización no es posible más que en idea. Si se pudiera imaginar siquiera su realización, dejaría de ser un ideal.

          "Por lo general, se razona del modo siguiente: 'El ideal moral y el ideal de la castidad son inaccesibles, y por esta causa no pueden guiarnos en la existencia. Es posible soñar con esos ideales y hablar de ellos, pero como son incompatibles con las exigencias de la vida, hay que abandonarlos'. Es injuso pensar que el ideal de la perfección en el infinito no puede servirnos de guía y que debemos abandonarlo o rebajarlo al nivel de nuestra flaqueza. Ese razonamiento es parecido al de un navegante que, al no poder seguir la dirección indicada por la brújula, la arrojase por la borda diciendo que no le sirve para nada. Esto equivaldría a poner la aguja en la dirección que sigue el barco, sustituyendo de este modo lo que debe ser por lo que es, es decir, rebajando el ideal al nivel de la flaqueza de uno.

          "Todo hombre tiene siempre posibilidad de acercarse al ideal; no existe situación alguna en que pueda decirse que ha alcanzado la perfección y le sea imposible mejorarse. Lo mismo ocurre con la aspiración al ideal moral, en general, y a la castidad, en particular.

          "¿Cómo deben vivir un joven casto y una muchacha pura? Aspirarán siempre a una mayor pureza en sus pensamientos y deseos.
          "¿Cómo han de vivir el joven o la muchacha que han cedido a la tentación, que están obsesionados por un amor sin objeto o por el amor hacia una persona determinada y han perdido, en parte, la posibilidad de servir al ideal moral y a sus semejantes? Deberán evitar caer más bajo, y aspirar a una mayor pureza.
          "¿Qué deben hacer los que no han tenido fuerzas para luchar contra la tentación y han caído? No verán en su caída un placer legítimo.

          " 'El hombre es débil, es preciso fijarle una meta que pueda alcanzarla fácilmente', se suele decir. Es lo mismo que si dijéramos: 'Mi mano es débil, no puede trazar una línea recta: para que le sea más fácil hacerla tomaré como modelo una línea curva o una quebrada' ".


          Y bueno, señores, pienso así. Comparen estas palabras con la pseudo-filosofía que los rodea y díganme después qué propuesta es superior y cuál es inferior. Léanle esto a alguien y anoten en un papelito muy chiquitito primero quién aguanta hasta el final; y segundo, quién no se les caga de risa en la cara, sobre todo si ustedes llegaran a pensar de verdad -que no creo- que todo esto está bien.

          Yo predico en el desierto y a esta altura ya me banco cualquier cosa, incluso quedarme solo para siempre, como parece que va a pasar tarde o temprano.

miércoles

Pequeño comentario a la entrada anterior

          Viste que en la entrada anterior la anécdota trataba acerca de un típico clase media al que le molestaba que un colectivo se le detuviese delante de él, y que en un pasaje de ese pequeño cuentito se describe al despreciable con una vestimenta y unos accesorios que más eran un grito de atadura al círculo de hierro de su despropósito cotidiano que una función civilizadora del hombre en relación.

          Bueno, en estos días me acordé de algo que alguien me dijo en Balcarce, cuando estuve viviendo allá durante ese tiempo en el que me cansé de todo y que podés leer haciendo clic acá. Yo le contaba a un lugareño que a la clase media le gusta usar anteojos de sol mientras conduce un automóvil, y que muchos lo hacen aun cuando los vidrios del vehículo están "polarizados" -o sea, "tonalizados", pero a la clase media le divierte aquella palabra protoindustrial-.

          "No te preocupés -me dijo esta persona- acá también se cuecen habas. Desde que al campo le va mejor vos te das cuenta más o menos de cuánta plata tiene una persona por el llavero". "¿Por el llavero?", dije yo, impulsando la gracia de la propuesta de mi interlocutor, a la vez que estandarizando una respuesta que hiciera viable la intención algo picaresca del que me hablaba, y cerrando de ese modo lo que ambos esperábamos de una conversación amable según estándares nunca escritos de coloquio vecinal.

          "Sí, por el llavero" -contestó, consolidando todo lo anteriormente dicho. Y siguió: "acá los que tienen auto pero no tienen tanta plata, usan llavero grande. Cuanto más grande es el llavero, más autos tienen; de esa manera te das cuenta de si anda a pata o motorizado: por el tamaño del llavero, no por la llave en sí".

          "Ja, ja" -le dije, seguro de que esa onomatopeya afirmaba desde antaño mi conexión con el hablante.

          "Y los que tienen campo, usan llavero de plata. Generalmente le hacen grabar las iniciales; las escriben como si fuera una marca de la que le ponen a los animales, así con las letras entrelazadas o cosas así. Además, les cuelgan unas tiras de cuero".

          "Ah, simbólico del talero del patrón o del jinete, de lo que significa el cuero para el terrateniente. Llevan la supuesta clase a todos lados, igual que los del llavero grande".

          "Eso, sí", me contestó, y ahí quedó el asunto.

          "Lo voy a subir a mi página de Internet", le dije.

          Y bueno. Como decía mi mamá, con la voz aguda y enseñando a resignarme antes que a luchar: "y bueno". Y así estoy ahora, vencido.

jueves

De la crónica diaria (II)

          Resulta que sobre una avenida angosta se había parado un colectivo para que subieran los pasajeros. Para cualquiera ésta es una operación previsible, a tal punto que cuando la clase media que anega la ciudad le enseña a manejar a los hijos o a los sobrinos, una vez que éstos ya saben más o menos no hacerse kilombo con el embrague, los mayores les dicen: "ára que sabé manejar, lo que no tené queacer é ponerte atrá de lo colectivo, porque si no en vé de manejar vó tú auto, es el coletivo el que te termina manejando él a vó".

          Superado por la compra de una camioneta marca Chevrolet modelo "Meriva", color negro, muy nueva, uno de la porquería venía conduciendo detrás de un 71 que iba hacia el norte por Triunvirato, una avenida que antes era de una sola mano, y que desde hace unos meses le determinaron, sin ensancharla, dos carriles de contramano; o sea, al decir de la clase media, "A Trunvirato licieron doble mano dede creo que Chacarita hastolazábal".

          Lo cierto es que el de la Meriva sufrió la detención del ómnibus de pasajeros que iba delante de él apenas había traspuesto la calle transversal, para lo cual ya había tenido que tolerar el cambio de luces del semáforo, algo que tampoco le agrada a la clase media venida un poco a más. Los carriles de la avenida son en ese sector bastante angostos, de modo que, habiéndose parado el armatoste a la altura de la mitad de la cuadra, resultaba imposible avanzar para todos los que precedían al elefante masivo, que ocupaba un carril y más de la mitad del otro. Imprevisiones de los cráneos que "planifican el tránsito" en la ciudad.

          Repito, esto es algo que entra en el espectro de previsibilidad de todos los clasemedieros motorizados, de modo que no suele causar más consecuencias que una irritación que muere con el sobrepaso del vehículo.

          Pero para éste de la porquería que venía detrás, el de la protocamioneta, pequeño propietario sorete, la cosa rebalsó la escupidera en la que depositan sus sueños. A los treinta segundos comenzó a increpar a bocinazos al colectivo, que, por disposición municipal, tiene prohibido retomar la marcha hasta que no ascienda la totalidad de los pasajeros. Quizás por ello -aunque no debe descartarse la posibilidad de que el chofer, al que le chupa un huevo todo y que maneja por inercia desde los 12 años, lo estuviera despreciando también por inercia- el colectivo no se movió durante los 30 segundos siguientes, ni durante el minuto que sucedió a esos 30 segundos.

          Al principio la táctica inconsciente y brutal del cuentapropista encabalgado fue bajar los vidrios de la puerta contigua a su asiento -levantavidrios eléctrico-, sacar la cabeza por la ventanilla y gritar: "Dale, flaco, daaale, la puta que te parió", sin dejar de accionar la bocina de fábrica. El tipo tenía un corte de pelo estándar y llevaba anteojos de sol, como le gusta usar a la porquería de clase media cuando hace un mango. El colectivo no se movió. El tarado de la Meriva la emprendió entonces a bocinazos, ya con la ventana abierta, mientras seguramente pensaba que se le iba todo el aire del aire acondicionado. Le pegaba al volante, donde le gustaba que estuviera el accionador de la bocina, porque esta mierda también piensa que si la bocina está al costado -o sea, como alguna función accesoria de alguna palanca ubicada en el eje del volante- el auto es modelo viejo y esas cagadas. Como el colectivo permanecía de todas formas detenido, el minorista volvió a asomar la cabeza y a gritar: "Daaaaaale, la reputa que te parió, daaaaaale". Yo pensaba: "¿para qué usa anteojos de sol si la camioneta que se compró tiene todos los vidrios polarizados? Debe ser un código de pertenencia, sin dudas". El 71 siguió en su lugar.

          Como pasaran 15 segundos más sin que la mole reanduviera su recorrido, el de la porquería se sacó. Bajó de la camioneta nueva -que dejó andando en plena avenida, de lo loco que estaba, contaría seguramente después con tono épico- y se arrimó caminando nerviosamente hasta la ventanilla del chofer, quien miró para otro lado sin modificar su gesto. El chofer llevaba también anteojos negros, pero el significado de esta portación era muy otro que el del clasemediero. "Eh, tarado, por qué no te movés más adelante, no ves que estás parando todo el tráfico", le gritó el de los anteojos legitimantes al que miraba para el lado de las viejas, confundiendo, como hace toda la clase media, las palabras "tráfico" y "tránsito". Como el colectivero no le dio bola, el de la Meriva, que tenía una camisa de comerciante por su propio esfuerzo, unos pantalones jeans de coger y unos zapatitos náuticos símil cuero de cuatro o cinco años, le vociferó, golpeándole la carrocería con la palma abierta: "¡Eh!", como si el chofer fuera un perro. Como un perro, el del 71 le contestó acelerando en vacío y llenándole de humo el capot de la Meriva.

          Yo venía de pesarme y de constatar que, con ropa, había llegado a los 103,400 kg, producto de mi depresión y de mi decadencia. Igual que el ómnibus repleto que se había plantado en el medio de Triunvirato, limitado por culpa de decisiones que otros habían tomado en el pasado -en el caso, y por sólo dar un ejemplo, tener que andar sobre esos carriles tan angostos-, yo también me había inmovilizado, aunque había comenzado a apostar a la sola ingesta de lechuga, porque sí, para bajar de peso, para recuperar algún esplendor de la juventud que ya me saludaba desde el 71 estancado. Esa estrategia, claramente, resultaba un placebo en mi devenir de segunda categoría, que en modo alguno alcanzaba para repeler las consecuencias del desprecio por la energía en casi todas sus formas, a salvo la química contenida en los alimentos. Toda la porquería se daba vuelta para ver a ver si se pelean, esa costumbre tan mierda que tiene la horda que vive en un planeta ficticio en el que lo peor que pasa es que las cosas aumentan de precio todos los días, pero no pasa nada más -sí: alguien tiene un hijo, alguien se compra un auto, alguien cambia de teléfono celular por lo menos una vez por año, a alguien lo echaron del trabajo, alguien se va de vacaciones al Sur, alguien tiene a alguien enfermo, etcétera-, de modo que el hecho de que alguien se pelee en la calle constituye un circo que alegra las galletitas del desayuno o la propaganda durante la cena.

          Yo, en cambio, lo miraba y te juro que por generación espontánea sonreía. De hecho -como dice la clase media desde que ve "comedias de situaciones" por Sony Entertainement Television- de hecho nuestras miradas se cruzaron: el tipo indignado y yo, con sobrepeso, un calor de mierda a las 9:30 de la mañana, avenidas saturadas de autos poblados de prescindibilidades y vestido con ropa que ni por asomo significaba lo que el atuendo del merivense irradiaba, yo me reía desde mis ojos desnudos de inmigración judeo-cristiana. Habrá pensado: "de qué se ríe este pelotudo"; y yo pensaba: "no va a venir a hacerme nada: dejó el automóvil en marcha, qué desastre, qué ganas de no ser así, por qué a todas las mujeres les gustan los tipos así, por qué mi vida es tan sola, por qué tengo la certeza de que el suicidio es doloroso, por qué un viaje en subte que no quiero hacer, lleno de porquería, con el aire estancado de las galerías soterradas por negocio municipal de hace mil millones de años que ahora es un servicio esencial, un derecho de toda esta mierda, que tan sorete es que, como el contenido de las cloacas urbanas, también va por debajo de la tierra". El tipo, no bien retomó el control de su Meriva, continuó tocando bocina.

          Miré unos segundos hacia la entrada del subte. Como esas fotografías reveladas de los nazis, la escalera descendente recibía lechadas de seres humanos condenados, a la espera de la recepción de otro gas, engañados, llevados a la entrega de una asombrosa plusvalía que eran capaces de generar a pesar de su torpeza y de sus vuelos de perdiz; forzados a que, sin darse cuenta, generen un sentido común tan soso que, con el correr de los años, sólo resultarían merecedores del olvido más contundente; condenando a las generaciones que eran tan injustamente capaces de engendrar a perpetuar el mismo sino que los estigmatiza, también sin tener la más mínima consciencia, y aun rechazando con categoría de interlocutor asentado y abrazado a su ser invariable cualquier idea que pretenda iluminarlos respecto de su verdadera condición.

          Al cabo de ese nutrido instante, volví a prestar atención al road incident, pero de alguna manera, como en los relatos de Kafka, la Meriva había desaparecido. "Tendría que haber escuchado el acelerón exagerado que todos los conductores de clase media dan cuando salen de un atolladero", me dije. "Pero no lo escuché, qué raro", me contesté de inmediato, terminando la frase igual que mi mamá cuando algo le deviene dudoso, con la frase "qué raro" -"la verdulería estaba cerrada, qué raro"-.

          Así que me metí en la escalera del subte, formando parte de esas caminatas del dolor luego de la cual morían de Ziklon tandas de 2.000 ó 3.000 polacos. "Qué sorete toda esta mierda", pensaba. "Lo voy a dejar por escrito porque si no, pasan los días y en vez de olvidármelo me queda rebotando en el inconciente y después explota en una de esas depresiones profundísimas que en el momento no sé por qué me vienen".